martes, 31 de agosto de 2010

Reductio ad labyrinthus

De entre la generosa colección de fiascos que nos ha regalado el año del Bicentenario, hay uno que ha pasado inadvertido pero que resulta harto significativo. Es un fiasco que no tiene que ver con la desorganización, con el derroche de dineros públicos, ni con la falta de una visión histórica que dé sentido al festejo sino, más bien, con una generalizada insistencia en apelar a los más gastados clichés sobre la “cultura” o la “identidad” del “mexicano” para dar cuenta de cualquier decepción o problema que nos aqueje. 

Tres ejemplos. Primero: sobre las derrotas de equipos mexicanos en torneos internacionales, se ha dicho que ocurren porque “el mexicano no está educado para ser triunfador” (El Universal, 20 de agosto); porque no sabemos perderle “el miedo al éxito” (Crónica, 3 de junio); o porque “aunque nuestros jugadores estén superando momentáneamente sus inseguridades y complejos jugando en clubes de Europa, para la gran mayoría de ellos, cuando llega el momento en el que tienen que mostrar entereza y sacar la casta, se les activa el gen que les recuerda que somos ‘Hijos de la Malinche’” (Milenio, 24 de junio). 

Segundo: en entrevista a propósito de la “doble vida” de Marcial Maciel, Juan Sandoval Iñiguez declara que “todos los demás fundadores de grandes órdenes son santos, o sea, salieron bien. Y el único gran fundador mexicano es este y salió mal. ¿Qué no nos representará a todos nosotros, medios tramposos, medios mañosos, medios dobles? […] Como dice el dicho: ‘lo que tiene la olla, saca la cuchara’. ¿Por qué del pueblo mexicano salió un fundador así? A ver, ¿qué hay en las raíces de nuestro pueblo? […] Desde la Conquista para acá. […] De Hernán Cortés, que era un cristiano no cristiano, desde allá vienen las cosas […] Ser y no ser, eso es lo que ha sido del mexicano. Eso es lo que hay en el fondo de esta conducta” (Noticias MVS, 4 de mayo). 

Tercero: para criticar los excesos de la propia conmemoración bicentenaria, la queja de que “la magnitud de la celebración en ciernes oculta conspicuamente la profundidad de la tristeza y la pobreza del mexicano […] Debe ser grande, estruendosa y suntuosa para compensar al pueblo de su ‘miseria’. La fiesta enmascara la realidad […] Así, al mexicano hay que ponerles máscaras: el mexicano disimula, nos diría [Octavio] Paz” (Eduardo Andere, Reforma, 22 de agosto); o “entiendo que el secretario Lujambio es un hombre muy ocupado, pero quizá éste sería un bueno momento para releer (supongo) El laberinto de la soledad de Octavio Paz: ‘Cualquier pretexto es bueno para interrumpir la marcha del tiempo y celebrar con festejos y ceremonias hombres y acontecimientos. Somos un pueblo ritual […] Nuestra pobreza puede medirse por el número y la suntuosidad de las fiestas populares. Las fiestas son nuestro único lujo’” (Sergio Sarmiento, Reforma, 23 de agosto). 

Somos alérgicos al triunfo porque nos imaginamos como un pueblo derrotado, desde la época de la Conquista lo nuestro ha sido la simulación, nos entregamos al exceso festivo para olvidar nuestra miseria cotidiana. Se trata de “explicaciones” que comparten un mismo afán por remitir a motivos “de fondo” o “ancestrales”; que confunden la historia con la psicología; y que para dotarse de cierto pedigrí intelectual evocan, implícita o explícitamente, ciertos aspectos de la interpretación del pasado mexicano que hace sesenta años consagró a Octavio Paz. 

Son “explicaciones” que no explican nada, porque no hay en ellas ningún mecanismo causal conmensurable, pero a las que volvemos una y otra vez cautivados más por la familiaridad de su imaginería que por el rigor de su lógica. 

Ocurre, sin embargo, que no es lo mismo ser profundo que meterse en un hoyo. 

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 30 de agosto de 2010

lunes, 16 de agosto de 2010

Hablar de otras cosas... y de otra manera

Decía Alejandro González Iñárritu, hace un par de semanas, en una entrevista con los locutores de El Weso: “lo que está pasando es que todos los medios de comunicación están secuestrados por la violencia, por el miedo, por la política, por el tremendismo. Yo creo que debemos crear espacios para hablar de otras cosas que también existen”. Terminada la entrevista los weseros procedieron a mofarse alegremente de él con una tonada que decía “yo no sé por qué hablamos de violencia, yo ya estoy hasta el full, yo no sé por qué no nos damos cuenta que todo es Biutiful” (el título de su nueva película).

Pocos días después Soledad Loaeza, en su columna de La Jornada, rescató la inquietud de González Iñárritu: “la prominencia de la nota roja y de la politiquería en la información y los comentarios en los medios, nos ha empobrecido y ha estrechado la perspectiva desde la que vemos a México y a nosotros mismos […] ¿De veras no tenemos otros temas de conversación?”

Héctor Aguilar Camín, desde las páginas de Milenio, terció: “recuerdo de otras épocas a directores de prensa y jefes de información frotándose las manos ante la posesión noticiosa, en exclusiva, de una desgracia. Me atrevería a decir que ese gesto domina la moral periodística del país y tiñe de negro su opinión pública […] No hay quien arriesgue el descrédito de creer una buena noticia o sostener una idea poco lúgubre del país […] Nos hemos vuelto especialistas no en contar nuestras bendiciones, como manda el dicho inglés, sino en censar nuestros males”.

Es cierto que la conversación pública se nos ha vuelto odiosamente monotemática; que la fascinación de los medios con la violencia no convoca a imaginar un país mejor. Sin embargo, también es cierto que en la práctica del periodismo mexicano todavía suele ser mayor el afán de denuncia que el rigor en la investigación; que para buena parte de nuestra opinión pública el volumen de la queja pesa más que la nitidez de la crítica.

Así, quizás la cuestión consiste no sólo en ampliar el repertorio, sino, además, en modular el registro. Es decir: habría que hablar más de otras cosas, sí, pero también habría que hablar de las cosas de siempre de otra manera. Porque aunque demos espacio a temas menos macabros, no vamos a dejar de hablar de asesinatos, balaceras, extorsiones, atentados, ni secuestros, mientras éstos sigan ocurriendo. Podemos, en todo caso, darlos a conocer sin morbo ni sensacionalismo, reportar al respecto con información puntual y contextualizada, hacer análisis que vayan más allá de echarle la culpa al gobierno, emular los protocolos de comunicación que ante emergencias similares desarrollaron prensas como la española o la colombiana…

En fin, que no se trata de cerrar los ojos sino, más bien, de aprender a mirar de otro modo.

Aviso. A partir de hoy, Conversación pública publicará cada dos semanas.

-- Carlos Bravo Regidor

La Razón, lunes 16 de agosto de 2010.

lunes, 9 de agosto de 2010

Esperando el tercer acto

Hay una rutina, una especie de obra absurda en el teatro de nuestra vida pública, que desde hace algún tiempo se repite con cierta frecuencia. Primer acto: personajes de distintas filiaciones políticas (jefes de bancada, gobernadores, secretarios de Estado, líderes partidistas, profesionales de la opinión, etcétera) coinciden en reconocer la existencia de un problema. Segundo acto: los mismos personajes interpretan ese problema como evidencia de que es necesario revisar tal o cual política, modernizar este o aquel sector, modificar uno u otro marco jurídico; en suma, hacer “los cambios que el país necesita”. Tercer acto: no pasa nada.

Es decir que se elaboran estudios, se celebran reuniones, se pronuncian discursos, se presentan propuestas, se negocian posiciones, se invierten recursos, se generan expectativas y, al final, todo parece quedar igual que como estaba al principio —o, si acaso, en cambios menores que bien a bien no constituyen una solución al problema en cuestión.

Se trata de una rutina que, a fuerza de repetirse una y otra vez, engendra cada vez más impaciencia. Algunas voces en los medios de comunicación han querido explicarla como consecuencia de un “arreglo institucional” que no genera los incentivos adecuados (que no fomenta la cooperación, que no integra mayorías, que no produce resultados); otras, como prueba de que la “clase política” como conjunto no está a la altura de las circunstancias (que carece de visión, de compromiso, de responsabilidad, de voluntad, de liderazgo); y, otras más, como resultado de que múltiples “grupos de interés” (consorcios empresariales, sindicatos del sector público, cárteles del narcotráfico) emplean su capacidad de influencia para impedir reformas que les afecten. De ahí expresiones críticas como “la máquina de lo mismo”, “la generación del fracaso”, o “la captura del Estado”: hijas de distintos diagnósticos pero de una idéntica molestia con la rutina en cuestión.

Ocurre, sin embargo, que ahora son los propios medios de comunicación los que están a punto de sucumbir a esa misma rutina. Primer acto: decenas de periodistas asesinados, desaparecidos o secuestrados; incontables atentados y actos de intimidación o amenaza por parte del crimen organizado; inquietantes expresiones de autocensura. Segundo acto: múltiples reconocimientos de que urge “una reflexión sobre las condiciones en que se realiza el trabajo” (Salvador Camarena); imaginar “protocolos de reacción y comportamiento gremial que garanticen la vida de los periodistas” (Dennise Maerker); hacer “mucha autocrítica” (Ricardo Trotti); establecer “criterios para el tratamiento de la violencia” (Mario Campos); etcétera. Tercer acto: ¿? 

Y es que, como escribió Javier Darío Restrepo hace unos días, en un entorno de violencia como el actual, “la experiencia aconseja […] que entre medios haya colaboración y unidad de políticas informativas, pues no se trata de la usual competencia comercial, sino de la defensa conjunta de una sociedad bajo amenaza”.

--Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 9 de agosto de 2010

lunes, 2 de agosto de 2010

Marx, el PRI y la narrativa de la transición

Decía Marx que cuando a los hombres se les presenta una situación de “crisis revolucionaria”, cuando se disponen a encarar una circunstancia sin precedentes, “es precisamente entonces que conjuran con ansiedad a los espíritus del pasado y toman prestados sus nombres, sus consignas de guerra, su ropaje, para con ese disfraz de vejez venerable y ese lenguaje prestado representar la nueva escena de la historia”. 

La cita viene a cuento porque, dada la probabilidad de que el PRI recupere la Presidencia de la República en el 2012, comienzan a menudear en nuestra conversación pública voces que insinúan una rehabilitación de la narrativa de la transición democrática; que recurren, pues, a una fórmula vieja para tratar de prevenir un fenómeno nuevo.

Denise Dresser, por ejemplo, en su columna del lunes pasado en Reforma: “Sorprendente que haya tan pocos preocupados ante el posible retorno del PRI a Los Pinos. […] Más bien predominan los argumentos justificando un desenlace así como producto de la normalidad democrática […] Pero hay algo en estas posturas que se parece al acomodamiento, a la resignación, a la claudicación. A la política del ‘appeasement’, instrumentada por el primer ministro inglés Neville Chamberlain cuando firmó el Pacto de Munich con Adolf Hitler […] Para México habría pocas cosas peores que allanar —de manera conciliadora— el retorno de la fuerza política responsable de los usos y costumbres que la democracia necesita erradicar. Sería equiparable a dormir con el enemigo y hacerlo voluntariamente”. 

Obviemos lo disparatado de la comparación (véase Godwin, Ley de) y concentrémonos en la idea del PRI como aquello con lo que no cabe procurar ninguna “manera conciliadora”, como sinónimo de lo que hace falta “erradicar”, como “el enemigo”. Se trata de una idea fundamental en la narrativa de la transición: de un recurso intransigentemente democratizador en un contexto autoritario como el de antes, pero de una caracterización profundamente autoritaria en un contexto de competencia democrática como el de hoy.

Durante aquella edad de la inocencia que fueron los años previos a la alternancia, el carácter no democrático del régimen permitía pensar la política en blanco y negro, como una lucha entre el bien (la “oposición”) y el mal (el “partido oficial”). Pero la experiencia posterior a la alternancia impide seguir pensando la política de ese modo: ahora sabemos que los vicios que antes suponíamos patrimonio exclusivo del PRI son prácticas en las que también incurren, cuando tienen acceso al poder, los demás partidos. 

Resucitar la narrativa de la transición, la idea del PRI como encarnación última de todo mal, implica renunciar a hacerse cargo de lo que ha pasado durante los últimos diez o quince años. Es, paradójicamente, una forma de desconocer las condiciones que ubican al PRI en una posición tan propicia para volver a Los Pinos. 

A contrapelo del afán que inspiraba a Marx, en este caso vestirse con los ropajes del ayer no sirve como estrategia para exaltar la imaginación sino, más bien, como coartada para huir de la realidad. 

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 2 de agosto de 2010