Hace un par de semanas, en las páginas de Excélsior, Jorge Fernández Menéndez dedicó
su columna (http://bit.ly/UtVg0l) a hacer “unos comentarios absolutamente personales” sobre Felipe
Calderón, a ofrecer una suerte de balance a partir de su apreciación del
entonces todavía presidente como individuo: “una buena persona”, “que no ha
cambiado en estos seis años de ejercicio del poder” , “un Presidente honesto,
un hombre bueno, franco, leal y que nunca se traicionó a sí mismo”.
Fernández Menéndez considera que el suyo fue un
sexenio muy “desafortunado” por el enfrentamiento con López Obrador, por la crisis
económica internacional y, sobre todo, por la violencia, pero asegura que Calderón
supo sobrellevarlo con “una actitud ejemplar” y “una voluntad inquebrantable”. Lo
que le reconoce, en suma, es haber sido un gobernante que actuó conforme a sus
principios, haber adoptado una política de la consistencia.
Recupero el argumento de Jorge Fernández porque,
lejos de considerarla una virtud, creo que la consistencia de Calderón fue su
principal defecto: aferrarse a sus ideas y a sus aliados; no saber cambiar de
opinión ni de compañía; ser inmune a las consecuencias inesperadas, a la
crítica, a la evidencia en contrario; interpretar el desacuerdo como
deslealtad; rodearse de los más incondicionales antes que de los más competentes;
etcétera.
Y es que, como escribió Leszek Kolakowski en su
precioso ensayo Elogio de la
inconsistencia (http://bit.ly/Wa9oBL), la consistencia implica intentar una absoluta concordancia entre
acto y pensamiento, no saber habérselas con las contradicciones inherentes a
este mundo, con el hecho de que siempre existen valores e intereses en
conflicto. La consistencia es, pues, optar por una ruta y seguirla a toda
costa, hasta las últimas consecuencias.
La inconsistencia, por el contrario, es una apuesta
por sobrevivir sin tomar decisiones irreversibles, “un esfuerzo constante por
hacerle trampa a la vida cuando nos pone frente a dos puertas alternativas, a
través de cada una de las cuales se puede entrar pero ya no se puede salir.
Porque una vez que entramos estamos obligados a pelear hasta el final, hasta el
último aliento, a vida o muerte, con quien escogió la otra puerta. Por eso (los
inconsistentes) tratamos de eludir, de maniobrar, de usar todos los trucos y
todas las trampas, todas las manipulaciones y tretas, los subterfugios y las
evasiones, artimañas, medias verdades, guiños y circunspecciones –cualquier
cosa que nos salve de cruzar alguna de esas puertas que sólo abren de fuera
hacia adentro”.
Con todo, si esa obstinada avidez de hacer
corresponder al mundo con su visión fue el principal defecto que tuvo Calderón
como Presidente, las primeras semanas de Peña Nieto auguran algo distinto pero
no necesariamente mejor. Si el problema con Calderón fue la política de la
consistencia, parece que el problema con Peña Nieto será la ideología del
consenso, esto es, la ilusión de que es posible una democracia sin
antagonismos.
-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 17 de diciembre de 2012
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