lunes, 31 de enero de 2011

La "guerra" en el discurso presidencial

El pasado 12 de enero, durante los Diálogos por la Seguridad, el Presidente Calderón dijo que él no ha usado el concepto de “guerra” para denominar lo que llamó “lucha contra el crimen organizado y lucha por la seguridad pública”. Más aún, invitó a que se revisaran sus expresiones al respecto. Yo me he tomado la molestia de hacerlo. El resultado de mi pesquisa puede consultarse en el blog de la revista Nexos (http://bit.ly/hAkixG): más de medio centenar de discursos en los que el Presidente utiliza la palabra “guerra” para referirse a nuestra actualidad.

Lo interesante de revisar dichos discursos, sin embargo, no es constatar que Felipe Calderón sí ha utilizado el concepto de “guerra” (y muchas veces) a lo largo de su sexenio. Eso, para cualquiera que haya prestado un mínimo de atención a las noticias durante los últimos cuatro años, es una franca obviedad. Que el Presidente pretenda que nunca dijo lo que sabemos que dijo no pasa de ser una típica argucia de político en aprietos, un gaje de su oficio, a lo más una anécdota ligeramente bochornosa.

Lo interesante, más bien, es percatarse de las continuidades y los cambios a través del tiempo en el discurso presidencial con respecto a la “guerra”. Me ocupo, apenas, de los principales.

Por un lado, la continuidad más importante está en la identificación del enemigo: ¿contra quién es la “guerra”? La inmensa mayoría de las veces, desde el principio del sexenio hasta ahora, el enemigo es “la delincuencia” o “el crimen organizado”. Las únicas ocasiones en que el Presidente utiliza la frase “guerra contra el narcotráfico” o “guerra contra las drogas” lo hace para precisar que el tráfico de drogas como tal es sólo una parte, y ni siquiera la más importante, de la amenaza en cuestión; o que esa es una frase que no propuso el gobierno mexicano sino una traducción de la que se acuñó en Estados Unidos durante la administración de Nixon (“war on drugs”).

Por el otro lado, los cambios más significativos están en la definición del problema: ¿qué es la “guerra”? Entre fines del 2006 y fines del 2007 la “guerra” es algo en lo que el gobierno trabaja frontal y decididamente; que se gana con el apoyo de la sociedad, con la participación y el compromiso de todos; en lo que falta mucho por hacer y que exige redoblar esfuerzos; un proyecto de largo plazo que costará muchos recursos y vidas humanas.

De fines del 2007 a mediados del 2009, la “guerra” es algo en lo que el gobierno no da ni tregua ni cuartel; que se gana con tecnología de punta, con inteligencia, con estrategias conjuntas y políticas de prevención; para lo que hacen falta reformas y la depuración de las policías; por lo que ofrendan su vida las fuerzas armadas; algo cuyo frente principal se ubica en el nivel local; un asunto de seguridad nacional que representa el reto más grande de la presente generación.

Entre mediados de 2009 y principios de 2010 hay un silencio de poco más de siete meses en los que el Presidente no recurre ni una sola vez al término “guerra”. Parece un momento, digamos, de retraimiento retórico, quizás de análisis y evaluación, tras lo cual el Presidente renuncia definitivamente a la idea de la “guerra” como algo que el gobierno hace, algo que declara y a lo que se dedica.

Desde principios de 2010 a la fecha, la “guerra” es, entonces, algo que pelean entre sí las organizaciones del crimen organizado, ya sea de manera intestina o contra sus adversarios; es algo en lo que los delincuentes se desgastan, que se recrudece tras la captura de uno u otro capo, que se vuelve más cruento por la disputa de territorios, mercados y rutas; ya no es algo que el gobierno haya emprendido por iniciativa propia sino algo que hacen los delincuentes y a lo que el gobierno simplemente responde.

Abreviando: en el discurso del Presidente el enemigo ha sido siempre el mismo pero la “guerra”, por el contrario, no ha dejado de cambiar.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 31 de enero de 2011

lunes, 17 de enero de 2011

Los datos de Escalante: preguntas a contrapelo

Desde hace poco más de un año Fernando Escalante se ha dado a la tarea de armar una base de datos, a partir del registro de las actas de defunción en el INEGI, sobre los homicidios en México durante las últimas dos décadas. El resultado han sido tres ensayos espléndidos en la revista Nexos que, no exagero, han marcado un antes y un después en nuestra discusión sobre la violencia.

Resumo sus principales hallazgos. Primero, que entre 1990 y 2007 la violencia, medida en función del número de homicidios por cada cien mil habitantes, experimentó una caída constante y significativa: mientras que en 1992 la tasa nacional ascendió a 19.7, en 2007 apenas alcanzó los 8. Segundo, que en ese descenso hubo una contrastante diferenciación territorial de la violencia: una pronunciada tendencia a la baja en localidades rurales relativamente pequeñas del centro y el sur del país; una tendencia inestable pero con tasas mayores a la nacional en las ciudades de la frontera norte; y una tendencia al alza en dos regiones de alta marginalidad, escasamente pobladas y mal comunicadas, a saber, la cuenca occidental del Río Balsas (entre Guerrero y Michoacán) y el llamado “triángulo dorado” (la zona limítrofe entre Sonora, Chihuahua y Durango). Tercero, que en 2008 y 2009 hubo un salto dramático en la tasa nacional, de apenas 8 en 2007 a 18.4 en 2009, y que ese salto parece guardar una significativa correlación con los “operativos conjuntos” en Baja California, Chihuahua, Durango, Guerrero, Michoacán, Nuevo León, Sinaloa y Tamaulipas. 

Los datos de Escalante (que son los del INEGI) han dado mucho de qué hablar en los últimos meses, aportando un fundamento empírico indispensable a una conversación pública en la que suelen abundar los “guitarrazos” (Javier Aparicio dixit). En este sentido, es perfectamente entendible que en el consumo mediático de esos datos haya predominado un imperativo de inmediatez, una genuina urgencia por encontrar en ellos algún norte que ayude a entender nuestra furiosa actualidad. Ocurre, no obstante, que los datos de Escalante también son susceptibles de ser interpretados de otra manera; una manera, digamos, a contrapelo del presente. 

Veamos. La tendencia nacional de 1992 a 2007 dice que, efectivamente, México avanzaba en una ruta de pacificación. Por eso el salto en sentido contrario de 2008 y 2009 resulta tan catastrófico: porque significa que perdimos en dos años lo que habíamos ganado en quince. Sin embargo, la tasa nacional de homicidios de 2009 (18.4) sigue siendo menor a la de 1992 (19.7) y 1993 (18.7) y apenas mayor a la de 1991 (18.3) y 1994 (18.1). Si los niveles de violencia de 2009 nos parecen tan escandalosos, ¿por qué no nos lo parecen los niveles de 1990 a 1995 –que fueron, en promedio (18.4), iguales a los de 2009?

Para 2009 contamos con algunas explicaciones de las tasas de homicidios en las regiones más violentas de Baja California (48.3), Chihuahua (108.5), Durango (66.6), Guerrero (59), Michoacán (23.6), Sinaloa (53.4) o Sonora (22.9): las disputas por las plazas, los rompimientos entre bandas, el surgimiento de nuevos cárteles, la guerra contra el narcotráfico, el contrabando de armas desde Estados Unidos, etcétera. Pero ¿sabemos cómo dar cuenta de los niveles de violencia de 1990 en el Estado de México (35.2); de 1992 en Colima (27.2), Durango (43.9), Guerrero (58.3) o Michoacán (38.2); de 1993 en Morelos (38.1) u Oaxaca (42.5); de 1994 en Quintana Roo (25.2)? 

Más aún, si comparamos 1992 —el año más violento, en términos nacionales, de todo el periodo que cubre el análisis de Escalante— con los quince años que lo precedieron, resulta que su tasa (19.7) no es tan excepcional. Hay uno igual: 1985 (19.7); dos un poco más altos: 1986 (20.5) y 1987 (19.9); y otros tres ligeramente menores: 1977 (19.1), 1982 (18.8) y 1988 (18.8). De hecho, la tasa promedio de 1980 a 1989 (18.8) es mayor… ¡que la tasa de 2009 (18.4)! ¿Qué estaba pasando en México en la década de los ochenta, de dónde sale esa proporción de homicidios?

Finalmente, Escalante concluye proponiendo dos conjeturas. La primera es que las policías locales poco a poco dejaron de cumplir su papel tradicional como intermediarias en la “negociación de la ilegalidad”, es decir, perdieron su capacidad de usar la amenaza de la fuerza como recurso para gestionar más o menos ordenadamente la desobediencia de la ley. La segunda es que la intervención de las fuerzas federales a partir de 2007, motivada por ese debilitamiento de las policías municipales, terminó de romper lo que todavía quedaba de ese “viejo sistema de intermediación” –creando un vacío en el que la violencia desplazó a la corrupción. Ahora bien, de ser así, ¿cómo explicar que las tasas de homicidios veinte años anteriores a dicha “crisis del orden local” estén en los mismos rangos que las tasas posteriores? ¿En qué sentido “funcionaba bien” ese viejo orden? ¿Y en qué había cambiado entre 1992 y 2007?


-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 17 de enero de 2011


Coda. Fernando Escalante retoma la conversación en su artículo de hoy: "Muertos que no hacen ruido".

lunes, 3 de enero de 2011

Brasil y México: su narrativa y la nuestra

Hubo a principios de diciembre pasado, en las páginas de Milenio, un interesante intercambio entre Héctor Aguilar Camín y Ciro Gómez Leyva. El tema fue una comparación que propuso el primero entre Río de Janeiro y México: durante los últimos años los niveles de violencia en Río han sido, proporcionalmente, doce veces mayores que los de México; sin embargo, los brasileños han sabido vender la imagen de una ciudad deslumbrante, festiva, triunfal; mientras que los mexicanos hemos abrazado la imagen de un país inseguro, violento, vencido. “Repártanse las culpas como se quiera”, remataba Aguilar Camín, “colectivamente nos portamos en esto como unos tontos”.

Gómez Leyva replicó con una ráfaga de preguntas más airadas que airosas: “¿Por qué hemos sido tan tontos? […] ¿Los secuestros y las extorsiones, que proliferan, se suavizan con genios del marketing, o se pueden meter debajo de la alfombra con un acuerdo de recato informativo? ¿Qué es Tamaulipas en esta tontería? ¿Qué es la vida cotidiana, más allá de los números, en Ciudad Juárez y Gómez Palacio? ¿Monterrey y Michoacán son exageraciones periodísticas, inmoralidades mediáticas, pésimas campañas de difusión? ¿Cómo se corrige nuestra asnada, Héctor?”

Aguilar Camín respondió entonces que hemos sido tontos por regodearnos en la violencia, por perder el sentido de la perspectiva, porque la prensa ha convertido la hipérbole en género informativo: “Decimos la verdad hecho por hecho pero la imagen acumulada de lo dicho es falsa, o tan desbalanceada que se parece más a una mentira que a una verdad”. En los medios haríamos bien, concluyó, en admitir cada quien “nuestra responsabilidad, la que nos toque, en la descripción del camello”.

Gómez Leyva, primero, se fue por la tangente: “Puede ser, pero ¿qué pasa cuando el hecho es falso en sí? Ahí es donde creo que se da el naufragio: no en las imágenes acumuladas, sino en el mal registro de los hechos, que lleva a la consiguiente presentación de un hecho falso o desbalanceado”. Después, se fue de vacaciones: “Cuando uno toca una de estas partes de México tiene que darle la razón (a Aguilar Camín). Hay un país abatido, por donde pasó el diablo y sopló. Pero hay otro que bulle, con presente y futuro. La Riviera Nayarit parece un ejemplo perfecto de lo segundo”.

Jaime López Aranda terció, en Animal Político, retomando la comparación inicial y sugiriendo que la diferencia responde, en el fondo, menos a la irresponsabilidad de los medios que a las distintas estrategias de comunicación de cada gobierno: mientras el de Lula Da Silva supo proponer una narrativa “de reforma y modernización” para “contar la historia del ‘éxito brasileño’”; el de Felipe Calderón adoptó, en cambio, una narrativa de “estado de emergencia” que enfatizó “la amenaza real, potencial e imaginaria” del crimen organizado.

Retomo la conversación donde la deja López Aranda para añadir dos matices.

El primero es que los medios brasileños no son ni más ni menos sensacionalistas que los mexicanos, ni más ni menos propicios a convertir la violencia en reality show. Más aún, la imagen que transmiten de Brasil, y sobre todo de Río de Janeiro, no es la de una Cidade Maravilhosa sino, muy por el contrario, la de una ciudad problema: segregada, anárquica, violenta. La buena imagen internacional que hoy tiene Brasil no es gracias sino a pesar de sus medios.

El segundo es que, efectivamente, la narrativa ha sido uno de los flancos débiles del gobierno de Calderón, aunque no tanto por el contraste con el caso brasileño (que tiene lo suyo, insisto, de engañabobos) sino, más bien, por sus contradicciones internas. Por un lado, insiste en hacer de “la guerra” el eje del sexenio: moviliza tropas, captura capos, decomisa drogas, responsabiliza a Estados Unidos por sus niveles de consumo o por el contrabando de armas, culpa a la oposición por escatimarle apoyos, convoca una y otra vez a la unidad para cerrarle el paso a la delincuencia. Pero, por el otro lado, repite constantemente que el país está en calma: que no hay que tener miedo, que vamos por buen camino, que los medios exageran la violencia, que existe un problema de percepción, que la inseguridad no afecta la actividad económica, que las autoridades están en pleno control del territorio. El resultado es un relato sin claridad, inestable, a un tiempo voluble y obstinado, que termina generando más incertidumbre que credibilidad.

El problema, pues, no es que la nuestra sea una narrativa “de emergencia” o “de éxito”. Es que es una narrativa esquizofrénica.



-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 3 de enero de 2011