lunes, 26 de diciembre de 2011

Estado de derechismo

Tengo frente a mí dos caricaturas de Paco Calderón recientemente publicadas en Reforma. La primera (http://j.mp/vLRLJ6), a propósito del informe “Ni seguridad, ni derechos: ejecuciones, desapariciones y tortura en la ‘guerra contra el narcotráfico’ de México” de Human Rights Watch, propone que los defensores de los derechos humanos protegen a los narcotraficantes. La segunda (http://bit.ly/rGfZog), con motivo del asesinato de dos estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa durante una manifestación, presenta a los muertos como un gracioso regalo navideño de la policía para los “mitoteros”.

Detengámonos en ambas caricaturas por un momento. Preguntémonos: ¿qué quieren decir?, ¿en qué contexto?, ¿a qué tratan de apelar? Nótense detalles como el color de la piel de cada uno de los personajes, su ropa, su lenguaje corporal, los símbolos con que el caricaturista escoge dotarlos de identidad. Nótese, también, que se publican cuando el hostigamiento y las agresiones contra defensores de derechos humanos e integrantes de movimientos sociales registran un franco recrudecimiento —véanse, por ejemplo, el informe de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (http://bit.ly/vBQEfu), la declaración de la Delegación de la Unión Europea en México (http://bit.ly/uPQc9S), el estudio de Pablo Romo Cedano (http://bit.ly/sIF649) o los boletines compilados por el Centro Nacional de Comunicación Social (http://bit.ly/stdjwu) al respecto. Y nótese, finalmente, que ninguna de las imágenes cuestiona la responsabilidad de las autoridades ni en la violación de los derechos humanos ni en el uso excesivo de la fuerza contra la población civil.

No me interesa el caricaturista como autor. Me interesan, más bien, sus caricaturas como síntoma, como expresión de un fenómeno que propondría denominar “estado de derechismo”: una manera de interpretar la realidad en la que se conjugan una creciente ansiedad de clase con una idea ávidamente punitiva de la legalidad; una forma de representar el conflicto en la que la función de la ley es solamente mantener el orden y repartir castigos (e.g., multas, toletazos, cárcel, balazos), no promover la participación ni garantizar derechos (e.g., al debido proceso, a la información, a la presunción de inocencia, a la libre manifestación); una mirada en la que cualquier tipo de interpelación, denuncia o crítica al poder, de activismo, movilización o protesta social, es susceptible de ser deslegitimado como un acto de provocación, de rebeldía o, incluso, de complicidad con el crimen.

No se trata de un fenómeno marginal ni pasajero. El estado de derechismo es, hoy, el producto cultural más acabado y más exitoso del sexenio que termina.


-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 26 de diciembre de 2011

lunes, 5 de diciembre de 2011

¿Otra vez el país de un solo hombre?

A veces nos da, todavía, por hacer como si viviéramos en el país de un solo hombre. Por hacer como si la abigarrada red de intereses que nos gobierna, la dimensión estructural de muchos de nuestros problemas, la conflictividad inherente a esa sociedad diversa que somos, la tenaz debilidad de nuestras instituciones o la consabida dependencia de la economía mexicana con respecto a la de Estados Unidos fueran todas susceptibles de cambiar súbita y radicalmente según una pregunta: ¿quién será el próximo Presidente?

No digo que la elección del jefe del Ejecutivo sea irrelevante; tampoco que dé igual que gane uno u otro candidato. Digo, más bien, que la forma en que nuestra conversación pública comienza a ocuparse del 2012 acusa cierta propensión, digamos, a exagerar la diferencia que —para bien o para mal— puede hacer un cambio de inquilino en Los Pinos. Y es que en los últimos días encontramos en la prensa planteamientos como, por ejemplo, que Josefina Vázquez Mota es la única que puede llevar a México, ella sola, hacia la “democracia liberal” (Macario Schettino); que Andrés Manuel López Obrador quiere ser como Hugo Chávez y gobernar “sometiendo”, él solito, “al poder legislativo y al judicial, al Ejército y a la policía, a la prensa y el empresariado” (Rubén Cortés); que Enrique Peña Nieto proseguirá la guerra “entregando a Washington”, por sus pistolas, “el control del territorio nacional” (Luis Javier Garrido); etcétera.

A pesar de la cantidad de iniciativas presidenciales que se han visto frustradas durante los últimos cinco, diez, quince años; a pesar de los considerables frenos al poder del Presidente que han representado la Constitución, el Congreso, la Suprema Corte, los gobernadores, los órganos autónomos, la sociedad civil, los sindicatos, los empresarios, los medios de comunicación, los “mercados” o la endeble composición de nuestras finanzas públicas; a pesar de que según los concisos latinajos de Sartori pasamos del hiper- al hipo- presidencialismo; a pesar de ésos y otros pesares parece que insistimos en coquetear con el absurdo de que en la elección de una persona están cifradas, a plenitud, la gloria o la ruina de la república.

La evidencia acumulada durante nuestra experiencia democrática, de 1997 a la fecha, tendría que haber jubilado aquella vieja representación del Presidente como un “monarca absoluto” (Daniel Cosío Villegas) que reinventa el país conforme a su voluntad cada seis años. Porque hoy sabemos que importa la elección presidencial pero importan también muchas otras cosas que no dependen, en sí, de su resultado; sabemos que importa el liderazgo pero importan también las reglas, los instrumentos, las capacidades, los apoyos, el equipo, los recursos, los adversarios, las circunstancias, la suerte; sabemos, pues, que importa el poder presidencial pero importa también una multitud de otros poderes (formales e informales) con los que el nuevo Presidente, sea quien sea, tendrá que habérselas.

Con todo, quizás ocurre que la sensación de naufragio que deja este sexenio, aunada a la inflación de expectativas propia de la temporada electoral, contribuye a promover una especie de nostalgia por eso que Juan Espíndola Mata llamó el “mito presidencial” (véase su magnífico ensayo al respecto, El hombre que lo podía todo, todo, todo. Ensayo sobre el mito presidencial en México, México, El Colegio de México, 2004). O quizás ocurre, como lo supo ver Alfonso Reyes, que en esa especie de nostalgia por la imagen de un Presidente todopoderoso hay algo más que una mera fantasía: “Atlas que sostenía la república; hasta sus antiguos adversarios perdonaban en él al enemigo humano, por lo útil que era, para la paz de todos, su transfiguración mitológica”.


-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 5 de diciembre de 2011