lunes, 27 de septiembre de 2010

Tres bicentenarios

El 2010 ha sido, en cierto sentido, el año de los historiadores: conferencias, programas, libros, entrevistas, premios, documentales, artículos, cursos, becas… en fin, reflectores y plata. Pero, en otro sentido, también ha sido lo contrario: pocas veces había sido más tangible, más estridente, la irrelevancia del conocimiento histórico que producen los especialistas frente a los pasados imaginarios que conmemoran las autoridades o a las intervenciones sobre temas históricos que menudean en la conversación pública.

Asistimos, pues, no a uno sino a tres bicentenarios.

El primero sería el bicentenario del saber, es decir, el de los historiadores profesionales. Se trata de un bicentenario en el que parece despuntar un nuevo consenso académico según el cual la “independencia nacional” no fue resultado de una guerra de “independencia” ni un fenómeno estrictamente “nacional”, sino la consecuencia imprevista de una crisis de la monarquía hispánica que adquirió proporciones transcontinentales y terminó propiciando múltiples guerras civiles en los territorios americanos que todavía no eran, ni tenían por qué ser, naciones en el sentido moderno de la palabra. (Para una diestra síntesis de la vasta producción historiográfica que sustenta esta reinterpretación véase el reciente libro de Tomás Pérez Vejo,
Elegía Criolla).

El segundo sería el bicentenario del poder: comisiones, presupuesto, discursos, ceremonias, monumentos, guardias de honor, días de asueto, parafernalia, desfiles… en fin, la política de las fiestas patrias. Es un bicentenario que no ha querido o no ha podido renovar el sentido de ese pasado al que pretende rendir homenaje; un pasado que sigue atrapado en las acartonadas inercias de una mitología nacionalista empeñada en relatarlo independentista y mexicanísimo desde el primer día –como los dramaturgos ingenuos que, ironizaba Ortega, hacen que sus héroes se despidan diciendo “¡me voy a la guerra de los Treinta Años!”.

Y el tercero, finalmente, sería el bicentenario del joder: de la duda, de la crítica, de la irreverencia, del mal humor, de la impertinencia. Un bicentenario poco propositivo pero muy plural, en el que lo mismo caben el reproche de Gabriel Zaid contra “los asesinos que nos dieron patria”; variopintos revisionismos contra la “historia de bronce”; el macabro humor de Luis Estrada cuya película,
El Infierno, se promueve con el eslogan “México 2010. Nada que celebrar”; la habitual acrimonia de La Jornada o Proceso; o incluso el faux pas diplomático de Hillary Clinton, quien un día tuvo a bien declarar que la narcoviolencia en México alcanza cada vez más “niveles de insurgencia” y al día siguiente nos deseo “Happy Bicentennial, Mexico!”

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 27 de septiembre de 2010

lunes, 13 de septiembre de 2010

Volver

Vuelvo a la ciudad de México tras siete años de vivir en Chicago. Me atrapan, implacables, estos versos entrecortados de Urbina: “Volveré a la ciudad que yo más quiero / después de tanta desventura; pero / ya seré en mi ciudad un extranjero […] Y en esa soledad, que reverencio / en la muda tragedia que presencio / dialogaré con todo en el silencio […] Iré como un sonámbulo: abstraído / en la contemplación de lo que ha sido / desde la cima en que me hundió el olvido”. 

Es como si todo estuviera (casi) igual pero (casi) nada fuera ya lo mismo. 

Cuando me fui las primeras planas de los periódicos rezaban “Reconoce Fox ineficacias y desaliento social”, “¡No les tengo miedo!: Elba Esther”, “Dan a los diputados un bono final de hasta 288 mil pesos”, “Descubren pruebas de tortura policiaca”, “Para Presidente, Carlos Slim, De la Fuente o yo: Castañeda”, “Pactan alianza contra el hampa”. Ahora que vuelvo afirman cosas como “Comparto la insatisfacción: el Presidente”, “A Lujambio le vale la educación: Elba”, “Crimen cuesta al país 154 mil mdp”, “Ejército admite error en muerte de civiles en NL”, “Alianzas amenazan la democracia: Peña Nieto”, “El secuestro se triplicó en el país en 5 años”. 

Puestas así, unas contra otras, no sé si dicen que en vano ha pasado el tiempo, que el tiempo no pasa en vano, o qué vano es valorar el paso del tiempo comparando primeras planas. 

Cuando me fui no había segundos pisos en Periférico, vialidades reversibles, ni Metrobús en Insurgentes. Pero ahora que vuelvo no es menos lo que tardo en ir a Cuajimalpa, a Tlalpan, a Cuahutémoc. Encuentro una ciudad que es no sólo “la demasiada gente” sino los demasiados coches, los demasiados anuncios, el demasiado cemento, la demasiada riqueza, la demasiada miseria… 

Lo de siempre, lo que nunca. 

Y las calles, los rostros, el habla, los sabores, el ruido, los parques, el color: de algún modo lo familiar no se cansa de hacerme extraños y lo extraño de resultrame vagamente familiar. Quizás ocurre que yo ya no soy el que se fue y la ciudad ya no es la que era, que ahora nos encontramos como dos viejos conocidos desconociéndose, tantos años mediante, por primera vez. 

Mas en este extrañamiento, en este dichoso naufragio que es aprender a ver mi ciudad con los ojos de un forastero, tropiezo con unos versos de Borges que sin querer me ubican: “aquí el incierto ayer y el hoy distinto / me han deparado los comunes casos / de toda suerte humana, aquí mis pasos / urden su incalculable laberinto […] No nos une el amor sino el espanto / será por eso que la quiero tanto”. 

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 13 de septiembre de 2010