lunes, 31 de diciembre de 2012

Nuestra prensa omisa


El pasado lunes 17 de diciembre, por la tarde, el New York Times subió a su sitio de internet un reportaje sobre los sobornos en los que incurrió Wal-Mart de México para construir una tienda en San Juan Teotihuacán, durante el 2003, y en otros dieciocho casos.  Se trata de un trabajo periodístico impresionante: meticuloso en la contextualización, de enorme interés público, amplia y sólidamente investigado. Un ejemplo perfecto de aquella elocuente definición que dice “periodismo es lo que alguien quisiera que no se publicara, todo lo demás es publicidad”.

Al día siguiente, martes 18, el Times publicó en su edición impresa dicho reportaje (http://nyti.ms/X75IkN), firmado por David Barstow y Alexandra Xanic Von Bertrab, como una de sus dos notas principales en primera plana (http://nyti.ms/WTffIi). Ese mismo día, sin embargo, de nueve periódicos mexicanos (La Crónica, Excélsior, El Financiero, La Jornada, Milenio, La Razón, Reforma, El Sol de México y El Universal) ninguno optó por llevar la noticia en cuestión como nota principal. Sólo cuatro la incluyeron en primera plana y apenas tres informaron al respecto en su sección nacional. El restó la mandó, como suele decirse, a “interiores”: uno a su sección metropolitana y cinco a la de negocios.

En otras palabras, el hecho de que la cadena de supermercados más grande del mundo haya corrompido agresiva y sistemáticamente a las autoridades mexicanas, y que en un caso particular haya logrado edificar una sucursal junto a un sitio arqueológico declarado patrimonio de la Humanidad, no fue tan importante para nuestros periódicos como un discurso que dio el presidente Peña Nieto el día anterior, un asesinato en un hospital al sur de la Ciudad de México, unas declaraciones del secretario de Gobernación, ni como la decisión de la Cámara de Diputados de postergar la votación de una ley. Así, tal cual.

Más aún, ese reportaje del New York Times fue una segunda entrega, pues a fines de abril el mismo periódico publicó una larga nota (http://nyti.ms/RoVWHj) dando a conocer los primeros resultados de sus pesquisas sobre las prácticas corruptas de Wal-Mart de México y sus intentos por ocultarlas. Pasaron ocho meses entre la primera y la segunda entrega y, aparentemente, nadie en la prensa mexicana consideró que quizás valdría la pena darle seguimiento a esos indicios…

Si nuestros periódicos no investigan, no exhiben, no incomodan, entonces ¿qué hacen? ¿Para qué sirven? ¿Y a quién?

Honestamente, habría que darle el Premio Nacional de Periodismo al New York Times.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 31 de diciembre de 2012

viernes, 21 de diciembre de 2012

La política de la consistencia


Hace un par de semanas, en las páginas de Excélsior, Jorge Fernández Menéndez dedicó su columna (http://bit.ly/UtVg0l) a hacer “unos comentarios absolutamente personales” sobre Felipe Calderón, a ofrecer una suerte de balance a partir de su apreciación del entonces todavía presidente como individuo: “una buena persona”, “que no ha cambiado en estos seis años de ejercicio del poder” , “un Presidente honesto, un hombre bueno, franco, leal y que nunca se traicionó a sí mismo”.

Fernández Menéndez considera que el suyo fue un sexenio muy “desafortunado” por el enfrentamiento con López Obrador, por la crisis económica internacional y, sobre todo, por la violencia, pero asegura que Calderón supo sobrellevarlo con “una actitud ejemplar” y “una voluntad inquebrantable”. Lo que le reconoce, en suma, es haber sido un gobernante que actuó conforme a sus principios, haber adoptado una política de la consistencia.

Recupero el argumento de Jorge Fernández porque, lejos de considerarla una virtud, creo que la consistencia de Calderón fue su principal defecto: aferrarse a sus ideas y a sus aliados; no saber cambiar de opinión ni de compañía; ser inmune a las consecuencias inesperadas, a la crítica, a la evidencia en contrario; interpretar el desacuerdo como deslealtad; rodearse de los más incondicionales antes que de los más competentes; etcétera.

Y es que, como escribió Leszek Kolakowski en su precioso ensayo Elogio de la inconsistencia (http://bit.ly/Wa9oBL), la consistencia implica intentar una absoluta concordancia entre acto y pensamiento, no saber habérselas con las contradicciones inherentes a este mundo, con el hecho de que siempre existen valores e intereses en conflicto. La consistencia es, pues, optar por una ruta y seguirla a toda costa, hasta las últimas consecuencias.

La inconsistencia, por el contrario, es una apuesta por sobrevivir sin tomar decisiones irreversibles, “un esfuerzo constante por hacerle trampa a la vida cuando nos pone frente a dos puertas alternativas, a través de cada una de las cuales se puede entrar pero ya no se puede salir. Porque una vez que entramos estamos obligados a pelear hasta el final, hasta el último aliento, a vida o muerte, con quien escogió la otra puerta. Por eso (los inconsistentes) tratamos de eludir, de maniobrar, de usar todos los trucos y todas las trampas, todas las manipulaciones y tretas, los subterfugios y las evasiones, artimañas, medias verdades, guiños y circunspecciones –cualquier cosa que nos salve de cruzar alguna de esas puertas que sólo abren de fuera hacia adentro”.

Con todo, si esa obstinada avidez de hacer corresponder al mundo con su visión fue el principal defecto que tuvo Calderón como Presidente, las primeras semanas de Peña Nieto auguran algo distinto pero no necesariamente mejor. Si el problema con Calderón fue la política de la consistencia, parece que el problema con Peña Nieto será la ideología del consenso, esto es, la ilusión de que es posible una democracia sin antagonismos.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 17 de diciembre de 2012

lunes, 17 de diciembre de 2012

Policía y democracia


Para Jesús Robles Maloof, con admiración

¿Cuál es el papel de la policía en una democracia? ¿Cómo resolver la paradoja de que el uso de la fuerza pública pueda ser un apoyo indispensable pero, al mismo tiempo, una amenaza insoslayable para la convivencia democrática? ¿Qué esperar de una institución cuyo propósito es hacer obedecer la ley pero cuyas acciones son tan susceptibles de violar derechos? ¿Cómo protegernos de los abusos de quienes tienen la obligación de protegernos?

En nuestra conversación pública discutir la policía ha sido discutir la inseguridad, la corrupción, la lucha contra el crimen organizado, la negligencia, la impunidad, pero no la democracia. Y discutir la democracia ha sido discutir las elecciones, las relaciones entre poderes, la transparencia y el acceso a la información, los derechos de las minorías, la creación de órganos autónomos, pero no la policía. Policía y democracia son temas, pues, que nos hemos acostumbrado a discutir por separado, aislados el uno del otro, como si no tuvieran nada que ver.

Sin embargo, pocas interacciones dicen tanto sobre la naturaleza de un sistema político, sobre la forma en que se relacionan una sociedad y sus autoridades, como la interacción entre los ciudadanos y la policía. Más aún, no es exagerado afirmar que lo que mandan las normas sobre lo que puede o no puede hacer la policía, lo que hace o no hace de todos modos en la práctica, las consecuencias que tienen o no tienen sus acciones o su inacción, son todos aspectos tan fundamentales para poner a prueba el carácter democrático de un régimen como si existe o no existe censura en la prensa, como si hay o no hay competencia por el poder, como quién puede o no puede votar.

De hecho, como ha mostrado David Sklansky (http://bit.ly/U6UGWd), parece existir un vínculo inadvertido entre nuestras ideas sobre cómo debe funcionar la policía y cómo debe funcionar la democracia. Así, por ejemplo, a la idea elitista del gobierno democrático que se volvió predominante en Estados Unidos durante la década de los cincuenta correspondió una idea que enfatizaba la profesionalización de los cuerpos policíacos. Y a la idea más participativa de la democracia que surgió a partir de los años sesenta correspondió una idea que propuso enfatizar más bien la vinculación de la policía con la comunidad.

Mientras escribo esta nota se da a conocer la noticia de que 56 de los 69 detenidos en la Ciudad de México tras los disturbios del pasado 1 de diciembre han sido liberados “por falta de pruebas”. Y no puedo concluir sino preguntando: ¿qué clase de democracia es esta, en la que se detiene sin pruebas a tantas personas, en la que tantos responsables de actos criminales siguen libres y en la que la policía sigue sin tener que rendir cuentas?

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 10 de diciembre de 2012

lunes, 10 de diciembre de 2012

Protesta y democracia


¿Cuál es el lugar de la protesta social en una democracia? ¿Cuáles sus alcances y sus límites? ¿De qué se trata, para qué sirve, por qué ocurre? ¿Cómo la muestran los medios de comunicación, cómo la procesan las autoridades? ¿Qué sentido tiene para quienes participan en ella? ¿Por qué algunos ciudadanos la apoyan, a otros les es indiferente y otros la rechazan? ¿Cómo la encaran o la rehúyen, qué le responden los actores contra los que va dirigida?

El problema con la protesta social, según escribió Brian Martin en un viejo artículo al que vale la pena volver en estos días (http://bit.ly/XeTmXe), es precisamente que nos hemos acostumbrado —buena parte de los medios, del gobierno, de la academia— a representarla como un “problema”: como una forma de actividad política que altera el curso normal de nuestra vida colectiva, que constituye una amenaza a la democracia, que pone en entredicho la convivencia pacífica.

Y al representar la protesta social de ese modo hacemos, implícita o explícitamente, como si otras formas de actividad política –llámense, por ejemplo, la decisión de adoptar políticas de austeridad radical, el cabildeo de grupos poderosos para resistirse a toda forma de regulación o recaudación que los afecte, la orden de sacar al ejército de sus cuarteles o el empeño de ciertas autoridades de ocultar o manipular información pública– constituyeran, esas sí sin mayor problema, la normalidad de nuestra convivencia democrática.

Así, a fuerza de estigmatizar la protesta social, de excluirla del catálogo de actividades políticas aceptables o normales, terminamos asumiendo una concepción de la ciudadanía perfectamente domesticada: en el que cualquier tipo de desacuerdo, cuestionamiento, crítica o desobediencia es susceptible de ser deslegitimado como expresión de odio, rijosidad, subversión o incluso de violencia.

Ocurre, sin embargo, que no puede haber tal cosa como un orden mínimamente democrático si no hay lugar para la protesta, es decir, para la expresión pública de diferencias, de antagonismos, de descontentos, de rechazos y denuncias. No hace falta estar de acuerdo con ninguna de ellas. Hace falta admitir más bien que sin ellas, nos gusten o no, no habría democracia.

Luego de los reprobables actos violentos que ocurrieron el sábado pasado en la ciudad de México durante la toma de posesión de Enrique Peña Nieto, multitud de voces que se han apresurado a equiparar la protesta con la violencia, a hacer como si la primera fuera un llamado a la segunda o como si hubiera un nexo causal inequívoco entre una y otra. No es así.

Hay que rechazar el recurso a la violencia pero, al mismo tiempo, hay que reivindicar el derecho a la protesta.  Equipararlos no es defender la democracia: es atentar, inadvertida o deliberadamente, en contra de ella.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 3 de diciembre de 2012

lunes, 3 de diciembre de 2012

¿Una nueva vieja política de seguridad?


Es cierto que devolver la conducción de la política de seguridad a la SEGOB parece, en principio, buena noticia: establece una cadena de mando menos sujeta a fricciones interinstitucionales; reconoce que la lucha contra el crimen organizado no se agota en el ejercicio de la fuerza pública; centraliza la interlocución con Estados Unidos; en fin. No parece, porque no es, poca cosa.

Sobre todo si asumimos que parte de la ineficacia característica de los gobiernos panistas durante los últimos doce años fue resultado, precisamente, de una improvisada distribución de competencias y responsabilidades que pasó por un deliberado desmantelamiento de la vieja SEGOB.
       
Ocurre, sin embargo, que ese desmantelamiento no fue sólo producto de una decisión repentina luego de echar al PRI de Los Pinos sino, más bien, parte de un largo proceso que comenzó antes y que tuvo mucho que ver con las diversas transformaciones que experimentó el país durante el último cuarto del siglo XX.

Dos ejemplos: la creciente rotación al frente de la SEGOB y los múltiples cambios en la política de seguridad del Estado mexicano.

Entre 1952 y 1964 hubo 3 secretarios de Gobernación (Carvajal, Díaz Ordaz y Echeverría). Entre 1964 y 1976 hubo 2 (Echeverría y Moya Palencia). Entre 1976 y 1988, 3 (Reyes Heroles, Olivares Santana y Bartlett). Entre 1988 y 2000, 7 (Gutiérrez Barrios, González Garrido, Carpizo, Moctezuma, Chuayfett, Labastida y Carrasco). Entre 2000 y 2012, también 7 (Creel, Abascal, Ramírez Acuña, Mouriño, Gómez Mont, Blake y Poiré) pero 2 de los cuales murieron mientras ocupaban el puesto. La inestabilidad en dicho cargo no se originó con el PAN, pues, sino con Salinas.

Y aunque la creación de la SSP en 2000 supuso que la política de seguridad finalmente se transfería fuera de la SEGOB, los cambios al respecto venían de mucho tiempo atrás: por lo menos desde la militarización de la presencia estatal en zonas conflictivas (particularmente en Guerrero y Michoacán) a partir de los años setenta, la desaparición de la Dirección Federal de Seguridad (DFS) y la Dirección General de Investigaciones Políticas y Sociales (DGIPS) en 1985, la redefinición del narcotráfico como amenaza a la seguridad nacional a raíz de la directiva fijada por la segunda administración Reagan, la creación del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (CISEN) en 1989 y un largo, largo etcétera. No fue tanto que los gobiernos panistas inauguraran una nueva política de seguridad como que culminaron la reestructuración que, en la materia, fue gestándose durante las sucesivas crisis del fin del régimen posrevolucionario.

Valga un poco de perspectiva histórica, en suma, para advertir que reconcentrar facultades en una institución no es lo mismo que reconstruir capacidades institucionales. Y menos cuando el país de hoy es tan distinto del país de antes. No se puede gobernar como si el tiempo no pasara.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 26 de noviembre de 2012