lunes, 24 de junio de 2013

Precisiones sobre el “derecho a ofender”

Últimamente, a raíz de la sentencia de la SCJN en torno al caso de un periodista que demandó a otro por publicar una columna en la que lo llamaba —entre otras cosas— “maricón” y “puñal” (amparo directo en revisión 2806/2012), ha vuelto a circular en la conversación pública mexicana el argumento de que el derecho a la libertad de expresión es, en el fondo, un “derecho a ofender”.

No me ocupo del litigio, un pleito francamente menor y de escasa sustancia; ni tampoco de la resolución de la Corte, que resultó algo rayana en lo excesivo. Me concentro, más bien, en lo problemático que resulta ese argumento según el cual proteger la libertad de un individuo contra la censura es proteger la expresión de ideas no sólo molestas o desagradables sino agresivas o vejatorias hacia otros individuos o grupos.

Y es que plantear el derecho a la libertad de expresión como un “derecho a ofender”, en abstracto y sin mayores precisiones, es no hacerse cargo de que en toda sociedad hay herencias históricas, asimetrías de poder y desigualdades sociales muy profundas que interactúan estrechamente con el ejercicio de las libertades y que, según el caso concreto, pueden potenciarlas o enrarecerlas.

¿O acaso tienen idéntico valor la libertad de expresión de un superviviente del Holocausto que reclama las responsabilidades del pueblo alemán que la de un militante neonazi que se empeña en negar el Holocausto? ¿Son moralmente equiparables el “derecho a ofender” de activistas hispanos que protestan contra el racismo anti-inmigrante en Estados Unidos y el “derecho a ofender” de un popular locutor de radio que sostiene que los blancos son la nueva minoría oprimida y compara a los activistas hispanos con el Ku Klux Klan? ¿Qué significa el hecho de que en México existan tantos términos para nombrar denigratoriamente a los homosexuales pero no a los heterosexuales, o que estemos tan acostumbrados a que los hombres suelan insultarse con apelativos femeninos (llamándose, por ejemplo “nena”, “reina” o “vieja”) pero no a que las mujeres hagan lo propio?

Defender el derecho a la libertad de expresión con un “derecho a ofender” sin reparar en actores, contextos y efectos específicos, es desnaturalizar la utilidad de la ofensa como dispositivo contestatario para que minorías o grupos vulnerables puedan expresar libremente sus reivindicaciones contramayoritarias. Es convertirla en un instrumento del status quo para que mayorías o grupos dominantes puedan perpetuar prejuicios y discursos hegemónicos.

En suma, el “derecho a ofender” sólo se justifica cuando su ejercicio se traduce en una afirmación de la igualdad y una ampliación de las libertades.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 24 de junio de 2013

P.S. Vuelvo a leer este artículo al subirlo al blog y reparo en lo problemático que resulta el último párrafo. Lo transcribo tal y como apareció publicado para no adulterarlo. Pero dejo dicho aquí (por si acaso importa) que si volviera a escribirlo ya no diría lo que dice. Diría, más bien, lo siguiente: "En suma, el 'derecho a ofender' sólo se justifica cuando su ejercicio NO se traduce en una NEGACIÓN de la igualdad o en una RESTRICCIÓN de las libertades".

lunes, 17 de junio de 2013

Datos sin relatos

El miércoles pasado el INEGI difundió algunos datos (http://j.mp/11HEKxr) sobre la estratificación social en México. Rescato tres. Uno, que 59.13% de la población es de clase baja, 39.16% de clase media y 1.71%, de clase alta. Dos, que en el ámbito urbano la clase media corresponde al 47% de la población, mientras que en el ámbito rural ese porcentaje es apenas de 26%. Y tres, que entre 2000 y 2010 el porcentaje de personas de clase media aumentó en 4%.

Busco en la prensa reacciones a dicha información. Encuentro muchas notas que reproducen el boletín del INEGI casi textual, sin añadirle mayor contexto. Una principal en La Jornada, “Por cada persona de ‘clase alta’ hay 49 de ‘baja’: INEGI” (http://j.mp/11QvMRz), que hace mal la cuenta: 59.13 entre 1.71 son 34.57, no 49. Una columna de Luis de la Calle (http://j.mp/167J2Bw), coautor de un libro que asegura que México se ha convertido ya en una sociedad de clase media, argumentando que las conclusiones del INEGI “no son muy diferentes” de las de su libro. Pero nada que aspire a darle rostro a esos números, a ilustrarlos con retratos de personas concretas, ningún relato que los ejemplifique o los interpele.

Es como si en nuestro diarismo las desigualdades no fueran reporteables; como si el único lenguaje posible para decir las diferencias de clase fuera, si acaso, el de los economistas o los administradores públicos. Es como si el país de los periódicos se agotara en el discurso de los funcionarios, en los acuerdos legislativos, en los ajustes a las perspectivas de crecimiento; como si no hubiera vidas que narrar, testimonios que registrar, experiencias de las que dar cuenta.

Pienso, por ejemplo, en el reportaje de Al Jazeera (http://j.mp/ZUYH6v) sobre las raíces históricas de la privatización educativa, la concentración de la riqueza y las protestas estudiantiles en Chile. O en la crónica de Jeff Tietz en Rolling Stone (http://j.mp/17d32ax) que comunica la precariedad de la clase media estadounidense post-2008 a partir de un programa de estacionamientos seguros en Santa Barbara, California, para familias que viven literalmente en sus coches. O pienso también en el trabajo de Leslie T. Chang en National Geographic (http://j.mp/16tzfXc) que muestra las ansiedades que padece la pujante nueva clase media china a través de la rutina de una niña de quinto de primaria.

¿Hay algún medio preparando semblanzas, con nombres y apellidos, para documentar lo que significan las cifras del INEGI? ¿Cómo es que no hemos sabido o no nos ha interesado contarnos historias sobre la actualidad de nuestra estructura social, sobre cómo vivimos nuestras relaciones de clase, sobre las ambigüedades que padecen muestras “nuevas clases medias”?

¿Por qué tenemos un periodismo, digamos, con tan escasa imaginación sociológica?

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 17 de junio de 2013

lunes, 10 de junio de 2013

Los límites del escándalo

En semanas recientes han irrumpido en la conversación pública mexicana tres “escándalos” atípicos: el de la madre de dos hijos del ex Ministro de la Suprema Corte de Justicia, Genaro Góngora Pimentel; el del nieto del Procurador General de la República, Jesús Murillo Karam, y la hija del director del Centro de Investigación y Seguridad Nacional, Eugenio Ímaz Gispert; y el de la madre de un hijo del Presidente de la República, Enrique Peña Nieto.

Desde luego, cada caso es único. Por los personajes involucrados, por el tipo de abuso al que se refiere, por las implicaciones legales que conlleva, etcétera. Con todo, hay acaso algunos rasgos comunes en los cuales conviene reparar.

El primero es su carácter político-familiar, el hecho de que en las tramas de cada uno se anudan poder y parentesco. El segundo es el problema de género, que en todos se impone una evidente asimetría de poder, de recursos y visibilidad, entre hombres y mujeres. Y el tercero es el papel del sistema de justicia, el absoluto fiasco en el que deriva la intervención de juzgados y procuradurías.

A pesar de esas similitudes, sin embargo, la atención pública destinada a cada “escándalo”, así como sus respectivas consecuencias, han sido muy distintas.

En el caso de Góngora Pimental la presión de los medios surtió un efecto positivo pero parcial: lo obligó a negociar para que la madre de sus hijos fuera excarcelada, a acordar un aumento significativo en el monto de la pensión alimenticia y a dejarle la custodia de los menores. Muy bien, pero ¿y la red de complicidades y tráfico de influencias que le permitió al ex ministro encarcelarla a partir de una acusación que, según la propia juez que ordenó su libertad, “no se demostró”? ¿Y la corrupción en los tribunales? ¿Y la opacidad con la que opera la judicatura?

En el caso de Murillo Karam e Ímaz Gispert, la presión surgió no tanto de los medios de comunicación como de las redes sociales. Y su efecto fue, apenas, informativo: supimos que el nieto de Murillo golpeó a la hija de Ímaz, que ella acudió a la procuraduría local y luego, nada, que la víctima se desistió o no presentó denuncia. El agresor acudió a declarar que se sentía “arrepentido” y estaba “dispuesto a asumir las consecuencias de sus actos”, pero al “no encontrarse a la fecha ninguna denuncia presentada en su contra” se retiró del lugar. Es decir, como si no hubiera pasado nada.

Y en el caso de Enrique Peña Nieto no ha habido realmente reacción ni en medios ni en redes ni en tribunales. Es como si la madre de su hijo o su hijo no existieran.

Cada caso tendrá, sin duda, sus especificidades y complicaciones. Pero los tres exhiben, con rotunda claridad, que el sistema de justicia está podrido y que la presión que ejercen medios de comunicación y redes sociales es inevitablemente selectiva e insuficiente.


Las injusticias que no se resuelven en los tribunales de la ley no van a resolverse, no pueden resolverse, en los tribunales de la opinión.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes10 de junio de 2013

lunes, 3 de junio de 2013

Supongamos

Supongamos que no es sólo negligencia y desorganización lo que define la estrategia en materia de seguridad del nuevo gobierno. La posibilidad de que Enrique Peña Nieto hace como si la “guerra” nunca hubiera ocurrido, como si no tuviera nada que decir de los 5,762 muertos acumulados durante su sexenio, porque hay un sector significativo de la población que ya no quiere saber más al respecto.

Supongamos que hay muchos ciudadanos cansados de las noticias, que ya no quieren enterarse, que ya se hartaron de todo lo que tenga que ver con la violencia. Que la inacción gubernamental es una forma de aprovechar esa especie de fatiga generalizada. Que la desidia que aparentemente impera en los medios es consecuencia de que no hay demanda de información.

Supongamos que la voluntad de simular que aquí no pasa nada es una manera de procurar, de actuar conforme al sentir de cada vez más mexicanos.

Supongamos que no es nada más un asunto de las autoridades, que la cuestión no se agota en el hecho de que funcionarios, instituciones u órdenes de gobierno intentan ocultar su incompetencia, su incapacidad o su indiferencia. Que se trata, también, de un problema de falta de interés, de presión, de exigencia.

Supongamos que un factor fue el vocabulario con el que aprendimos a describir el problema, la narrativa en función de la cual nos fuimos contando la historia: “operativos”, “ejecutados”, “narcomantas”, “levantados”, “encaujelados”, “ensabanados”, “rutas”, “descabezados”, “lugartenientes”, “plazas”, “desaparecidos”, “capos”, “colgados”.

Supongamos que esos y otros términos saturaron la conversación pública. Que por una u otra razón ese relato ya no funciona para capturar el ánimo del público, para despertar su enojo o al menos su preocupación, para inspirar preguntas, críticas, reclamos que de veras comprometan a las autoridades, que las obliguen a ofrecer respuestas.

Supongamos que hubiera otro vocabulario, otro narrativa, que la violencia fuera susceptible de ser representada con otros términos. No solamente los del Ejército, la Marina o las policías por un lado; del narco, los cárteles, y los sicarios por el otro. Que pudiéramos ir más allá de la coyuntura del 2006-2007 para discutir que pasó durante las décadas en las que fueron gestándose las condiciones estructurales que hicieron esa coyuntura posible.

Supongamos, por ejemplo, que trabajos como el de Salvador Maldonado Aranda, “Drogas, violencia y militarización en el México rural. El caso de Michoacán” (http://j.mp/13e8wgf), no se quedan en la mera referencia académica. Que incumben fuera del ámbito de los especialistas, que algo hay que aprender de ellos, que pueden incidir y hacer diferencia.

Supongamos que importa, que vale la pena llamar la atención y decirlo. Supongamos que no nos hemos acostumbrado, que nos negamos a admitir que entre novecientos y mil muertos al mes sean parte de nuestra normalidad.

Supongamos…

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 3 de junio de 2013