lunes, 28 de marzo de 2011

Renunciar al columnismo

Hace un par de semanas Frank Rich, colaborador del New York Times por más de tres décadas (de 1980 a 1993 como crítico de teatro y de 1994 a 2011 como editorialista político), anunció que renunciaba a su espacio semanal en dicho diario. “No me gusta lo que la implacable producción de columnas le ha hecho a mi escritura”, confesó. Las restricciones y los ritmos del periodismo de opinión han hecho “que me aburra de mi propia voz”.

Y es que la rutina del columnismo, dijo, obliga a opinar con una seguridad que uno muchas veces no tiene, a hacer como si le preocuparan temas que en realidad no le importan, a pasar por encima de los matices para llegar a una conclusión inequívoca. Yo aspiro, concluyó Rich, “a escribir más reflexivamente, con mayor detenimiento […] y sin sentirme a merced de las exigencias frecuentemente histéricas del ciclo mediático. Uno que otro columnista ha sabido mantener el porte literario a lo largo de su carrera, pero los que se quedan por demasiado tiempo corren el riesgo de volverse blandos o chillones. Yo prefiero renunciar antes que sucumbir a ello”.

Asimismo, hace un par de días Bob Herbert, editorialista político del mismo diario durante casi veinte años, anunció que también renunciaba: “Desde hace tiempo anhelo ir más allá del encogido formato de la columna de opinión, de su rígido límite de 800 palabras, e involucrarme en esfuerzos más amplios y versátiles […] Quiero escribir más extensiva y agresivamente sobre las injusticias que padecen las clases trabajadores, los pobres y muchos otros en nuestra sociedad que se encuentran en el lado equivocado del poder”.

No ocurre todos los días que dos venerables veteranos del mejor periodismo de opinión abandonen las páginas de un periódico como el New York Times. Y aunque ambos lo hicieron en términos por demás cordiales (al menos públicamente), su partida coincide con un proyecto de “reinvención” del diario que incluye, entre muchas otras cosas, ponerse al día con lo que sus artífices (Bill Keller y Andrew Rosenthal) han denominado la “explosión de opiniones” provocada por internet. De ahora en adelante, advirtieron, habrá “más voces, videos, gráficos, arte e ilustraciones, más interacción social. Más de todo”.

Por un lado, Rich y Herbert abandonan sus columnas en busca de espacios de reflexión “menos estrechos”; por el otro, Keller y Rosenthal ponen en marcha una renovación que promete una oferta editorial “más amplia”. Evidentemente no están hablando de lo mismo: lo que los primeros encontraron demasiado estrecho no es lo que los segundos se proponen ampliar.

No creo que se trate de un caso único. Más bien, me parece que en general la conversación pública en todo el mundo va hacia allá: más voces, más volumen, más opiniones, más cortas, más inmediatas, más tajantes. Más, más y más: el estridente blablablá de esa irrealidad que es la “realidad mediática” (Enrique Vila-Matas dixit).

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 28 de marzo de 2011

lunes, 14 de marzo de 2011

Egiptología de ocasión II

Vuelvo a un tema sobre el que escribí hace algunas semanas: la epidemia de opiniones al vuelo en torno a las revueltas populares de Túnez, Egipto, Libia y otros países. Y vuelvo porque aunque las revueltas hayan perdido ya buena parte de la atención que atrajeron en un principio (así pasa cuando las cosas se complican), creo que todavía queda mucho por aprender del episodio mediático suscitado en torno a ellas.

Pienso, por ejemplo, en el hecho de que ni siquiera los periódicos de mayor prestigio internacional fueron del todo inmunes al opinionismo, en que ni siquiera la comentocracia “global” supo darse la pausa necesaria, tomarse la distancia suficiente, para ponderar los hechos con un mínimo de perplejidad. Para muestra, dos botones.  

Primero, un comentario de Timothy Garton Ash en The Guardian, digno de figurar en los abultados anales del etnocentrismo europeo. ¿Qué está en juego en la plaza Tahrir de El Cairo? El futuro de Europa. ¿Qué pasa si las revueltas evitan la deriva islamista? Una nueva modernidad permitirá a éstos jóvenes árabes desempleados cruzar libremente el Mediterráneo para encontrar trabajo y así financiar los sistemas de pensiones de las envejecidas economías europeas. ¿Y si las revueltas fracasan y surgen nuevas autocracias?  Habrá uno, dos, tres Iránes y decenas de millones inundarán Europa con sus patologías de la frustración. ¿Qué hace falta? Gente que haya estado ahí, que sepa el idioma, que conozca su historia; el hecho de que haya tan pocos corresponsales y especialistas en el terreno es una prueba de la indiferencia de los europeos para con su patio trasero. Es decir que, en el  fondo, el norte de África y el Medio Oriente no son más que escenarios; el protagonista de la historia siempre es Europa.

Segundo, una columna de Thomas Friedman en el New York Times en la que se pregunta por las causas de los levantamientos en el mundo árabe. Las explicaciones que remiten al autoritarismo de sus gobiernos, al aumento en el precio de los alimentos o las altas tasas de desempleo entre los jóvenes no lo convencen del todo, por lo que nos presenta una lista de las “fuerzas-no-tan-obvias” (léase sacadas -de-la-manga) que, según él, han inspirado a los rebeldes: entre otras, que el presidente de Estados Unidos sea negro y su segundo nombre sea Hussein, que algunos bareiníes puedan ver las mansiones de los al-Khalifa en Google Earth, que prospere la lucha contra la corrupción en Israel o que China haya hospedado las olimpiadas del 2008. A este paso, en una próxima entrega míster Friedman nos endosará una reflexión sobre cómo la permanencia de Muammar Gaddafi en el poder es consecuencia del efecto desmoralizador que entre los rebeldes libios produjo la noticia del divorcio de Lucerito.

Ni hablar, en este espacio generalmente dedicado a la crítica de la comentocracia mexicana, esta vez no queda más que concluir que en todas partes se cuecen habas.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 14 de marzo de 2011