lunes, 23 de mayo de 2011

De convicciones y consecuencias

Resulta extraña, por decir lo menos, la euforia que acusan los discursos recientes del Presidente Calderón. Por ejemplo, sus comentarios equiparando la Guerra de Intervención Francesa con los “desafíos” que enfrentamos hoy; su reproche a Estados Unidos por el “daño” que, según él, ha provocado la legalización del uso medicinal de la marihuana; su comparación con Winston Churchill; o su broma sobre cómo los únicos “shots” que reciben los turistas que vienen a México son de tequila.

Parece, pues, que la cifra de casi cuarenta mil muertos no le quita el sueño, que la correlación entre los “operativos conjuntos” y el aumento en el número de homicidios le tiene sin cuidado, que el dolor de las familias de las víctimas no lo toca. Él se mantiene imperturbable, se muestra seguro, insiste en que “la estrategia” es la correcta. Contra las críticas a las consecuencias de “su” guerra, el Presidente reitera la firmeza de su convicción: tenemos la razón, no vamos a titubear, es por el bien de México, hasta la victoria…

La escena recuerda, en mucho, a la distinción que hace casi un siglo propuso Max Weber entre la “ética de la convicción” y la “ética de la responsabilidad”. La primera es una ética absoluta, del bien mayor, que valora los principios, que encuentra la justificación de un acto en la motivación que lo inspira. La segunda, en cambio, es una ética relativa, del mal menor, que valora las consecuencias, que encuentra la justificación de un acto en los efectos que éste produce.

Así, decía Weber, “cuando las consecuencias de una acción realizada conforme a una ética de la convicción son malas, quien la ejecutó no se siente responsable de ellas, sino que responsabiliza al mundo, a la estupidez de los hombres o a la voluntad de Dios que los hizo así. Quién actúa conforme a una ética de la responsabilidad, por el contrario, toma en cuenta todos los defectos del hombre medio y no tiene derecho a suponer que el hombre es bueno y perfecto y no se siente en situación de poder descargar sobre otros aquellas consecuencias de su acción que él pudo prever”.

Y es que la ética de la convicción no sabe hacerse cargo de la “irracionalidad del mundo”, es decir, del hecho de que las mejores intenciones no siempre producen los mejores resultados.

El problema, advertía Weber, es que “el mundo está regido por los demonios y quien se mete en política, quien accede a utilizar como medios el poder y la violencia, ha sellado un pacto con el diablo, de tal modo que ya no es cierto que en su actividad sólo lo bueno produzca el bien y lo malo el mal, sino que frecuentemente sucede lo contrario. Quien no ve esto es un niño, políticamente hablando”.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 23 de mayo de 2011 

lunes, 9 de mayo de 2011

Estábamos mejor con el otro Obrador

A fines de los años sesenta, en una obra pionera sobre la historia de las ideas en el siglo diecinueve mexicano, el gran historiador Charles A. Hale observó que la disputa ideológica entre liberales y conservadores fue una disputa que transcurrió “al interior de la élite social de México”. Señalaba con ello un hecho hasta entonces poco conocido o convenientemente desdeñado, a saber, que más allá de sus diferencias ambos bandos compartían “supuestos sociales que corrían a mayor profundidad que el conflicto liberal-conservador”.

Al decir “supuestos sociales” Hale se refería, fundamentalmente, a una solidaridad de clase: a una manera de mirar a México, de entenderlo y entenderse en él, desde una posición de mando y privilegio que implicaba, a su vez, una mezcla de desprecio por las clases populares y de miedo ante la posibilidad de que participaran en política. Así, por ejemplo, José María Luis Mora, ideólogo del primer liberalismo mexicano, escribió sobre la guerra de independencia sin que en su relato adquirieran ninguna relevancia los indígenas pues, en sus palabras, “ellos no constituían la colonia de que se trata”. O el mismo Mora, al fustigar la propensión anti-aristocrática de los hombres “educados en una clase inferior”, decía que en su envidia y resentimiento “mal entendían el odio a lo superior”.

En las conclusiones de aquel trabajo (traducido al castellano en 1972 como “El liberalismo mexicano en la época de Mora”) Hale supo advertir que dicho “conservadurismo social criollo” perduró, no obstante los enfrentamientos entre liberales y conservadores, a lo largo de todo el siglo XIX. Poco más de treinta años después, en su libro sobre la vida y obra de Emilio Rabasa, Hale mostró que aquella visión criolla alcanzó a subsistir, aunque maltrecha y a la defensiva, incluso a pesar del triunfo de la Revolución Mexicana.

Tengo para mí que desde hace algún tiempo asistimos en México a la resurrección del discurso criollo, o mejor dicho, al surgimiento de un nuevo criollismo en nuestra vida pública. Pruebas de ello las hay todos los días en la prensa, por ejemplo, en las campantes proclamaciones de que “la desigualdad no importa” (Luis González de Alba); en argumentos como el de que la causa de la pobreza es la “improductividad” o la “incapacidad” de los pobres (Arturo Damn); en prejuicios como que los trabajadores sindicalizados, o los estudiantes de universidades públicas, no son más que “parásitos” (Francisco Martín Moreno);  etcétera. Y tengo para mí, asimismo, que parte del éxito de una figura como Andrés Manuel López Obrador estriba, precisamente, en haber articulado un discurso de oposición contra ese México criollo.

Y es que allí estaba, según yo, el carisma de López Obrador como líder de izquierda: en que sabía convertir la pobreza en un tema político, hacer explícitos los antagonismos de clase, representar el sentimiento de agravio que engendra la desigualdad. Nadie como López Obrador había logrado hacer visible la existencia de ese nuevo criollismo en pleno siglo XXI.

De ahí que resulte tan desconcertante el viraje que acusan sus intervenciones recientes: la idea de que “lo material” es secundario, de que en el fondo lo fundamental es “contribuir a la formación de hombres y mujeres buenos y felices”. Porque una política que da prioridad a los “valores culturales, morales y espirituales” por encima de los salarios, los empleos, la educación, la vivienda o la salud,  es una política que quiere la purificación de las almas más que la redistribución de la riqueza, la bondad antes que el bienestar, la despolitización en lugar del conflicto. ¿En qué sentido es, entonces, una política de izquierda?

Estábamos mejor con el otro Obrador: el que hablaba más como Carlos Marx y menos como Juan Pablo II.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 9 de mayo de 2011

lunes, 2 de mayo de 2011

La mundana verdad de los muertos

Hace algunas semanas estuvo en la Ciudad de México Arcadi Espada, profesor en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, conocido entre otras cosas por su severa crítica contra el llamado “nuevo periodismo”: una corriente que ha buscado combinar la imaginación literaria con la técnica periodística, escribir historias como si fueran “novelas de no ficción” (Truman Capote), redefinir el oficio como el de contar “cuentos que son de verdad” (Gabriel García Márquez).

Su argumento, en una nuez, es que literatura y periodismo son incompatibles. Porque mientras la  verdad de la literatura es ficticia (Mario Vargas Llosa la ha llamado “la verdad de las mentiras”), la verdad del periodismo es fáctica (admite sólo cinco preguntas fundamentales: qué, quién, cuándo, cómo y dónde). No hay, pues, medias tintas: o se hace una cosa o se hace la otra.

No sé si estoy de acuerdo, en general, con lo tajante de la distinción que propone Espada. Pero no importa. Porque en el caso concreto del periodismo mexicano de hoy, en el contexto de la llamada “guerra contra el crimen organizado”, esa crítica suya contra las concesiones creativas, esa exigencia básica de frialdad, esa cruzada en defensa de los hechos, resulta absolutamente indispensable. Y es que, como lo dejó apuntado en su bitácora el propio Espada, “un lugar en donde en seis años han asesinado a cuarenta mil personas, aprox., las licencias están acabadas. La verdad no es un imperativo moral, sino de pura supervivencia”.

No se trata de una verdad profunda ni trascendental sino, más bien, de la mundana verdad de los muertos: ¿Quiénes eran? ¿Quién los mató?

Hablando desde la experiencia española en la lucha contra el terrorismo, Espada advierte que la derrota de ETA hubiera sido imposible “sin ese mínimo pegamento emocional que trajo el conocimiento de las víctimas”. Un conocimiento que en el caso mexicano pasaría, primero, por dejar de hablar de las víctimas en términos exclusivamente cuantitativos, por rescatar sus nombres del anonimato de la estadística; y, segundo, por adjudicar la responsabilidad de sus muertes, es decir, por renunciar a la equívoca ambigüedad de términos como “la guerra”, “el narco” o “la violencia” al referirnos a ellas.

Las autoridades han repetido una y otra vez la versión de que alrededor del 90% de los casi cuarenta mil muertos son resultado de “ajustes de cuentas” al interior o entre las propias “bandas” del “crimen organizado”. No existe, sin embargo, ninguna lista que consigne sus nombres ni dé cuenta de si se han investigado sus muertes. Siguiendo a Espada habría que preguntar, entonces, ¿de dónde sale, en qué se basa, esa cifra del 90%? 

Porque si no sabemos quién muere ni quién mata… no sabemos nada. Es como si los muertos no fueran de verdad. Literatura. 

-- Carlos Bravo Regidor
La Razónlunes 25 de abril de 2011