lunes, 25 de febrero de 2013

El lugar de la historia en la conversación pública


¿Cuál es el lugar de la historia en la conversación pública? ¿Qué papel desempeña el conocimiento del pasado en la discusión del día a día? No me refiero a qué tanto participan los historiadores en los espacios de opinión, ni tampoco a qué tan certeras o descocadas son las analogías históricas que a veces se perpetran contra las noticias o los personajes del momento. Me pregunto, más bien, sobre la perspectiva que puede aportar la historia para hacer más inteligible la actualidad.

Porque a veces da la impresión de que en la conversación pública la historia se reduce a la efeméride. De que remitir a un tiempo anterior es una forma de eludir más que de engranar la coyuntura. De que al pasado sólo sabemos representárnoslo como un fardo que nos detiene o un obstáculo que hace falta superar. O de que concebimos la historia como si se tratara de un objeto inanimado, de un trasto viejo sin ninguna utilidad, y no de un laboratorio del que formamos parte, de un proceso vivo en el que está inscrito nuestro propio presente.

Desde noviembre del año pasado circula una revista que apuesta por revertir ese déficit de perspectiva histórica: 20/10 El Mundo Atlántico y la Modernidad Iberoamericana. Se trata de una publicación exuberante, ambiciosa, exigente, improbable, conmovedora, en la que cristaliza un inverosímil pero dichosísimo mestizaje entre el rigor de la investigación académica y la belleza de un libro de gran formato primorosamente ilustrado. Es una locura, una genialidad, una joya.

Si la de las aulas y las bibliotecas suele ser una historia para el saber; y la de los monumentos y los discursos conmemorativos una historia para el poder; la del goce intelectual y estético que hay en las páginas de 20/10 es, sobre todo, una historia para el placer: que deleita por la inteligencia que hay en sus ensayos, por el esplendor que hay en sus imágenes, por el talento que hay en su edición. Y que por esa vía logra cobrar sentido no como pasado de nuestro presente sino como presente de nuestro pasado, es decir, no como antecedente de lo que es sino como actualidad de lo que ha sido.

Con todo, quizás a 20/10 le hace falta explicar con más contundencia las conexiones que unen los temas que toca apenas en su primer número (la ilustración, el comercio, la esclavitud, las revoluciones atlánticas, las transiciones del imperialismo al republicanismo, la modernidad, los derechos, la ciudadanía y las primeras constituciones) con nuestra experiencia presente. No es difícil identificarlas, pero valdría la pena hacerlas más explícitas. Sobre todo pensando en que se necesita crear público y que, como escribió Carmen Martín Gaite, ese es el prodigio más serio de quien publica: “inventar con las palabras que dice, y en el mismo golpe, los oídos que tendrán que oírlas”.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 25 de febrero de 2013

lunes, 18 de febrero de 2013

La Decena Trágica: hábitos historiográficos


El centenario de la Decena Trágica nos ha devuelto a uno de los momentos más dramáticos de la historia patria. Pero, como bien lo apuntó en éstas mismas páginas Rafael Rojas, lo ha hecho a partir de un interesante cambio de perspectiva: “antes que responder por qué cayó Madero, hay que saber cómo cayó”. Y es que, efectivamente, en éstos días buena parte del esfuerzo por conmemorar dicho episodio ha consistido menos en explicar nuevamente las causas que en reconstruir más minuciosamente los hechos.

Sin embargo, en contraste con ese renovado empeño narrativo, la conmemoración de los 100 años de la Decena Trágica ha reproducido dos viejos (malos) hábitos muy característicos de la historiografía mexicana: una enorme dificultad para pensar la historia de México en términos comparativos y una infantil manía de escatimarle a los villanos interés suficiente como para considerarlos dignos de biografiar. Me explico.

Primero. Comúnmente historiamos el experimento maderista (1911-1913) como una de las primeras etapas de la secuencia denominada “Revolución Mexicana”, que comienza en el Porfiriato tardío (~1908) y termina ya sea con la promulgación de la Constitución de 1917, con el ascenso al poder de los sonorenses (~1920-1928), con la fundación del Partido Nacional Revolucionario (1929) o con la expropiación petrolera (1938) –-bien decía François Furet que es más fácil señalar el inicio que el final de una revolución. Ocurre, no obstante, que también podríamos historiar el experimento maderista como un caso inscrito dentro del ciclo de las llamadas “revoluciones democráticas” de principios del siglo XX, que comprende a Rusia (1905-1907), Portugal (1910-1926), China (1911-1913), Irán (1905-1911) y el Imperio Otomano (1908-1909) --es decir, como parte de un fenómeno internacional en el que regímenes democráticos de ímpetu modernizador no lograron consolidarse en el poder y fueron reemplazados o derrocados por otros de tendencia conservadora o incluso reaccionaria. Historias conforme al primer modelo hay decenas; historias conforme al segundo hay, que yo sepa, apenas una (Charles Kurzman, Democracy Denied, 1905-1915: Intellectuals and the Fate of Democracy, Cambridge, Harvard University Press, 2008).

Segundo. Es normal que en las historiografías nacionales prevalezcan las biografías de los próceres. Pero no es normal que a éstas alturas la historiografía mexicana no cuente con una buena biografía del más odioso de nuestros anti-héroes: Victoriano Huerta. ¿O es que el hecho de resultarnos aborrecible le resta trascendencia histórica al personaje? ¿Acaso no dice nada de la historia de México su biografía? ¿Otras historiografías no han sacado provecho de estudiar a traidores como, por ejemplo, Benedict Arnold, Philippe Pétain o Augusto Pinochet?

En suma, la conmemoración del centenario de la Decena Trágica ha puesto al descubierto que en nuestra manera de pensar la historia todavía imperan dos prejuicios que ya sería hora de superar: que como México no hay dos y que a los villanos no hace falta conocerlos (que no es lo mismo, por cierto, que reivindicarlos).

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 18 de febrero de 2013

lunes, 11 de febrero de 2013

Nuestra comunidad imaginada


¿Qué papel desempeñan los medios de comunicación en nuestra vida pública? ¿Cómo afectan la manera en que enfrentamos nuestros problemas, en que nos concebimos como un “nosotros”, en que definimos el significado de un “problema”? ¿Qué clase de país crea la calidad de la información que transmiten, la línea editorial que adoptan, el seguimiento que dan o no dan a una noticia? ¿Qué tipo de nación se forja en nuestras periódicos, nuestra radio, nuestra televisión? 

Hace tiempo Benedict Anderson sostuvo que nada contribuyó tan decisivamente al surgimiento de las conciencias nacionales como la prensa, ese sustituto funcional de los rezos matutinos como espacio para participar día a día en el ritual de imaginarnos integrantes de una misma comunidad: que habla un mismo idioma, que vive en un mismo tiempo, que habita en un mismo lugar y, esto es lo fundamental, que cobra vida en el acto de leer los mismos periódicos. “La ceremonia se lleva a cabo en una silenciosa privacidad, en el cubil del cerebro. Pero cada lector está al tanto de que esa ceremonia la repiten simultáneamente miles (o millones) de otros lectores con respecto a cuya existencia se siente seguro, aunque no tenga ni la menor idea de su identidad. Más aún, la ceremonia se repite incesantemente, en intervalos diarios o incluso dos veces al día, a lo largo del calendario. ¿Es posible concebir una representación más vívida de una comunidad imaginada, histórica y secular? Al mismo tiempo, el lector observa réplicas de su periódico en el vagón del metro, en la barbería, en el barrio, que le confirman una y otra vez que ese mundo imaginado está visiblemente arraigado en la vida cotidiana. La ficción se desliza silenciosa y continuamente en la realidad, creando esa notable confianza de una comunidad anónima tan distintiva de la nación moderna” (traduzco libremente del original en inglés, pero hay traducción al castellano: Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo, México, Fondo de Cultura Económica, 1993).

Me pregunto si seguirá vigente ese papel histórico de la prensa como agente a través del cual se materializa la ficción nacional. Y me refiero no sólo a la posibilidad de que las nuevas tecnologías, al facilitar el acceso a una infinita multiplicidad de contenidos no circunscritos a un ámbito estrictamente nacional, quizás estén redefiniendo las fronteras de lo que cada quien entiende por “nosotros”, la sustancia de los vínculos que constituyen a una comunidad, la geografía de nuestros sentidos de pertenencia. Me refiero, además, a la muy democrática disonancia que existe entre las diferentes representaciones de lo nacional que hay en unos y otros medios. ¿Habita el mismo país mental, digamos, quien se informa a través de La Jornada que quien lo hace a través de Noticieros Televisa? ¿Quien escucha a Carmen Aristegui o quien navega en el portal electrónico de Excélsior? ¿Quien sigue el noticiero de Oscar Mario Beteta o quien lee Proceso?

¿Qué diferencia hace todo ello en nuestra vida pública? ¿En qué sentido es “nuestra”? ¿Quién es “nosotros”? ¿Importa?

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 11 de febrero de 2013 

lunes, 4 de febrero de 2013

Criticar y censurar


El jueves pasado Leo Zuckermann publicó en Excélsior una columna (http://j.mp/XPtk7r) criticando un acto en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México en el que hubo expresiones inequívocas de antisemitismo y negación del holocausto judío. Su alegato, en breve, consistió en cuestionar que una institución educativa financiada con recursos públicos se prestara a la promoción de un discurso carente de cualquier rigor académico y abiertamente discriminador sin que hubiera, todo parece indicar, ningún debate ni cuestionamiento. 

Al día siguiente Ricardo González publicó en Animal Político una respuesta (http://j.mp/UNkCdd) al artículo de Zuckermann. A nombre de ARTICLE19, una organización dedicada a defender el derecho a la libertad de expresión y a combatir la censura, argumentó básicamente tres cosas: 1) que en aras del avance científico toda universidad debe dar cabida a voces que pongan en tela de juicio “verdades que se presentan como absolutas, así como escuelas de pensamiento hegemónicas”; 2) que las leyes contra la negación de hechos históricos inhiben la “producción de conocimiento”; y 3) que toda vez que el diálogo democrático requiere “disenso”, la prohibición de ideas no es la solución.

Aparentemente, no importa que el holocausto judío sea una verdad documentada y no una corriente de pensamiento, que negarlo sea lo contrario de fomentar el conocimiento histórico, o que incitar al odio contra un pueblo sea distinto a tener una diferencia de opiniones. Según la contorsionada lógica del señor González, en este caso la prioridad no era interpelar a quien dijo que “el holocausto fue una gran mentira, si hubieran matado a seis millones de judíos ya tendríamos la suerte de que no hubiera judíos en este planeta” (http://j.mp/WGKrw2), ni tampoco reclamar a quien le puso el micrófono delante y la dejó decirlo con plena impunidad, sino replicar al que protestó en su contra.

En ninguna parte de su texto sostuvo Zuckermann que hubiera que negarle el derecho a la libertad de expresión a nadie. Lo suyo fue ejercer la crítica, no llamar a la censura. La respuesta de González, sin embargo, le reprocha “tratar de censurar”. Y al hacerlo, paradójicamente, se traiciona a sí misma. Porque crítica no equivale, en ningún sentido, a censura. Pero equipararlas puede terminar convirtiéndose en una forma, no por inopinada menos perversa, de censurar a la crítica.

Bien decía Cioran que a veces los hombres sólo saben remediar sus males agravándolos…

Mea culpa
En mi entrega pasada incurrí en una incongruencia. Por un lado insistí en la importancia del debido proceso en el caso de Florence Cassez, pero por el otro pedí que la SFP inhabilitara de inmediato a Sigrid Arzt, comisionada del IFAI, por las acusaciones de conflicto de interés que pesan en su contra. Lo lamento. Y corrijo: los actos por los que se le ha señalado son francamente indignantes, pero Arzt también tiene derecho a que en la investigación y el deslinde de responsabilidades se le siga su debido proceso.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 4 de febrero de 2013