Retomo una idea que planteó Fernando
Escalante el martes pasado en éstas mismas páginas: “nuestra elección no tiene
tragedia”. Y es que en México no estamos, como sí estuvieron recientemente los
electores en Francia, Grecia o Egipto, ante una disyuntiva de auténtica
gravedad, en la que nos vaya el futuro de por medio. Habrá quienes tengan sus razones
para celebrarlo como una buena noticia. Para la democracia mexicana, sin
embargo, no lo es.
La contienda ha transcurrido con tanta
“normalidad” que su nota más destacada ha sido #YoSoy132: un movimiento que, como escribió José Antonio Aguilar,
supo desafiar exitosamente la percepción de que la victoria de Enrique Peña
Nieto era inevitable… pero tras cuyo desafío el candidato del PRI se mantuvo puntero sin grandes contratiempos.
Semejante “normalidad” no es resultado de
ninguna “fortaleza institucional” ni prueba de supuesta “madurez política”. Es,
más bien, testimonio del profundo divorcio que existe entre el país de los
candidatos y el país realmente existente: el de la violencia, del crecimiento
mínimo, de la economía informal, de los poderes fácticos, del desastre
educativo, de la falta de margen frente a Estados Unidos. Lo fundamental no
parece estar en juego. O no, por lo menos, en la cancha presidencial --la única
a la que prestamos atención.
Como sea, en ese profundo divorcio entre el
calor de las campañas y la frialdad de los hechos, en ese curioso contraste entre
inflación de expectativas y déficit de realidad, hay una señal de
desfondamiento. De que las decisiones más trascendentes, las diferencias que
verdaderamente hacen diferencia, no están encontrando ni espacio ni expresión
en el proceso democrático. De que la competencia está cada vez más limitada a una
dimensión sólo simbólica o ritual; de que hay cada vez menos representación en
el sistema representativo, cada vez menos poder en la lucha por el poder.
Así, no es que haga falta más unidad o
dejar a un lado las diferencias. Es, muy por el contrario, que hace falta darle
más contenido a la disputa, poner en el centro los antagonismos. El problema,
en suma, no es que haya conflicto sino que el conflicto nos resulte tan
francamente desprovisto de sentido.
No se me oculta lo anticlimático de este
argumento a menos de una semana de la jornada electoral. Ocurre, sin embargo,
que no he logrado hacerme muchas ilusiones. Antes que convencerme de su
capacidad para hacer una diferencia, los candidatos me han convencido, si
acaso, de que la posibilidad de un cambio significativo no depende del quién
gane la elección presidencial. Lo verdaderamente importante, por el momento, pasa
en otra parte.
-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 25 de junio de 2012