lunes, 25 de octubre de 2010

La mirada de Friedrich Katz (1927-2010)

Digamos que, de ordinario, los historiadores estudian épocas: delimitan principio y fin de distintos períodos, hacen inteligibles cambios y continuidades, buscan un sentido de orden en el azaroso transcurrir del tiempo. Pero hay historiadores que, además, hacen época ellos mismos: que cuentan historias como nadie las había contado, que descubren relaciones entre hechos aparentemente inconexos, que inauguran nuevas visiones del pasado. Friedrich Katz fue uno de esos historiadores extraordinarios.

Primero, por el amplísimo registro de su obra, por haber desarrollado un repertorio temático y cronológico que abarcó desde la organización socioeconómica de los aztecas hasta las condiciones de trabajo en las haciendas porfirianas, desde las revueltas rurales durante la colonia hasta la participación de las potencias extranjeras en la Revolución Mexicana, desde la República Restaurada hasta las bases sociales del villismo en Chihuahua, desde la colonización de la frontera norte hasta las gestiones diplomáticas de México para dar asilo a los perseguidos por el fascismo en Europa. Nada de la historia mexicana le fue ajeno.

Segundo, por la vocación internacionalista y comparativa de su método. Internacionalista porque Katz mostró que para entender a México hay que entender la importancia que otros países tuvieron en su historia así como la importancia que México tuvo en la historia de otros países. Comparativa porque Katz recurrió una y otra vez al contraste, a la identificación de similitudes y diferencias con lo ocurrido en otros lugares y/o momentos, para distinguir tanto lo universal como lo específico del devenir histórico mexicano. En su interpretación México nunca fue un caso aislado ni exótico.

Y, tercero, por el profundo compromiso social que nutrió su quehacer historiográfico. Y es que Katz siempre pensó la historia desde la perspectiva de quienes él mismo solía denominar, con su encantador acento austriaco, “las clases populares”. Pero, a diferencia de otros historiadores “comprometidos”, lo hizo sin caer en la condescendencia ni el romanticismo, ciñéndose rigurosamente a las verdades parciales de los archivos antes que a la verdad absoluta de la ideología. La historia para Katz no fue una forma de la militancia sino, más bien, un género de la empatía.

¿Cómo se gestó esa mirada, esa visión tan original de la historia mexicana? El propio Katz sugirió una posible respuesta hace algunos años, cuando alguien le preguntó por qué, si su vida y la de su familia se habían visto tan marcadas por las turbulencias de la historia europea, él terminó dedicándose a la historia de México. Katz se tomó unos segundos y respondió (cito de memoria): “Mi familia y yo huimos de la Alemania nazi por ser judíos, huimos de la Francia ocupada por haber apoyado la causa de la República en la Guerra Civil Española, huimos de Estados Unidos por la filiación comunista de mi padre. Fue así que acabamos refugiados en México, el primer lugar del que nunca tuvimos que huir. Yo llegué a la edad de 13 años, conocí el país durante la etapa final de su revolución y pensé: caray, los mexicanos… qué gente tan civilizada”.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 25 de octubre de 2010 

lunes, 11 de octubre de 2010

Pasado inmediato

En cierto sentido, dos fechas definen las coordenadas de nuestro espectro político actual: 1982 y 2006. Ambos son, cada uno a su manera, momentos que señalan un antes y un después, puntos de no retorno, años que engendraron épocas. Son fechas cuyo legado organiza, para bien o para mal, buena parte de nuestros antagonismos; fechas emblemáticas, preñadas de polémica, en torno a las cuales gravitan muchas de los rencores, temores y frustraciones que dicen la historia de nuestro presente.

Digamos, para empezar, que cada fecha tiene su alarde autoritario, un gesto a un tiempo de poder y de impotencia: en el caso de 1982, es la decisión del presidente López Portillo de nacionalizar la banca; en el del 2006, es la decisión del candidato López Obrador de no admitir su derrota en las elecciones presidenciales. La primera quiso ser un golpe de timón para controlar una crisis económica que parecía ingobernable; la segunda, una patada en el tablero del juego democrático para deslegitimar un resultado desfavorable.

Cada fecha marca, así, una ruptura fundamental: en 1982, la del modelo económico; en 2006, la del arreglo electoral. La ruptura de 1982 conduce, a la larga, al programa de reformas que en aquel entonces se denominó “ajuste estructural”. La ruptura de 2006 deriva, al año siguiente, en la remoción de varios consejeros del IFE y nuevas reformas al sistema electoral.

Pero el saldo de unas y otras reformas resultó, por llamarlo de algún modo, contradictorio. Las primeras, que proponían darle dinamismo a una economía postrada, resultaron en recesiones recurrentes (1982-1983, 1986, 1995, 2001, 2009) y tasas de crecimiento que promedian apenas un 2% anual; las segundas, que respondían a la necesidad de reencauzar institucionalmente el conflicto, terminaron debilitando aún más a una ya de por sí maltrecha autoridad electoral.

Por un lado, 1982 significa el agotamiento del “milagro mexicano” (inflación, deuda, fuga de capitales), significa “la crisis” (precariedad, inestabilidad, incertidumbre), significa “neoliberalismo” (privatizaciones, corrupción, informalidad). Significa, pues, un legado de contracción de lo público, de incredulidad tras la experiencia de la liberalización económica, de dificultad para imaginar futuro.

Por el otro lado, 2006 significa el fin de la “era Woldenberg” (sospechas, acusaciones, desprestigio), significa multitud de agravios y resentimientos (“nacos” vs. “pirruris”, “cállate chachalaca”, “un peligro para México”, “no al pinche fraude”, “haiga sido como haiga sido”). Significa, pues, un legado de baja política, de polarización social, de desconfianza en la competencia democrática.

Decir 1982 y 2006 es decir, en suma, dos años cuyas sombras nos envuelven.

-- Carlos Bravo Regidor 

La Razón, lunes 11 de octubre de 2010