lunes, 28 de octubre de 2013

El INE y la visión “chilangocéntrica”

Ya en otras ocasiones me he referido a la visión “chilangocéntrica” que suele imperar en nuestra conversación pública: una visión que no se ocupa del ámbito local más que en términos de sus implicaciones para la política “nacional” y que, a fuerza de no ocuparse, termina por no saber dar cuenta de lo que ocurre en él o, peor aún, por representarlo como un ámbito reducido a oscilar entre la anarquía y el despotismo.

Vuelvo al tema porque identifico mucho de esa visión en la propuesta de reforma, ampliamente comentada durante las últimas semanas, que tiene como objetivo desaparecer tanto al Instituto Federal Electoral (IFE) y a los institutos electorales de los estados para crear un gran Instituto Nacional Electoral (INE) que se encargue de organizar todas, todas, las elecciones.

El diagnóstico es que el poder de los  gobernadores sobre los comicios locales está fuera de control, que los institutos no tienen capacidad para garantizar la integridad de los procesos electorales o se encuentran, incluso, capturados por los mismos gobernadores.

Y la presunta solución consiste en prescindir por completo de las propias entidades federativas sustrayendo la materia electoral de su ámbito de competencia para concentrarla, en cambio, en un único órgano que desde el centro meta en cintura a los gobernadores y ponga orden, de Tijuana hasta Chetumal, en los procesos electorales locales.

El diagnóstico es típicamente “chilangocéntrico” tanto en la generalización como en la abstracción. Por un lado, asume que la “provincia” es homogénea, no se detiene a observar especificidades ni a hacer distinciones. Por el otro, tampoco considera necesario recurrir a algún tipo de evidencia, no ofrece datos duros ni remite a casos concretos. Imagina, pues, que fuera del D.F. no hay más que “Cuautitlanes” con gobernadores “feudales”, instituciones sometidas y sociedades postradas . Hace como si la diversidad política regional no existiera ni hubiera información al respecto.

La solución es igualmente “chilangocéntrica” tanto al dar por descontada la posibilidad de encontrar alternativas locales como al suponer que la mejor opción es centralizar. Es decir, no se detiene a considerar el fortalecimiento del sistema de pesos y contrapesos a nivel estatal, ni tampoco repara en lo endeble que resulta la expectativa de querer controlar a los gobernadores desde la lejanía y el desconocimiento que imperan en la capital. No concibe que puedan existir soluciones locales ni que la viabilidad de una intervención “desde arriba” sea cuestionable. Hace como si la “provincia” no tuviera remedio y el centro fuera infalible.

La propuesta del INE no parte de un diagnóstico sino de un prejuicio. Y no es una solución sino un desplante…

Es difícil imaginar algo más “chilangocéntrico” que querer limitar a los “virreyes” de los estados instituyendo una nueva autoridad electoral con toda la fisonomía de una metrópoli.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 28 de octubre de 2013

lunes, 21 de octubre de 2013

Alfredo Corchado y la alquimia de la experiencia migratoria

La semana pasada se presentó en la ciudad de México Medianoche en México. El descenso de un periodista a las tinieblas de su país (Debate, 2013): un relato, a medio camino entre reportaje y testimonio, sobre el lado más oscuro de las transformaciones que ha vivido México durante las últimas dos décadas.

Su autor, Alfredo Corchado, es originario de San Luis de Cordero, un pequeño pueblo en Durango cerca de la zona hoy conocida como “el triángulo dorado”. A mediados de los años sesenta, cuando era apenas un niño, Corchado migró con su madre y sus hermanos a Estados Unidos, donde su padre trabajaba de bracero. Allá se quedó, allá creció, allá adquirió una educación sentimental atesorando recuerdos familiares y mucha música mexicana. Y allá, también, se hizo periodista. Pero treinta años después volvió, como corresponsal “extranjero” del Dallas Morning News, a una patria muy distinta de la de su nostalgia.

Medianoche en México es el producto de su trabajo como reportero y de su ajuste de cuentas, digamos, como Mexican-American en México. De ahí que sea un libro susceptible de ser leído, como bien apuntó Guillermo Osorno al presentarlo, en diversos registros: como una bitácora de ese profundo deterioro que llamamos “la guerra”; como una carta de amor filial; como una lección de periodismo bajo amenaza; como una saga del retorno lopezvelardiano al edén subvertido; como la crónica de un muy personal proceso de autodescubrimiento…

Yo he querido leerlo como la expresión de una sensibilidad liminar con respecto a México, de una suerte de feeling fronterizo con suficiente cercanía como para saber cómo son las cosas aquí pero suficiente distancia como para no haberse acostumbrado a que las cosas sean así. Una mirada anfibia, pues, de la que emana una visión del presente mexicano realista pero sin cinismo, inconforme pero sin ingenuidad.

En esa sensibilidad, en ese feeling, en esa mirada hay una alquimia a un tiempo contundente y conmovedora. Sus padres decidieron llevarse a la familia a Estados Unidos porque aquí no había oportunidades, no había futuro para ellos. Cincuenta años después Alfredo Corchado regresa y escribe un libro sobre México dedicado a sus padres “por enseñarme el arte de creer a pesar de todas las adversidades”.

Es la alquimia de la experiencia migratoria: crear esperanza donde ya no la había.

De eso se trata, en el fondo, el libro de Alfredo Corchado. De un mexicano de Estados Unidos que vuelve para regalarnos a los mexicanos de México el relato doloroso pero aún así esperanzado que él ha logrado entresacar, a partir de su propia experiencia, de nuestra desesperación.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 21 de octubre de 2013 

lunes, 14 de octubre de 2013

Recuerdo de Orwell

En un lúcido ensayo sobre la fuerza del autoengaño en política –sobre el hábito de creer cosas que uno sabe que no son ciertas o de negarse a admitir hechos evidentes–, George Orwell invitaba a sus lectores a llevar un diario en el que registraran sus opiniones sobre eventos importantes. De ese modo, cuando hubiera circunstancias o datos que mostraran cuán absurda era tal o cual opinión, podrían cotejar si dicha opinión no había sido, de hecho, la suya.

Era una fórmula muy apta para tratar de no incurrir en la frecuente práctica de sostener opiniones políticas con independencia de los acontecimientos a los que se refieren. Es decir, como si se bastaran a sí mismas, como si el adjetivo “políticas” le concediera a dichas opiniones el privilegio de no tener que confrontarse con la realidad. Seamos francos, remataba Orwell: “ver lo que ocurre delante de nuestras narices requiere una batalla constante”. Una batalla, se entiende, sobre todo contra nuestra obstinada capacidad de autoengañarnos.

El genio de Orwell estaba, más que en sus ideas o en su método, en su empeño de dar precisamente esa batalla. En su voluntad de mantenerse en guardia ante el acecho que las inercias, las pasiones y los prejuicios ejercen, desde el cubil del propio fuero interno, sobre nuestra disposición para habérnoslas con el mundo. Fue así como Orwell logró cultivar esa dignidad tan distintiva que tuvo su mirada, ese modesto pero transparente estilo basado en lo que él mismo denominó “el poder de encarar”.

Su prosa fue un elocuente testimonio de ese poder. Limpia, llana, directa, no buscaba agradar sino ser clara: decir lo que tenía que decir como tenía que decirlo. Y es que la integridad de la escritura era inseparable, para Orwell, de la integridad de la conciencia. “El mayor enemigo del lenguaje claro es la falta de sinceridad”, dejó dicho en otro de sus ensayos. Alérgico a los eufemismos, a los lugares comunes y a las frases hechas, exigía a quienes escribimos pensar las palabras con las que trabajamos para evitar que las palabras hicieran el trabajo de pensar, o mejor dicho de no pensar, por nosotros.

Contra la comodidad del autoengaño y la impunidad de la palabrería en una conversación pública que a veces, demasiadas veces, tiene muy poco de genuina conversación y mucho de estéril griterío, he querido recordar a Orwell como un modelo, como un ejemplo en cuya obra encarna muy sobradamente una virtud que a veces, demasiadas veces, parece hacernos falta: la honestidad intelectual.    

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 14 de octubre de 2013

lunes, 7 de octubre de 2013

El racismo como historia viva

James Baldwin (1924-1987), cuya obra constituye una de las más logradas exploraciones críticas de lo que fue la experiencia negra en Estados Unidos durante el siglo XX, exigía concebir la historia no como sinónimo de un tiempo anterior, como aquello que dejó de existir, sino como algo que sigue existiendo: como una fuerza viva.

“La historia”, escribió en La culpa del hombre blanco (http://j.mp/196l7p5), “no se refiere sólo, ni siquiera principalmente, al pasado. Al contrario, su gran poder reside en el hecho de que la llevamos dentro de nosotros mismos, de que en muchos sentidos estamos inconscientemente controlados por ella. La historia está literalmente presente en todo lo que hacemos”.

La implicación fundamental de esa idea en la obra de Baldwin —que la historia no es lo que ya pasó sino lo que todavía está pasando— es que aunque el origen de las injusticias raciales se remonte a décadas o siglos anteriores, su persistencia a través del tiempo, sus ramificaciones hasta el día de hoy, generan cierto tipo de responsabilidad.

Y es que un individuo no puede ser llamado a cuentas por lo que la historia ha sido, pero sí por lo que él hace con la historia de la que forma parte y que forma parte de él. Uno no escoge tener la piel blanca, pues, pero sí escoge qué actitud asume con respecto a todos los privilegios que aún en la actualidad conlleva tener ese color de piel.

Recuerdo a Baldwin y su idea del racismo como una historia viva a raíz de la irrupción de múltiples episodios más o menos recientes en la conversación pública mexicana: por ejemplo, del artículo de Mario Arriagada sobre la llamada “prensa de sociales” (http://j.mp/1b0AK0O); de un par de notas en torno a la discriminación explícita que practican las agencias de publicidad (http://j.mp/1fTpKZk o http://j.mp/16BZZcd); de las expresiones raciales que en las redes sociales se endosaron contra los maestros de la CNTE (http://j.mp/1fbgFtA); de la humillación por parte de un funcionario local que padeció un niño tzotzil que vendía dulces en Villahermosa (http://j.mp/16sa9dm); de cómo dos semanas después del paso de las tormentas “Ingrid” y “Manuel” por Guerrero, las autoridades sólo habían atendido a 60 de más de 700 comunidades indígenas que habitan en la región de La Montaña (http://j.mp/18dULAs); de los casos trata y explotación sexual que padecen muchos menores de origen indígena(http://j.mp/GD76ES)
de la mujer mazateca que, tras serle negada atención médica en un centro de salud en Oaxaca, terminó dando a luz en plena intemperie (http://j.mp/192pFgb); etcétera.


Lo que vemos cuando vemos todas estas manifestaciones acumuladas de racismo no es otra cosa que el rostro de una historia muy vieja pero muy viva. Una historia de la que no hemos sabido, o no hemos querido, hacernos cargo.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 7 de octubre de 2013