lunes, 23 de enero de 2012

De gritones y aguafiestas

Durante las últimas semanas, siguiendo el despuntar de las campañas presidenciales en Estados Unidos, he topado con dos figuras extremas: los gritones y los aguafiestas. Los primeros se toman las elecciones demasiado en serio, como si les fuera la vida en ellas. Los segundos apenas les prestan atención, como si no hicieran prácticamente diferencia. El hábitat natural de los gritones son los medios; el de los aguafiestas, la academia. 

Los gritones suelen concebir el proceso electoral en clave de parteaguas, no como un episodio con sus complejidades y matices sino como una auténtica señal del génesis o el apocalipsis. En su registro, la elección representa un momento crucial, una disyuntiva ineludible, una especie de cita urgente con la posteridad. Los aguafiestas, en cambio, suelen observar el proceso electoral en clave de rutina, no como el acto fundamental de la soberanía democrática sino apenas como otra revisión periódica del pulso ciudadano. En su registro, las elecciones son poco más que una encuesta pero con resultados vinculantes.

Los gritones viven la elección con la intensidad de las campañas, al apremiante son de la coyuntura y el ciclo mediático. Los aguafiestas estudian la elección por sus consecuencias en términos de políticas públicas, al moroso compás de la experiencia y el conocimiento acumulados. Para los primeros, el sentido de la elección se define en la furiosa llamarada del presente; para los segundos, se mide en el fuego lento de la historia.

Hace algún tiempo Christopher Beam publicó en Slate una parodia de ambos estilos, redactando una noticia como lo hacen los gritones y, acto seguido, insertando un enunciado típico de los aguafiestas. Traduzco y ajusto libremente un par de párrafos:

“Obama ha enfrentado multitud de retos difíciles en su presidencia […] Aunque la narrativa sobre esos retos afecte las fugaces percepciones del público, en última instancia los electores juzgarán a Obama según el desempleo y la economía”.

“La intención de voto por los demócratas entre los electores independientes va en franco desplome. Esa frase, por cierto, no significa nada: los electores podrán auto-identificarse como ‘independientes’ pero en casi todos los casos se inclinan por uno u otro partido”.

“En su elección interna, los republicanos tendrán que optar entre un candidato moderado de la cúpula o uno más conservador que represente a las bases. La realidad, sin embargo, es que cualquiera de esos dos candidatos propondrá las mismas políticas en la elección general”. 

“Quien quiera que sea el abanderado republicano tendrá que enfrentarse con Obama, cuyo carisma, historia personal y capacidad de operación política siguen siendo formidables. Pero Obama probablemente ganará por el simple hecho de ser el Presidente en turno y porque los electores siempre votan por el candidato más alto”.

Me quedo con la impresión, al ver despuntar las campañas presidenciales en México, de que quizás acá nos sobran gritones y nos faltan aguafiestas.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 23 de enero de 2012

lunes, 9 de enero de 2012

Estado de derechismo II

En la última entrega del año pasado interpreté un par de caricaturas de Paco Calderón (una sobre el papel de los defensores de Derechos Humanos en la “guerra” contra el crimen organizado, otra sobre el asesinato de dos estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa durante una manifestación de protesta) como síntomas de un fenómeno cultural que propuse llamar “estado de derechismo”: una visión que asume la legalidad menos como un valor para crear ciudadanía que como un instrumento punitivo de clase.

Hoy reincido en el tema para tratar de ahondar en su significado y, sobre todo, de ampliar el inventario de sus manifestaciones.

Y es que con “estado de derechismo” quisiera referirme no sólo a casos extremos como los abusos cometidos por las fuerzas de seguridad o la criminalización del activismo o la protesta, sino también a otros casos aparentemente soterrados o no tan explícitos que, sin embargo, están muy presentes en nuestra vida pública y que expresan esa misma concepción de la ley no como un patrimonio común de derechos y obligaciones que nos igualan sino como un recurso privilegiado que perpetúa las desigualdades que nos diferencian.

Pienso, por ejemplo, en el contraste entre la imagen de los comerciantes ambulantes como una abominable mafia que se apropia ilegalmente de “nuestras” calles y la imagen de las asociaciones vecinales que cierran el tránsito en “sus” colonias como modelos de sociedad civil organizada.

O pienso en quienes insisten, por un lado,  en la necesidad de “flexibilizar” los derechos laborales para hacer más competitiva la economía mexicana pero, por el otro, ni siquiera consideran la posibilidad de hacer lo mismo con los derechos de propiedad de quienes incurren en prácticas monopólicas.

O pienso en que en una sociedad con nuestros niveles de desigualdad la queja mediática más socorrida es que los mexicanos “pagamos demasiados impuestos” (aunque en términos comparativos nuestra recaudación tributaria sea de las más bajas) y no que la mayor parte del gasto público es, de hecho, regresiva (i.e., se concentra en la población de mayores ingresos).

O pienso, por último, en lo que implican el crecimiento constante de la población penitenciaria, la exigencia de penas más severas o incluso de reinstaurar la pena de muerte cuando sabemos que nuestro sistema de impartición de justicia suele encarcelar no a los criminales más peligrosos o que causan mayor daño sino a quienes no tienen recursos para pagarse una defensa adecuada o para sobornar a las autoridades.

He ahí, pues, otros rostros no tan evidentes pero no por ello menos inquietantes del estado de derechismo. De ese querer mano invisible en la economía pero mano dura en la cuestión social.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 9 de enero de 2012