La discusión sobre prensa y democracia en México ha
gravitado en torno a temas como los vínculos entre los medios de comunicación y
los poderes públicos, las líneas editoriales y los intereses comerciales, la
concentración del mercado (sobre todo en la TV), la regulación del gasto
gubernamental en publicidad, la importancia de la pluralidad en la oferta
informativa o la defensa del derecho a la libertad de expresión.
El tema de las prácticas periodísticas, sin embargo,
casi no ha figurado en esa discusión. Y eso es un problema.
Porque en las prácticas periodísticas, en la manera
que los periodistas ejercen su profesión, se define mucho del valor que la
prensa aporta a la vida democrática. ¿Cómo se investiga una historia? ¿En qué
fuentes se basa? ¿Cómo se decide el ángulo que le da sentido? ¿A qué público va
dirigida? ¿Cuál es su propósito? ¿Qué tipo de seguimiento exige? No son preguntas
teóricas ni retóricas. Son preguntas que en última instancia remiten a la
calidad de la información que el periodismo genera y al llamado “derecho a
saber” de los ciudadanos en una sociedad democrática.
La discusión sobre prensa y democracia tiene, pues, una
dimensión propiamente periodística
que se refiere no tanto a la delimitación de la autonomía relativa de la prensa
frente a los intereses del poder o del dinero sino, más bien, a lo que ocurre al interior de ese ámbito relativamente
autónomo: a cómo hacen periodismo los periodistas y a las consecuencias que
ello tiene en la vida democrática.
Pienso en prácticas, por ejemplo, como los trascendidos,
esos espacios perfectamente institucionalizados en casi todos nuestros
periódicos en los que se difunden informaciones sin firma, sin fuente, sin
contexto. O en lo que Gideon Lichfield denominó los dijónimos, ese vernacular del periodismo
mexicano que consiste en hacer como que “la noticia no es lo que hay de nuevo
sino lo que haya dicho alguien importante, aunque esa persona o cualquier otra
ya lo hubiera dicho y sin importar, realmente, si es verdad o no”. O en el
fenómeno, recién elucidado por Claudio Lomnitz, del
uso cada vez más común del tuteo en entrevistas, de groserías en las columnas
de opinión, incluso de la falta de respeto o la injuria como falsos contrarios
democráticos de la vieja solemnidad autoritaria. O pienso, también, en esos
mexicanísimos argüendes en los que no
importa que el periodista no tenga la menor idea de un tema pues, de todos
modos, le sobra furia para escribir al respecto (véase Martínez, Sanjuana y “la
empresa Shale”: http://j.mp/12vDh3f).
¿Por qué existen esas prácticas? ¿Qué aportan en
términos informativos? ¿Cuál es su efecto acumulado sobre la conversación
pública?
¿Y por qué hemos pasado tanto tiempo sin
preguntárnoslo? ¿Sin discutir la relación entre prensa y democracia desde la
perspectiva de las prácticas periodísticas?
-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 28 de julio de 2013