sábado, 4 de junio de 2011

El México de la comentocracia

El martes pasado escribió Héctor Aguilar Camín, en Milenio, sobre el tedio que en ocasiones produce la lectura de nuestros periódicos. Sobre cómo esa dosis cotidiana de declaraciones, violencias, escándalos, fiascos y opiniones al por mayor termina por enfermarlo a uno, como a los aviones o a los puentes, de “fatiga de materiales”. Sobre cómo a fuerza de repetir una y otra vez las mismas “anormalidades”, de servirnos el mismo “menú esperpéntico” un día sí y otro también, la prensa termina por sofocar toda sensación de novedad.

Así, decía Aguilar Camín, el México de los periódicos “es más o menos siempre el mismo México, más o menos siempre la misma noticia, más o menos siempre las mismas opiniones sobre las mismas noticias y el mismo México”. Un México en el que “el mundo, el ancho y sorprendente mundo, está por lo común ausente, refugiado en páginas interiores que apenas lo son. Lo mismo la cultura, la invención científica, la variedad interminable de la vida cotidiana”. Acto seguido, sin embargo, reparaba: “O será el efecto de oír repetidas las mismas cosas, matices más o menos, en tantos medios, por escrito y por hablado, en el inmenso murmullo de la comentocracia, a la vez diversa y unánime”.

Me interesa su argumento (sobre todo esa segunda parte relativa no tanto al México de los periódicos sino, más bien, al México de la comentocracia) porque encuentro en él, paradójicamente, tres atisbos de novedad.

La primera es que se trata de un argumento pensado no desde el púlpito sino desde la congregación, es decir, que trata de articular el punto de vista de quien consume más que el de quién produce opinión. Es el testimonio de un columnista que asume la condición de lector y da cuenta de la fatiga que como lector le provoca el infatigable blablablá de los columnistas.

La segunda es que en esa confesión de fatiga hay un asomo autocrítico, una tentativa de reflexionar con franqueza --“a calzón quitado” diría Mauricio Tenorio-- en torno a las patologías del propio oficio de opinar: a sus excesos, sus fatuidades, sus imposturas, sus naderías, a sus redundancias. Es una invitación a que quienes se ganan la vida ejerciendo la crítica no se abstengan de ejercer sus rigores también consigo mismos.

La tercera es el reconocimiento de que ese México de la comentocracia es un México  insoportablemente monótono (casi siempre habla de política), histérico (casi siempre está de malas) y de muy estrechos horizontes, que no sabe ver de lejos (más allá de nuestras fronteras) ni tampoco de cerca (al ras de lo local). Es un llamado a que los profesionales de la opinión asuman su responsabilidad con respecto al fatigoso estado de nuestra conversación pública.

Ojalá.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 6 de junio de 2011

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