domingo, 28 de febrero de 2010

Lo local también existe

Decía en la última entrega que, a pesar de las opiniones que han imperado al respecto, las alianzas entre PAN y PRD encabezadas por candidatos expriístas no representan una gran oportunidad para derrotar al PRI ni tampoco una grave contradicción que atente contra la democracia sino, acaso, una renuncia a la labor de construir partido y lograr una victoria por cuenta propia. Y es que la experiencia indica que las alianzas casi siempre pierden y que cuando ganan su desempeño en el poder es tal que la mayoría de los electores casi siempre vota por el PRI en la siguiente elección.

Con todo, hay un problema adicional en la manera que la llamada “comentocracia” ha dado cuenta de las alianzas. No es sólo lo infundado del optimismo de sus promotores o del pesimismo de sus críticos; es, también, el hecho de que unos y otros interpreten esas alianzas locales exclusivamente en función de sus implicaciones en el ámbito de la política nacional.

Salvador García Soto, por ejemplo, en El Universal: “Peña Nieto ve en las alianzas PAN-PRD un ‘ensayo’; sabe que si funcionan, para 2011, en los comicios por la gubernatura mexiquense, podrían armarle una coalición opositora […] ¿Dónde quedarían las punteras aspiraciones presidenciales de Peña si una alianza de oposición le gana la gubernatura en 2011?”. O Luis Javier Garrido en La Jornada: “el móvil de la actual directiva perredista para aliarse con Calderón y con el PAN es el dinero que les permitiría enquistarse en el partido en 2011 y cerrar el camino a una candidatura de López Obrador en 2012”. O Carlos Marín en Milenio: “Los priístas […] con su característico espíritu de cuerpo, afilan sus cuchillos para cobrarle al PAN su ‘promiscua’ (Beltrones dixit) liviandad, imponiendo en el Congreso las reformas política y fiscal que se les dé la gana”.

El problema es que en esa manera de entender las alianzas la política local no existe: lo que se juega no son los gobiernos de los estados sino las posibilidades de los aspirantes presidenciales, la correlación de fuerzas al interior de los partidos, la agenda del gobierno federal. Es una perspectiva, pues, en la que los resultados electorales importan por lo que significan para la clase política en el centro, no para los ciudadanos que habitan en cada una de esas entidades.

¿Sería mucho pedir a nuestra comentocracia que procure una visión un poco menos “chilangocéntrica” del país; reclamar a los medios de comunicación “nacionales” que den entrada a más voces desde y para los estados; esperar que dejen de hacer, digamos, como si afuera del D.F. todo fuera “Cuautitlán”?

-- Carlos Bravo Regidor
(La Razón, lunes 1 de marzo de 2010)

domingo, 21 de febrero de 2010

Sobre las alianzas

Sobre las alianzas entre el PAN y el PRD se han dicho, fundamentalmente, dos cosas. Por un lado, que se trata de un imperativo pragmático, de un proyecto democratizador cuyo propósito es romper la hegemonía del PRI en los estados que nunca han conocido la alternancia. Por el otro, que se trata no nada más de un engendro ideológico sino de un proyecto antidemocrático cuya finalidad, antes que gobernar, es la derrota del adversario a como dé lugar.

Los que sostienen lo primero ponderan, sobre todo, la necesidad. Denisse Dresser en Reforma: “El PRI viene de regreso sin haberse modernizado, lo cual implica una regresión para la vida política del país […] La única forma de frenar la maquinaria priísta es deteniendo su avance en estados cruciales para la elección presidencial del 2012 […] Aunque es cierto que las diferencias entre el PAN y el PRD son hondas, el objetivo compartido de ‘sacar al PRI de las gubernaturas’ --desde donde compran votos y voluntades-- puede constituir un punto de encuentro desde el cual armar una plataforma de gobierno […] Cuando dos fuerzas pelean por su propia cuenta, todos son conquistados. Para evitar ese desenlace, el PAN y el PRD deberían forjar alianzas para ahuyentar a las alimañas y a las tepocatas que la transición no logró tocar”.

Los que argumentan lo segundo, en cambio, condenan la incongruencia. Mauricio Merino en El Universal: “Quienes defienden las alianzas nos están diciendo que los triunfos del priísmo son invariablemente espurios y que sus gobiernos son siempre caciquiles, corruptos y retrógrados; nos dicen, como conclusión, que no hace falta otra justificación ética o política para combatir al PRI que la sola posibilidad de verlo ganar las elecciones […] El problema de fondo de ese argumento es que, al final, justifica lo mismo que critica: si el PRI carece de todo compromiso con las causas que dice perseguir, la alianza entre el PAN y el PRD tampoco podrá ofrecer gobiernos que vayan más allá del pragmatismo; si el PRI se muestra como una máquina destinada a ganar comicios, la alianza de sus adversarios no puede comprenderse más que como otro aparato electoral equivalente; si el PRI está dispuesto a renunciar a la ética con tal de seguir en el poder, la alianza que busca enfrentarlo no sólo abandonaría la tradición de ambos partidos, sino los valores que definen su identidad política”.

Sin embargo, la experiencia previa con las alianzas no parece ofrecer mucho sustento ni para el optimismo de los apologistas ni para el pesimismo de los detractores. Lo que inspira, en todo caso, es escepticismo.

Y es que de las diez ocasiones anteriores en que PAN y PRD decidieron competir juntos contra el PRI (San Luis Potosí en 1991; Durango y Tamaulipas en 1992; Coahuila y Nayarit en 1999; Chiapas en 2000; Yucatán en 2001; Colima en 2003; Chihuahua y Oaxaca en 2004), apenas en tres (Nayarit, Chiapas y Yucatán) se alzaron con la victoria. En dos de ellas (Nayarit y Chiapas) con candidatos que habían sido priístas toda la vida, que dejaron de serlo sólo cuando no consiguieron que ese partido los nominara a la gubernatura (Antonio Echevarría y Pablo Salazar).

Más aún, en las siguientes elecciones el PRI volvió al poder en dos de esos tres estados (Nayarit en 2005 y Yucatán en 2007). Y no un PRI renovado gracias a la alternancia sino, acaso, rejuvenecido (el de los cetemistas con Nery González, el del cerverismo con Yvonne Ortega). Por si fuera poco, en el tercer estado (Chiapas) sucedió al gobernador de la alianza otro expriísta igual que él (Juan Sabines en 2006), aunque ahora bajo las siglas del PRD.

Este año, de los cinco estados donde se anticipan más probables las alianzas, en cuatro se perfilan candidatos expriístas (José Rosas Aispuro en Durango, Gabino Cué en Oaxaca, Rafael Moreno Valle en Puebla y Mario López Valdez en Sinaloa). Además, hay otro estado (Veracruz) en el que si, bien no parece que vaya a concretarse una alianza, los candidato del PAN y el PRD serán… también expriístas (Miguel Ángel Yunes y Dante Delgado).

Todo lo cual obliga a preguntar: ¿dónde están los cuadros panistas y perredistas formados, durante los últimos veinte años, en los ayuntamientos, las legislaturas locales, en la Cámara de Diputados, en el Senado, en la militancia? ¿No hay entre ellos nadie, ni uno, suficientemente competitivo como para darle batalla al PRI en esos estados? ¿Dónde quedó la labor de organización, de desarrollo político, de hacer partido en esas entidades? ¿A qué se dedican, entonces, las dirigencias locales? ¿De veras no tienen nada mejor que ofrecer a sus electores que reciclados de la cantera y las estructuras priístas?

Sobre las alianzas para las elecciones de julio próximo sólo queda concluir, parafraseando a Luis Cardoza y Aragón, que los tres grandes son dos: el PRI.

-- Carlos Bravo Regidor

(La Razón, lunes 22 de febrero de 2010)

lunes, 15 de febrero de 2010

Malestar en la crítica

En México no estamos acostumbrados a la crítica abierta, directa, franca, con respecto a quienes se dedican, precisamente, a ejercer la crítica. Los intelectuales, los expertos, los periodistas, los profesionales de la opinión, gozan de una especie de fuero mediático que les permite decir lo que sea sin asumir mayores costos, sin que haya el hábito de hacerlos responsables por lo que dicen.

Son raras, rarísimas, las ocasiones en que alguno de nuestros figurones vuelve sobre sus pasos para hacerse cargo de una incongruencia, para corregir algún error o explicar un cambio de opinión. No se trata de un detalle menor sino de un rasgo característico de eso que se ha dado en llamar nuestra “comentocracia”: que casi nadie llama a cuentas a casi nadie más. El resultado es una conversación pública en la que todo vale, en la que reinan la improvisación, la vanidad, la estridencia, la frivolidad. Una conversación pública que como eso, como conversación, a duras penas existe.

Ahí está, por ejemplo, la legión de eufemismos que se emplean todos los días en la prensa para no referirse por su nombre y apellido a personas concretas (“algunos sostienen”, “se ha dicho”, “no faltan quienes aseguran”), como si las ideas a las que se alude de ese modo se hubieran pensado solas. Ahí está, asimismo, la rutina de hacer oídos sordos, de no responder a las críticas cuando las hay, para no dignificarlas ni reconocer como interlocutor (“hay niveles”) a quien las formula. Y ahí están, también, las inagotables variaciones de la falacia ad hominem, es decir, el manido recurso de descalificar personalmente al crítico (insultándolo, imputándole “mala leche”, pretendiendo que sus simpatías o afiliaciones ponen en entredicho la validez de lo que dice) en lugar de rebatir, con argumentos, la crítica en cuestión.

Tan ajena nos resulta la crítica de la crítica que cuando alguien la ejerce explícitamente tendemos a interpretarla como si se tratara de un “ataque”, un “ajuste de cuentas”, una “marcaje personal”, una forma de “intolerancia” o un intento de “censura”. Es decir, como todo menos como crítica: nada más, pero nada menos.

En esa dificultad para admitir que los críticos también son susceptibles de ser criticados, en ese ostensible malestar de la crítica en la crítica, hay un resabio, me parece, de aquella vieja representación autoritaria que por tanto tiempo imperó (¿o impera aún?) en nuestra cultura política: la del intelectual, en su sentido más general, como portavoz de los sentimientos de la nación, como aquella figura sacerdotal que convertía el espacio público en su púlpito particular y, al hacerlo, hablaba más por que para los ciudadanos.

-- Carlos Bravo Regidor
(La Razón, lunes 15 de febrero de 2010)

lunes, 8 de febrero de 2010

Pregunta urgente

La idea de “la oposición” fue una idea políticamente útil durante buena parte de los años ochenta y noventa, cuando la afinidad estratégica entre las distintas oposiciones comenzó a adquirir mayor relevancia que sus diferencias ideológicas. Y es que en aquellas décadas los partidos de oposición compartieron, antes que un programa, la búsqueda de nuevos espacios en los órganos de representación y gobierno. Los unía, pues, un enemigo en común: la hegemonía priísta.

De ahí que el espectro político mexicano se dislocara, entonces, en dos ejes. Un eje, el ideológico, respondía a la distinción tradicional entre izquierda y derecha, misma que en aquel contexto de crisis, ajuste estructural y privatizaciones se refería, básicamente, al modelo económico. Ser de izquierda era preferir la intervención del Estado; ser de derecha, la liberalización de los mercados. El otro eje, el sistémico, respondía a la identificación con el sistema político y la tolerancia al riesgo. Ser pro-sistema era estar más dispuesto a aceptar el carácter autoritario del régimen, en el entendido de que “más vale malo por conocido…”; mientras que ser anti-sistema era querer la democracia, lo que en la práctica significaba derrotar al PRI, en el entendido de que “el que no arriesga…”

La historia de la transición mexicana fue, en ese sentido, la historia de cómo la lógica del voto anti-sistema fue imponiéndose por encima de la del voto ideológico. La victoria de Vicente Fox en las elecciones presidenciales del 2000 fue, así, la victoria de una campaña que supo reconocer y capitalizar, haciéndola suya, esa historia.

Cuando el PRI abandonó Los Pinos el eje sistémico perdió su razón de ser y el eje ideológico se reconfiguró para adquirir un renovado predominio que alcanzó su apogeo durante la elección presidencial del 2006.

No obstante, luego de la victoria de Felipe Calderón, ciertos sectores en la izquierda (encabezados por Andrés Manuel López Obrador) han buscado revivir el eje sistémico poniendo en duda el significado de la elección del 2000, es decir, relativizando o de plano negando que se haya tratado de una elección de cambio de régimen. Esa estrategia tiene a su favor el hecho, entre otros, de que la narrativa de la transición sembró muchas expectativas pero cosechó aún más desencantos.

Ocurre, sin embargo, que ni esos empeños por poner en entredicho el cambio de régimen, trazando una línea de continuidad entre los gobiernos priístas y los panistas, ni el cada vez más generalizado desencanto con la democracia, han logrado desplazar al electorado hacia la izquierda. Todo indica, más bien, que las preferencias están gravitando hacia el PRI.

He aquí una pregunta urgente para estudiosos de la opinión pública y el comportamiento electoral: ¿por qué?

-- Carlos Bravo Regidor

(La Razón, lunes 8 de febrero de 2010)