lunes, 31 de agosto de 2009

Inercias

Escribe Jesús Silva-Herzog Márquez, en su columna del lunes pasado en Reforma, que el nuestro es un pluralismo sin calado, epidérmico: “los votos castigan y premian […] pero debajo de ese flujo de recompensas y escarmientos se solidifica un extensísimo territorio inmutable. Bajo la sociedad abierta de los votos, la sociedad cerrada de los intereses petrificados”.  

Escribe Héctor Aguilar Camín, en su columna del miércoles en Milenio, que el Presidente Calderón no parece dispuesto ni a la menor audacia: “percibo, como muchos, una indefinición del gobierno sobre el horizonte de debilidad en que lo dejan los resultados electorales de julio. Percibo también síntomas de un enconchamiento defensivo en la trinchera reforzada de los leales”. 

Y escribe Luis F. Aguilar, en su columna del mismo miércoles en Reforma, que nuestra sobredosis cotidiana de “malas noticias y opiniones calamitosas” comienza a producir una rutina perversa: “la costumbre de pensar que la realidad del país es así y no puede ser de otra manera y la costumbre de volvernos distantes e indiferentes” ante ella.            

He ahí, en tres trazos, la narrativa más acabada de nuestro presente. Un presente que hemos convenido relatar en función de inercias: las de los intereses intocables (monopolios, televisoras, partidos, sindicatos), las de un gobierno impotente (porque no tiene mayoría en el Congreso, porque las finanzas públicas están colapsadas, por el estilo personal de gobernar en turno) y las de una sociedad derrotada por tantos problemas (pobreza, crimen organizado, desempleo, corrupción, influenza, etc.).          

Se trata de un relato en el que las inercias se refuerzan entre sí, no sólo para que todo se conserve como está sino, además, para que no nos quede más que resignarnos. Porque los “costos” son demasiado altos, porque no existen las “condiciones” o los “incentivos”, por que falta el “liderazgo” o el “proyecto de naciión”, porque la “cultura política”... en fin, porque aparentemente no hay fuerza que pueda alterar el estado de cosas.          

Sospecho, sin embargo, que la inercia está sobre todo en esa manera de interpretar nuestra circunstancia. En la perspectiva desde la que miramos al país, en la impaciencia de que no sea lo que quisiéramos, en la frustración que nos provoca lo que es. ¿Hay mayor inercia que la de contarnos nuestra historia como la de una desesperante colección de inercias?   

Y es que, para decirlo a la manera de Fidel Velázquez (que algo sabía al respecto), llevamos doscientos años diciéndonos que las cosas no pueden seguir así.         

-- Carlos Bravo Regidor 
(La Razón, Lunes 31 de Agosto de 2009)   

lunes, 24 de agosto de 2009

Profesionales de la opinión

Una de las consecuencias más visibles de la “transición” en nuestros medios de comunicación ha sido el surgimiento de un nuevo tipo de figura pública: el profesional de la opinión.

Se trata de una figura híbrida, un tanto camaleónica, en la que se reúnen la solemnidad de una autoridad clerical (que pontifica desde el púlpito del deber ser), el prestigio de un intelectual moderno (que acusa, que denuncia, que le dice sus verdades al poder) y la ubicuidad de la popularidad mediática (que les da la fama por la fama misma). Es una figura que conjuga, en suma, algo de sacerdote, algo de agitador y algo de celebridad. 

Algunos provienen de la academia, aunque entre más éxito cosechan en el oficio de opinar menos suelen ejercer la investigación y la docencia. Otros se formaron en la propia prensa, eran reporteros o redactores o corresponsales que crecieron hasta volverse, digamos, periodistas de altos vuelos. Y otros más han gravitado en la intersección de la política y los negocios, ya sea porque fueron funcionarios o asesores, ya porque tienen sus consultorías, ya porque conocen a quien hay que conocer.  

Como sea, están en todos los medios (radio, periódicos, televisión, revistas, internet), incluso varias veces a la semana. La profesión les exige estar al día, aprender a pensar de botepronto, mucha improvisación y hartas tablas.

En ocasiones, no deja de sorprender su capacidad para decir cosas interesantes sobre temas que parecen aburridísimos, para hacer análisis muy lúcidos o críticas certeras. Pero en otras ocasiones, no deja de decepcionar que no tengan nada que aportar, que su opinión sea tan poco original o que de plano repitan lo que ya han dicho en otro lado u otras veces. Cuando lo primero, se les notan la destreza de pensamiento, el buen juicio y la agilidad verbal. Cuando lo segundo, sin embargo, también se les nota que no tienen tanta idea de lo que hablan, que creen que el público no se da cuenta o que simplemente no se cansan de escucharse a sí mismos.     

Su ascenso sobrevino durante los años noventa, su auge ocurre en la década que está por terminar. En cierto sentido, son heraldos de la incertidumbre, voces que supieron multiplicarse en tiempos de crisis, de cambio, de esperanzas y desilusión.  

Tengo la impresión, no obstante, de que comienzan a perder el lustre que tuvieron: que su nicho ya se saturó, que ya no se les toma tan en serio, que la  figura como la hemos conocido ya no tiene mucho más que dar. Será que las condiciones ambiente que les permitieron desarrollarse ya no son lo que eran, que la autocomplacencia les está ganando, que la creatividad se les acaba, o que la serpiente se les desencantó. 

--Carlos Bravo Regidor (La Razón, Lunes 24 de Agosto de 2009)

domingo, 16 de agosto de 2009

Metamorfosis

La metamorfosis de los medios de comunicación ha sido uno de los espectáculos más agridulces de los últimos años en México.

Hoy hay más apertura, más competencia, más denuncia. La censura ya no es, ya no puede ser, lo que era; la batalla por ganar la nota, por atraer auditorio y anunciantes, no tiene tregua; y la libertad de expresión se ejerce como nunca antes. 

Pero hay, también, poca ecuanimidad, más sensacionalismo y mucha impunidad. Los comunicadores editorializan constantemente; el morbo y la estridencia, típicos de la peor prensa amarilla, son cada vez menos la excepción y más la regla; y en el ámbito de la opinión todo vale.          

Varios vicios del viejo periodismo mexicano (los trascendidos, la “declaracionitis”, las gacetillas) encontraron acomodo junto con los nuevos (la imposición de vetos, el desacato de normas, la fabricación de figuras a modo), mientras ciertas virtudes de una prensa democrática (el manejo escrupuloso de las fuentes, el rigor investigativo, el compromiso con el público) no acaban de desarrollarse en nuestros medios. 

Ciertamente, no todos son iguales. Hay líneas editoriales, hay estilos, hay diversidad. El menú es más o menos amplio, pero esa variedad no oculta el hecho de que el grueso de la participación del mercado se concentra en muy pocas manos ni de que no haya un solo medio de alcance nacional que ofrezca una perspectiva del país que no sea, en el fondo, la de la Ciudad de México.      

Nos hemos acostumbrado a tener medios muy alertas, muy exigentes, muy críticos de lo que hacen o dejan de hacer las autoridades. No nos hemos hecho a la costumbre, sin embargo, de estar tan alertas, de ser tan exigentes ni tan críticos con lo que hacen o dejan de hacer los medios.          

Aunque hay expertos, organizaciones civiles, observatorios y revistas especializadas que llevan ya tiempo haciendo esa labor, digamos, de vigilar a los vigilantes, los medios en general no se han mostrado particularmente dispuestos a admitir que su trabajo también es susceptible de ser fiscalizado bajo la lupa de sus propios métodos.         

Así, es el caso que todavía se apela a consideraciones mercantiles para relativizar la discusión sobre la responsabilidad de los medios, que se desdeñan los imperativos éticos como rollo moralista, que se rechaza cualquier tentativa de regulación como una amenaza a la libertad. 

Hay nuevos espacios, nuevas voces, nuevos formatos, pero ¿hay un nuevo periodismo? Tenemos una idea muy hecha, obvia, del tipo de relación que no queremos entre medios y poder público, pero ¿tenemos una idea clara sobre el tipo de relación que queremos entre medios y sociedad?


--Carlos Bravo Regidor
(La Razón, Lunes 17 de Agosto de 2009)

lunes, 10 de agosto de 2009

De incompetentes y sabelotodos

De vez en cuando, luego de leer columnas de opinión, de escuchar a algún comentarista o ver un programa de debate (aunque debate no haya mucho pues todos parecen estar de acuerdo en que México atraviesa por una fase de transición a la hecatombe), uno corre el riesgo de quedarse con la impresión de que quienes nos gobiernan nunca saben hacer nada y quienes no nos gobiernan, desde los medios, siempre saben lo que se debería de hacer. Es como si al país todo le saliera mal salvo la autoflagelación.     
     
Se trata de una impresión un tanto esquizofrénica pero muy elocuente, que dice mucho del desdén ante la complejidad que a veces impera en nuestra conversación pública.          

Hace unos días, por ejemplo, dos analistas discutían en la radio el tema del “rentismo”, ese comportamiento mediante el cual ciertos grupos se organizan para obtener beneficios particulares (rentas) sin agregar valor al conjunto de la economía, es decir, para hacer más grande su rebanada del pastel sin hacer el pastel más grande. Discutían, específicamente, los casos del monopolio de PEMEX, de la falta de competencia en el sector telecomunicaciones y de los privilegios que detenta el sindicato de maestros.

Uno repetía, convencido, que la solución era “más mercado y menos Estado” (como si no hubiera rentismo en el sector privado). El otro, que acabó cayendo en la trampa de admitir el planteamiento en esos términos, respondió algo así como que tras nuestra experiencia con el modelo neoliberal “ya nadie se cree el cuento” de las virtudes de la privatización y que no tiene caso seguir insistiendo en “ese tipo de reformas estructurales que nomás no van a pasar”. El primero, entonces, replicó muy orondo: “el hecho de que no vayan a pasar no quiere decir que no sean la solución”.

Es difícil imaginar una conclusión más vana, que renuncie tan olímpicamente a hacerse cargo de la realidad: de la multiplicidad de intereses en pugna; de las restricciones que impone un arreglo de poderes compartidos; de las dificultades y costos que implican las decisiones públicas.

No me refiero a los méritos o defectos del argumento sino a la manera de argumentar. “Que no vayan a pasar no quiere decir que no sean la solución”. La frase es de lo más sintomático. Ubica al que la pronuncia por encima de cualquier consideración práctica y a quien tiene que lidiar con lo práctico lo condena, de antemano, a ser parte del problema –por transigir con ese molesto obstáculo, la realidad, que le impide a la solución “pasar”.

Quizás cabría imaginar una modesta prueba para evitar que nuestras discusiones se reduzcan a esa lógica de sabelotodos contra incompetentes: si una solución, la que sea, no “pasa”, no es solución porque no resuelve nada. 

--Carlos Bravo Regidor
(La Razón, Lunes 10 de Agosto de 2008) 

Nota: Por un error de comunicación, en el periódico apareció una versión distinta (preliminar) del final de este artículo. Aquí aparece la versión definitiva. Una disculpa.    

lunes, 3 de agosto de 2009

Cómo vive la otra mitad

Hace dos semanas nos enteramos de que, según los resultados de la última Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares (ENIGH), entre 2006 y 2008 el porcentaje de mexicanos “en condición de pobreza” pasó del 42.6 al 47.5 por ciento. 

Es decir, que en ese periodo hubo seis millones más de personas que “no contaban con un ingreso suficiente para satisfacer sus necesidades de salud, de educación, de alimentación, de vivienda, de vestido y de transporte público, aun si dedicaran la totalidad de sus recursos económicos a ese propósito”.

El asunto mereció las ocho columnas, el viernes 17 de julio, en un par de diarios: “Empobrecen… los pobres” (Reforma) y “El INEGI reporta más desigualdad” (El Universal). Al día siguiente, sábado 18, prácticamente todos los diarios dedicaron su nota principal al “caso Martí”. El domingo 19 el aumento de la pobreza volvió a las ocho columnas en dos diarios: “Rebasados, programas antipobreza” (El Universal) y “Sobrevive la mitad de los mexicanos con mil 900 pesos al mes” (La Jornada). El lunes 20, las principales notas fueron el “caso Martí”, las disputas internas en el PRD, la guerra contra el narcotráfico, la alianza legislativa del PRI y el Verde, etcétera. Finalmente, el martes 21 apareció la última nota de ocho columnas sobre el tema: “Hay más pobres, pero los programas van bien” (La Jornada). El resto de la semana los titulares se ocuparon de las disputas internas en el PAN, de la nueva refinería, de la CNDH y la SEDENA, de los rebrotes de influenza, en fin, de otras cosas.

En algunas columnas de opinión y programas de debate se comentaron las cifras. Buena parte de esas intervenciones, sin embargo, osciló entre cuestiones técnicas (cómo se mide la pobreza, cómo está focalizada la política social) y lugares comunes (que si es un problema de “mentalidad”, que si está en riesgo la estabilidad social, que si no hay que darles un pescado sino blablablá). Abundaron las entrevistas a expertos, los aspavientos retóricos y las explicaciones para salir al paso.

Escasearon, en cambio, los trabajos propiamente periodísticos al respecto. Que contaran las historias, que mostraran las imágenes, que tradujeran el significado de esos números al lenguaje de la experiencia cotidiana. Que dijeran lo que son el hambre, la precariedad y las carencias en primera persona. Que relataran, pues, cómo vive ese 47.5 por ciento. 

Hizo falta, hace falta, un periodismo que le dé visibilidad a eso que no queremos ver. Un periodismo que sepa mirar la pobreza como quien mira un espejo.  

--Carlos Bravo Regidor 
(La Razón, Lunes 3 de Agosto de 2009)