lunes, 26 de julio de 2010

A diez años

De la mano con los múltiples análisis sobre los resultados electorales del pasado 4 de julio, durante las últimas semanas han circulado varias reflexiones un tanto desconcertantes a propósito de la democracia mexicana en el décimo aniversario de aquel 2 de julio en que el PRI perdió la Presidencia de la República. Tres ejemplos:

Sergio Aguayo: “En el 2000 creímos que llegábamos al Olimpo de las elecciones confiables, en el 2006 nos desengañamos y en el 2010 observamos azorados cómo los comicios son controlados por unos cuantos. No nos engañemos. Los ciudadanos somos comparsas de los grandes electores: las burocracias de los partidos, los gobernadores, algunos empresarios y sindicatos, el crimen organizado. […] Toda proporción guardada, estamos de regreso a los inicios de la transición”.

José Antonio Crespo: “La gran tragedia de la transición mexicana es haber quedado bajo la conducción de un personaje tan limitado como Vicente Fox […] Fox fue beneficiario de la esperanza construida en los años previos a 2000, y que fue depositada en su persona. Acto seguido, la destruyó durante sus años de gobierno. Su desempeño nos mostró que el problema de México trascendía al PRI, que la corrupción, la impunidad, la simulación, están en los ‘genes culturales’ del país”.

Pedro Miguel: “Al cabo de diez años, la vida política formal está por culminar una vuelta sobre sí misma, y hoy aparece más descompuesta que hace cuarenta años, cuando Díaz Ordaz festejaba la democracia, y mucho más alejada que entonces del país de abajo”.

No seré yo quien diga que las cosas están como para echar las campanas al vuelo pero, caray, ¿no estamos exagerando? ¿No se nos está pasando la mano con el tono, con los términos, con el afán de cargar las tintas? ¿De veras transitamos de un “Olimpo” electoral en el 2000 a no ser más que meras “comparsas de los grandes electores” en 2010? ¿De depositar la esperanza democrática en Vicente Fox a descubrir que “el problema de México” esta en nuestros “genes culturales”? ¿La vida política mexicana está más “descompuesta” hoy que cuando gobernaba Díaz Ordaz? ¿En serio?

Y es que a veces, luego de leer los editoriales en la prensa, de escuchar los comentarios de analistas o de ver los programas de debate, de encontrar tantas opiniones al vuelo, tanta inflación de expectativas, tanto duro y dale con las decepciones de la democracia, uno se queda con la impresión de que entendemos cada vez menos o, mejor dicho, de que a fuerza de no entender volvemos a las inercias retóricas, a las rutinas mentales, al sonido y la furia de las críticas de siempre.

A diez años del 2000 pasa que, atrapados en el vértigo del ciclo mediático, confundimos la historia con la histeria.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 26 de julio de 2010

lunes, 19 de julio de 2010

¿Déjà vu?

Decía la semana pasada que buena parte de la discusión sobre las elecciones de hace quince días se ha concentrado en sus implicaciones a propósito del 2012, es decir, en asumir que las elecciones locales pueden anticipar ciertas tendencias con respecto a la próxima elección presidencial. 

Ocurre, no obstante, que en los corrillos políticos ha circulado otra interpretación; a saber, aquella que reduce el significado de las elecciones en los estados a dos temas: la viabilidad de las “alianzas” (entre el PAN y el PRD, se entiende) y la posibilidad de la “alternancia” (esto es, que pierda el PRI). Es curioso, por decir lo menos, que la cuestión pueda plantearse en esos términos a pesar de que:

1. De las seis ocasiones en que las “alianzas” entre PAN y PRD han conducido a la “alternancia” (Nayarit en 1999; Chiapas en 2000: Yucatán en 2001; Oaxaca, Puebla y Sinaloa en 2010), en cinco lo han hecho con candidatos egresados de la escuela priísta (Antonio Echevarría, Pablo Salazar, Gabino Cué, Rafael Moreno Valle y Mario López Valdés);

2. De los doce estados que renovaron gobierno este año, en once el PRI también compitió como parte de una “alianza” con el PVEM (en todas), con el PANAL (en ocho), con un partido local (en Veracruz) o incluso con el PT (en Chihuahua); y

3. De las veintidós entidades que han conocido la “alternancia”, en ocho la “oposición” ha logrado refrendar su triunfo en subsecuentes elecciones (Baja California, Baja California Sur, Chiapas, Distrito Federal, Guanajuato, Jalisco, Michoacán, Morelos), mientras que en nueve el PRI ya regresó democráticamente al poder (Chihuahua, Nuevo León, Nayarit, Yucatán, Querétaro, San Luis Potosí, Aguascalientes, Tlaxcala y Zacatecas).

Y es que, salvo por aquellos estados en los que nunca ha perdido el PRI (Campeche, Coahuila, Colima, Durango, Estado de México, Hidalgo, Quintana Roo, Tabasco, Tamaulipas y Veracruz), las condiciones políticas que dotaban de credibilidad a las “alianzas” se han agotado. La experiencia acumulada durante los últimos veinte años percudió aquel lustre inmaculado que alguna vez llegó a tener la épica de “echar al PRI del poder”. Así, donde antes había convicción, claridad y entusiasmo hoy hay ambigüedad, confusión y desengaño.

Ante el desdibujamiento del espectro político, de la falta de narrativas que den cuenta de las nuevas condiciones que creó la democracia, asistimos a un doble resurgimiento: por un lado, al de un PRI que se presenta como invencible y se asume como la única alternativa viable de gobierno; por el otro, al de una “oposición” que recurre al discurso pre-democrático para hacerse cargo de una circunstancia mayoritariamente post-transición.

¿Déjà vu?

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 19 de julio de 2010

domingo, 11 de julio de 2010

La arrogancia del altiplano

Es difícil sacar algo en claro de las elecciones del pasado 4 de julio. Y es que la multitud de interpretaciones que ha circulado en la prensa durante los últimos días da para todo: “un retroceso importante” (José Antonio Crespo); “un gran paso en la maduración de nuestra democracia” (Enrique Krauze); “ejemplo notable” (Mauricio Merino); “elecciones aburridas” (Rafael Segovia); “elecciones de Estado” (Julio Hernández); “más buenas noticias que malas” (José Woldenberg); “alquimia política” (Epigmenio Ibarra); “estamos como hemos estado desde el fin del viejo régimen” (Macario Schettino); “luego del 4 de julio, el escenario es totalmente distinto” (Ricardo Alemán); etcétera.

Con todo, por encima de las previsibles divergencias en la interpretación prevalece una coincidencia en la perspectiva: mirar las elecciones locales básicamente en función de sus implicaciones nacionales, sobre todo de sus posibles significados con respecto a las elecciones del 2012, como si sus resultados anticiparan un pronóstico o revelaran cierta tendencia. Lo cual resulta harto problemático por dos razones.

Primero, porque buena parte del electorado mexicano ha dado repetidas pruebas de ser un electorado cada vez más complejo: que está atento a los acontecimientos; que evalúa sus opciones; que cambia sus preferencias; que divide su voto; que distingue entre la política local, estatal y nacional, lo mismo que entre candidatos y partidos. Es un electorado, pues, cuyo comportamiento en una elección de gobernador o alcalde no constituye automáticamente un indicio de lo que será su comportamiento posterior en una elección de presidente o diputado federal.

Y segundo, porque las elecciones locales responden a una lógica propia: a trayectorias políticas heterogéneas; a distintas correlaciones de fuerzas; a climas de opinión diversos; en fin, a una serie de condiciones locales cuya especificidad es preciso tomar en cuenta para no incurrir en generalizaciones sin mucho sentido. Agregar sus resultados e interpretar las elecciones locales como si todas formaran parte de un mismo evento o fueran expresiones menores de un fenómeno mayor es renunciar a entenderlas en sus propios términos.

La cobertura que medios de comunicación y profesionales de la opinión han hecho de los procesos electorales de este año es un claro ejemplo de que la política local sigue siendo la gran ausente en la narrativa de la democracia, de que no sabemos dar cuenta de la complejidad de lo que está pasando a ras de cancha en este país, de que nuestra conversación pública no logra trascender eso que Joaquín López Dóriga suele llamar “la arrogancia del altiplano”.



-- Carlos Bravo Regidor 
La Razón, lunes 12 de julio de 2010 

lunes, 5 de julio de 2010

Terrorismo y narcoviolencia

Hace unos años Robert Pape, profesor de la Universidad de Chicago, publicó un estudio (Dying to Win, Nueva York, Random House, 2006) en el que echó por tierra la presunta conexión entre terrorismo suicida y fundamentalismo islámico. Contra buena parte de las “explicaciones” que afloran habitualmente en los medios de comunicación (las recompensas que los mártires esperan en el más allá; el rechazo a la modernidad que se supone caracteriza al Islam; la tesis del “choque de civilizaciones”; etcétera) Pape argumentó que el terrorismo suicida obedece, en todo caso, a una “lógica estratégica”.

Tras investigar los poco más de 300 ataques ocurridos entre 1980 y 2003, Pape encontró que la inmensa mayoría (1) forma parte de campañas orquestadas con un propósito político concreto; (2) que ese propósito es, a grandes rasgos, expulsar de un territorio determinado a fuerzas percibidas como extranjeras o de ocupación; y (3) que esas fuerzas suelen ser las de gobiernos democráticos, es decir, gobiernos particularmente vulnerables a los reclamos que el terror despierta en su propia sociedad.

Salvo por episodios excepcionales como el de septiembre del 2008 durante la celebración del grito de independencia en Morelia, resulta problemático identificar la violencia perpetrada por el crimen organizado en México como “terrorismo”. Se trata, a final de cuentas, de fenómenos con orígenes, métodos y fines distintos. Ocurre, no obstante, que el efecto de la narcoviolencia en nuestra vida pública ya acusa cierta similitud con el de una campaña terrorista.

No es que las acciones del crimen organizado respondan a una agenda política ni que impliquen una forma de plantear demandas específicas sino, más bien, que la sensación de inseguridad que cunde como resultado de esas acciones comienza a tener consecuencias políticas, a generar reclamos ante las cuales el gobierno, tal y como lo señala Pape, resulta particularmente vulnerable.

La expresión más acabada de esos reclamos ha sido la generalización de la condena, más o menos airada, más o menos vaga, contra “la estrategia” en la lucha contra el narcotráfico, contra la “militarización” de la seguridad pública, contra “la guerra de Calderón”. Reclamos, pues, que han terminado convirtiéndose más en una especie de desahogo ritual que en un ejercicio de crítica constructiva, más en un reproche permanente contra la acción gubernamental que en un repudio inequívoco al crimen organizado.

En ese sentido, si la narcoviolencia fuera parte de una campaña terrorista daría la impresión de estar surtiendo efecto… 

-- Carlos Bravo Regidor 
La Razón, lunes 5 de julio de 2010