En
semanas recientes han irrumpido en la conversación pública mexicana tres
“escándalos” atípicos: el de la madre de dos hijos del ex Ministro de la
Suprema Corte de Justicia, Genaro Góngora Pimentel; el del nieto del Procurador
General de la República, Jesús Murillo Karam, y la hija del director del Centro
de Investigación y Seguridad Nacional, Eugenio Ímaz Gispert; y el de la madre
de un hijo del Presidente de la República, Enrique Peña Nieto.
Desde
luego, cada caso es único. Por los personajes involucrados, por el tipo de abuso
al que se refiere, por las implicaciones legales que conlleva, etcétera. Con
todo, hay acaso algunos rasgos comunes en los cuales conviene reparar.
El
primero es su carácter político-familiar, el hecho de que en las tramas de cada
uno se anudan poder y parentesco. El segundo es el problema de género, que en todos
se impone una evidente asimetría de poder, de recursos y visibilidad, entre
hombres y mujeres. Y el tercero es el papel del sistema de justicia, el
absoluto fiasco en el que deriva la intervención de juzgados y procuradurías.
A
pesar de esas similitudes, sin embargo, la atención pública destinada a cada “escándalo”,
así como sus respectivas consecuencias, han sido muy distintas.
En
el caso de Góngora Pimental la presión de los medios surtió un efecto positivo
pero parcial: lo obligó a negociar para que la madre de sus hijos fuera
excarcelada, a acordar un aumento significativo en el monto de la pensión alimenticia
y a dejarle la custodia de los menores. Muy bien, pero ¿y la red de
complicidades y tráfico de influencias que le permitió al ex ministro
encarcelarla a partir de una acusación que, según la propia juez que ordenó su
libertad, “no se demostró”? ¿Y la corrupción en los tribunales? ¿Y la opacidad
con la que opera la judicatura?
En
el caso de Murillo Karam e Ímaz Gispert, la presión surgió no tanto de los
medios de comunicación como de las redes sociales. Y su efecto fue, apenas,
informativo: supimos que el nieto de Murillo golpeó a la hija de Ímaz, que ella
acudió a la procuraduría local y luego, nada, que la víctima se desistió o no
presentó denuncia. El agresor acudió a declarar que se sentía “arrepentido” y
estaba “dispuesto a asumir las consecuencias de sus actos”, pero al “no
encontrarse a la fecha ninguna denuncia presentada en su contra” se retiró del
lugar. Es decir, como si no hubiera pasado nada.
Y
en el caso de Enrique Peña Nieto no ha habido realmente reacción ni en medios
ni en redes ni en tribunales. Es como si la madre de su hijo o su hijo no
existieran.
Cada
caso tendrá, sin duda, sus especificidades y complicaciones. Pero los tres exhiben,
con rotunda claridad, que el sistema de justicia está podrido y que la presión
que ejercen medios de comunicación y redes sociales es inevitablemente
selectiva e insuficiente.
Las
injusticias que no se resuelven en los tribunales de la ley no van a resolverse,
no pueden resolverse, en los tribunales de la opinión.
-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes10 de junio de 2013
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