lunes, 20 de junio de 2011

Sicilia: las historias y las demandas

Trato de hacer una síntesis de las principales demandas de la caravana encabezada por Javier Sicilia. Me topo, sin embargo, con múltiples dificultades: lo errático de la atención que le prestaron casi todos los medios de comunicación (el casi, hay que decirlo, fue Milenio); los confusos exabruptos e improvisaciones del poeta; un repertorio de demandas a veces demasiado amplio, a veces demasiado abstracto, a veces muy poco coherente; el hecho de que otros intereses y organizaciones metieron su cuchara o le jugaron chueco; etcétera. 


Con todo, al margen de esas dificultades, lo que rescato es la expresión colectiva de dolor, de impotencia, de desesperación. No tanto demandas sino historias, cientos de historias, de quienes se congregaron al paso de la caravana para dar testimonio de sus muertos o desaparecidos.  

Cada historia es única y, al mismo tiempo, parecida a las demás: “mataron a mi nietecito, también a nosotros nos mataron en vida”; “mi hijo fue asesinado y el gobierno no hace nada, soy madre soltera y la gente no sabe el daño”; “cuando nacieron tenían nombres”; “nuestra hija fue con su hijo al banco, salió del banco con un balazo en la espalda, ella protegió a su hijo”; “cuando te sucede esto como madre te cortan la vida”; “asesinaron a mi hijo, las autoridades no me hacen caso”; “aquí estoy esperando a dos niños míos que no encontramos, vamos a cumplir tres años sin saber nada de ellos”; “quiero que me ayuden, mi hijo tiene 16 años, no sé dónde está”; “tienen firma, tienen nombre, tienen rostro y tienen madre que los busca”; “yo al menos tuve la suerte de recuperar el cadáver de mi hijo”; “que me lo regresen porque es un dolor que ya no puedo”.  

Entre esas historias y las demandas del movimiento hay una franca desconexión. Los deudos quieren encontrar a sus familiares, saber dónde están, qué les pasó. Reclaman, lloran, no se resignan pero ya no saben qué hacer, dónde pedir ayuda, con quién hablar. Las demandas, en cambio, fluctúan desde exigir una reforma al sistema de procuración de justicia hasta que se decrete un aumento al salario mínimo, desde que haya un combate frontal al lavado de dinero hasta que se le cumplan los acuerdos de San Andrés Larráinzar, desde que haya un cambio en la estrategia de lucha contra el crimen organizado hasta que se revoquen no sé qué concesiones mineras en San Luis Potosí, desde rescatar la memoria de las víctimas hasta hacer una movilización en contra de la reforma laboral. 

Tengo para mí que las historias imponen, por su propio peso, dos demandas elementales pero indispensables. Ambas se plantearon en algún momento, pero ambas quedaron extraviadas en esa especie de lista de supermercado que terminó siendo el llamado “Pacto de Juárez”. La primera es determinar la identidad de los muertos, devolverles sus nombres y apellidos. La segunda es atender a las otras víctimas, crear un padrón o registro nacional de personas desaparecidas.  

Entiendo que en la organización de la caravana se conjugaron muchas complicaciones, que por su constitución diversa el de Sicilia se ha convertido en un “movimiento de movimientos”. Pero entiendo, también, algo muy claro y simple: el que mucho abarca…

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 20 de junio de 2011

sábado, 4 de junio de 2011

El México de la comentocracia

El martes pasado escribió Héctor Aguilar Camín, en Milenio, sobre el tedio que en ocasiones produce la lectura de nuestros periódicos. Sobre cómo esa dosis cotidiana de declaraciones, violencias, escándalos, fiascos y opiniones al por mayor termina por enfermarlo a uno, como a los aviones o a los puentes, de “fatiga de materiales”. Sobre cómo a fuerza de repetir una y otra vez las mismas “anormalidades”, de servirnos el mismo “menú esperpéntico” un día sí y otro también, la prensa termina por sofocar toda sensación de novedad.

Así, decía Aguilar Camín, el México de los periódicos “es más o menos siempre el mismo México, más o menos siempre la misma noticia, más o menos siempre las mismas opiniones sobre las mismas noticias y el mismo México”. Un México en el que “el mundo, el ancho y sorprendente mundo, está por lo común ausente, refugiado en páginas interiores que apenas lo son. Lo mismo la cultura, la invención científica, la variedad interminable de la vida cotidiana”. Acto seguido, sin embargo, reparaba: “O será el efecto de oír repetidas las mismas cosas, matices más o menos, en tantos medios, por escrito y por hablado, en el inmenso murmullo de la comentocracia, a la vez diversa y unánime”.

Me interesa su argumento (sobre todo esa segunda parte relativa no tanto al México de los periódicos sino, más bien, al México de la comentocracia) porque encuentro en él, paradójicamente, tres atisbos de novedad.

La primera es que se trata de un argumento pensado no desde el púlpito sino desde la congregación, es decir, que trata de articular el punto de vista de quien consume más que el de quién produce opinión. Es el testimonio de un columnista que asume la condición de lector y da cuenta de la fatiga que como lector le provoca el infatigable blablablá de los columnistas.

La segunda es que en esa confesión de fatiga hay un asomo autocrítico, una tentativa de reflexionar con franqueza --“a calzón quitado” diría Mauricio Tenorio-- en torno a las patologías del propio oficio de opinar: a sus excesos, sus fatuidades, sus imposturas, sus naderías, a sus redundancias. Es una invitación a que quienes se ganan la vida ejerciendo la crítica no se abstengan de ejercer sus rigores también consigo mismos.

La tercera es el reconocimiento de que ese México de la comentocracia es un México  insoportablemente monótono (casi siempre habla de política), histérico (casi siempre está de malas) y de muy estrechos horizontes, que no sabe ver de lejos (más allá de nuestras fronteras) ni tampoco de cerca (al ras de lo local). Es un llamado a que los profesionales de la opinión asuman su responsabilidad con respecto al fatigoso estado de nuestra conversación pública.

Ojalá.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 6 de junio de 2011