El centenario de la Decena Trágica nos ha devuelto a
uno de los momentos más dramáticos de la historia patria. Pero, como bien lo
apuntó en éstas mismas páginas Rafael Rojas, lo ha hecho a partir de un interesante
cambio de perspectiva: “antes que
responder por qué cayó Madero, hay
que saber cómo cayó”. Y es que,
efectivamente, en éstos días buena parte del esfuerzo por conmemorar dicho
episodio ha consistido menos en explicar nuevamente las causas que en
reconstruir más minuciosamente los hechos.
Sin embargo, en contraste con ese renovado empeño narrativo,
la conmemoración de los 100 años de la Decena Trágica ha reproducido dos viejos
(malos) hábitos muy característicos de la historiografía mexicana: una enorme dificultad
para pensar la historia de México en términos comparativos y una infantil manía
de escatimarle a los villanos interés suficiente como para considerarlos dignos
de biografiar. Me explico.
Primero. Comúnmente historiamos el experimento
maderista (1911-1913) como una de las primeras etapas de la secuencia
denominada “Revolución Mexicana”, que comienza en el Porfiriato tardío (~1908) y termina ya sea con la promulgación de la Constitución de 1917,
con el ascenso al poder de los sonorenses (~1920-1928),
con la fundación del Partido Nacional Revolucionario (1929) o con la
expropiación petrolera (1938) –-bien decía François Furet que es más fácil
señalar el inicio que el final de una revolución. Ocurre, no obstante, que también
podríamos historiar el experimento maderista como un caso inscrito dentro del
ciclo de las llamadas “revoluciones democráticas” de principios del siglo XX,
que comprende a Rusia (1905-1907), Portugal (1910-1926), China (1911-1913),
Irán (1905-1911) y el Imperio Otomano (1908-1909) --es decir, como parte de un fenómeno
internacional en el que regímenes democráticos de ímpetu modernizador no
lograron consolidarse en el poder y fueron reemplazados o derrocados por otros
de tendencia conservadora o incluso reaccionaria. Historias conforme al primer
modelo hay decenas; historias conforme al segundo hay, que yo sepa, apenas una
(Charles Kurzman, Democracy
Denied, 1905-1915: Intellectuals and the Fate of Democracy, Cambridge,
Harvard University Press, 2008).
Segundo. Es normal que en las historiografías
nacionales prevalezcan las biografías de los próceres. Pero no es normal que a
éstas alturas la historiografía mexicana no cuente con una buena biografía del más
odioso de nuestros anti-héroes: Victoriano Huerta. ¿O es que el hecho de
resultarnos aborrecible le resta trascendencia histórica al personaje? ¿Acaso
no dice nada de la historia de México su biografía? ¿Otras historiografías no
han sacado provecho de estudiar a traidores como, por ejemplo, Benedict Arnold,
Philippe Pétain o Augusto Pinochet?
En suma, la conmemoración del centenario de la
Decena Trágica ha puesto al descubierto que en nuestra manera de pensar la
historia todavía imperan dos prejuicios que ya sería hora de superar: que como
México no hay dos y que a los villanos no hace falta conocerlos (que no es lo
mismo, por cierto, que reivindicarlos).
-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 18 de febrero de 2013
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