lunes, 20 de diciembre de 2010

Una evasión inquietante

La semana pasada el Presidente Felipe Calderón entregó el Premio Nacional de los Derechos Humanos 2010 a Isabel Miranda de Wallace. En varios medios y espacios de opinión se comentó, ampliamente, su historia: el secuestro y asesinato de su hijo Hugo Alberto, su cruzada por encontrar sus restos e impedir que los responsables quedaran impunes, sus aportaciones mediante la asociación Alto al secuestro.

Algunos incluso la propusieron como “personaje del año” (Leo Zuckermann); como “la ciudadana que, por su dolor y su lucha, encarna mejor la década que termina” (León Krauze); como un ejemplo a seguir porque “¡si todos fuéramos como Isabel no habría un secuestrador libre en nuestras calles!” (Denise Maerker).

En su discurso durante la entrega del Premio, el Presidente Calderón recordó que su primera reflexión al ver los anuncios a través de los cuales la señora ofrecía recompensas fue “ojalá lo encuentre”. Calificó el caso como “una poderosa fuente de inspiración” y secundó la propuesta de construir un monumento dedicado a quienes han perdido la vida en un secuestro “para conmemorar, para recordar, para querer y para inspirarnos también en todos aquellos que han sido víctimas de este delito”.

Me detengo en el caso de la señora Miranda de Wallace no para discutir sus méritos ni para repetir lo que ya se ha dicho al respecto sino, más bien, para reparar en un rasgo peculiar de su inserción en nuestra conversación pública. Porque en la manera que buena parte de la prensa lo ha discutido y, sobre todo, en los elogios que le dedicó el Presidente, me parece detectar una evasión francamente inquietante.

Y es que una cosa es promover la participación ciudadana en los asuntos públicos, reconocer a la sociedad civil que se organiza para plantear demandas a la autoridad; y otra, muy distinta, celebrar a una ciudadana que se ve obligada a hacer por sí misma, sola y con sus recursos, el trabajo que no hacen las autoridades. Si lo primero es parte constitutiva de la dinámica democrática, lo segundo… ¿qué es?

Hay algo extraño en como la exaltación de la sociedad civil ha terminado, en esta ocasión, eclipsando la negligencia de las policías y los ministerios públicos. Hay algo absurdo en la disposición con que la prensa ha dignificado el Premio; no por quien lo recibe sino por quien lo entrega: el principal responsable de la seguridad pública y la procuración de justicia en el país. Y hay algo grotesco en el hecho de que el Presidente se asuma como un espectador más de la tragedia (“ojalá lo encuentre”), que se diga “inspirado” por lo que no deja de ser un categórico testimonio de su propia ineptitud como Jefe del Ejecutivo.

La imagen de Calderón premiando a Miranda de Wallace es la imagen de la incompetencia premiando a la capacidad desesperación.

¿Por qué aplaudimos?

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 20 de diciembre de 2010

lunes, 6 de diciembre de 2010

Épica de la época

No recuerdo dónde lo leí o a quién se lo escuché: “toda época engendra su épica”. Tampoco sé si sea del todo cierta, pero es una idea interesante. Porque sugiere la posibilidad de que cada periodo histórico se exprese a sí mismo, por decirlo de algún modo, a través de las gestas que imagina, de las fantasías que exalta, de los héroes que consagra.

La idea viene a cuento por algunas intervenciones recientes en la conversación pública mexicana que parecieran insinuar ciertos rasgos de una épica de nuestra época.

Pienso, por ejemplo, en el fragmento del nuevo libro de Porfirio Muñoz Ledo que publicó el domingo antepasado el suplemento Enfoque: “El tiempo de la transición se ha agotado, con resultados catastróficos […] Lo que ganamos en pluralismo lo pagamos en impotencia y a una época de concentración de poderes siguió otra de parcelación del despotismo y dispersión de los abusos: la metástasis de la corrupción. […] Todo intento valedero ha de tener aliento revolucionario […] La agenda mínima para la reconstrucción del país es clara. Primero debemos abordar la crisis del Estado Nación, en su vertiente histórica e identitaria […] Recordemos que en 1910 la aportación oficial más perdurable fue la refundación de la Universidad Nacional. Ahora el empeño debería ser mayormente ambicioso en la vía inacabada de salvar la raza mediante el espíritu”.

O pienso, también, en el “termómetro” que elaboró Pedro Ferriz de Con hace casi un mes en su columna de Excélsior: “Un concepto que tenemos que aprender es que en democracia hay niveles […] D-1: Mucha discusión y pocos acuerdos […] D-2: Empieza a haber un equilibrio […] D-3: Aquí los acuerdos predominan sobre la discusión […] D-4: Esta es la más sofisticada forma de expresión del Estado. La discusión sobre temas medulares no existe. Los políticos son queridos por el pueblo. Una especie de ‘rockstars’ que apasionan al electorado. Todo es acuerdo […] ¿En cuál nivel estamos? […] Nuestra democracia no puede ser más que una D-0. No quiero denostar lo que tenemos, pero entre nosotros prevalece la discusión. Los acuerdos son inexistentes […] Todo es desesperanza. No hay liderazgo”.

Y pienso, finalmente, en la exhortación de Jaime Sánchez Susarrey, hace poco más de una semana en Reforma, a propósito de Alejo Garza Tamez, el señor que se atrincheró en su rancho y “decidió asumir su propia defensa” contra un grupo de sicarios que quiso extorsionarlo: “la historia de don Alejo ha tenido un gran impacto. Todos los comentarios son favorables y hay quien lo define como el único héroe del bicentenario. No es difícil entender por qué. Su historia encarna a la perfección el sentimiento de indefensión y rabia que sentimos […] Ante semejante desastre vale recordar que la Constitución de 1857 establece en su artículo 10: ‘Todo hombre tiene derecho a poseer y portar amar para su seguridad y legítima defensa’. Más aún, se podría agregar hoy, cuando el Estado es incapaz de garantizar la paz y el orden. […] Los ciudadanos tienen todo el derecho de organizarse para defenderse. Ellos son, en los municipios, barrios y pequeñas comunidades, quienes mejor pueden hacerlo. Sería más inteligente utilizar ese potencial que ignorarlo o, peor aún, intentar sofocarlo. Basta imaginar qué hubiera pasado si don Alejo hubiese podido recurrir a vecinos y amigos para defender su rancho y su dignidad. No honraríamos hoy su memoria, sino celebraríamos su triunfo”.

Los tres coinciden en interpretar el presente en términos apocalípticos, en alternar de tono entre la desolación y la furia, en plantear soluciones delirantes: que el “espíritu” rescate a la “raza”, una política de “rockstars” en la que no haya discusión, una ciudadanía armada que ponga “orden” por su propia mano.

Tenemos, pues, una época que se representa a si misma con imágenes de descomposición, de esterilidad parlamentaria, de desamparo y desesperación. Y que empieza a engendrar, en consecuencia, una épica de regeneración nacional, de liderazgos mesiánicos y heroísmo paramilitar.

He ahí lo que pareciera ser, parafraseando a Walter Benjamin, la fórmula política de la situación.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 6 de diciembre de 2010