lunes, 30 de abril de 2012

El PRI: lo bueno, lo malo, lo feo


La narrativa de la transición mexicana siempre fue una narrativa fundamentalmente antipriísta. En la historia que nos contamos sobre el cambio político de los últimos veinte o treinta años el PRI, más que un actor o un espacio dentro del sistema, era el sistema mismo: la corrupción, el clientelismo, la negligencia, el corporativismo, la ilegalidad, el abuso, la opacidad, en fin, el PRI encarnaba todo aquello que aprendimos a identificar con ese “antiguo régimen” que el proceso de democratización prometía dejar atrás.

La experiencia democrática ha sido, sin embargo, poco congruente con dicha narrativa. Primero, porque muchas de esas prácticas que quisimos creer propias del autoritarismo han subsistido, hasta hoy, con un régimen bien que mal democrático. Segundo, porque la democracia nos ha obsequiado numerosos ejemplos de que, lejos de ser exclusivas del PRI, dichas prácticas pueden ser las de cualquier partido en el poder. Y tercero, porque si en la narrativa de la transición “la sociedad” solía ser caracterizada como una víctima más o menos inerme, ahora sabemos que “la sociedad” también es cómplice activa de esas prácticas cuya responsabilidad no podemos achacar sólo a los políticos –priístas o de cualquier otro partido.

Con todo, la alta probabilidad de que el PRI gane las próximas elecciones presidenciales (y, además, con mayoría absoluta en el Congreso) representa algo más que una incongruencia: constituye un auténtico corto circuito entre la narrativa de la transición y la experiencia democrática. La narrativa decía que la democratización mexicana pasaba por echar al PRI del poder; la experiencia apunta a que el PRI está por volver al poder por la vía democrática.

Lo bueno de este corto circuito es que, ciertamente, confirma que las fuerzas autoritarias del pasado están apostando por el juego democrático, que el otrora “brazo electoral” del Estado posrevolucionario supo convertirse en un partido político como los demás: que participa, que compite, que a veces gana y a veces pierde elecciones.

Lo malo es que esa conversión en lo relativo a la forma de acceder al poder no parece incluir una conversión en lo relativo a la forma de ejercer el poder. Véanse, si no, casos recientes en Coahuila, Veracruz o el Estado de México. Que el PRI esté dispuesto a competir democráticamente no significa que esté dispuesto a gobernar democráticamente: a rendir cuentas, a respetar la libertad de expresión, a promover la transparencia y el acceso a la información, etcétera. Y menos si tiene mayorías absolutas.  

Lo feo es que a sabiendas de lo anterior, de que el PRI no ha renovado su manera de gobernar, hoy son mayoría los mexicanos decididos a llevarlo de regreso al poder.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 30 de abril de 2012

lunes, 16 de abril de 2012

Una invitación a la historia (y al humor) electoral


Para Mauricio Tenorio

Hay muchas razones para lamentar el hecho de que la historia electoral mexicana sea un campo de estudio tan francamente raquítico. Desde luego hay algunos libros, unos cuantos artículos, uno que otro dato o anécdota apuntados por ahí, pero nada ni por asomo suficiente como para considerar que existe una literatura, una historiografía, al respecto.

Es lamentable, insisto, por muchas razones. Una de ellas, quizá no la más grave pero tampoco la menor, es que las elecciones ofrecen una oportunidad privilegiada para conocer el humor político de una época: los filos de su sátira, la chocarrería del ingenio popular, el trazo burlón de los caricaturistas de batalla, la chispa de una ocurrencia a la mitad de un discurso, la agilidad de una réplica lapidaria, etcétera. No importa que la elección haya sido más o menos limpia o fraudulenta. A fin de cuentas, como escribió el aventajado Lincoln Steffens (¡en 1904!), “no sólo los triunfos y los grandes estadistas, también las derrotas y los corruptos nos representan. Y acaso con la misma justicia. ¿Por qué no verlo y admitirlo?”

Hace algunos meses, buscando noticias electorales en una colección de periódicos viejos, me encontré con unos versos anónimos cuya historia tengo pendiente desentrañar. Como sea, en la emoción del hallazgo (los historiadores sabrán a qué me refiero) compartí dichos versos con varios amigos –uno me respondió con una culta especulación sobre quién podría ser el autor, otro tuvo la buena idea de “subirlos” a su blog.

La semana pasada recibí tres correos electrónicos (y quienes me los enviaron no sabían nada de lo anterior) de una “cadena” en la que están circulando, rescatados del olvido que habitaron durante casi un siglo, esos felices versos. Quisiera creer que la vida que han cobrado ya es, en cierto sentido, otra forma (quiero decir, una forma más allá de la “académica”) de confirmar que las horas gastadas entre archivos y papeles de otro tiempo tienen sentido. De que estudiar historia electoral puede ser también una manera de devolverle algo de humor político a un presente que, como apuntaba León Krauze hace unos días, por momentos parece carecer de él.

Y bueno, ya sin más rodeos, he aquí esos versos que bajo el título de “La elección” encontré publicados en las páginas de El Cronista del Valle, un periódico de Brownsville, Texas, el 26 de mayo de 1926:

El león falleció ¡triste desgracia!
y van, con la más pura democracia,
a nombrar nuevo rey los animales.
Las propagandas hubo electorales,
prometieron la mar los oradores,
y… aquí tenéis algunos electores:
aunque parézcales a Ustedes bobo
las ovejas votaron por el lobo;
como son unos buenos corazones
por el gato votaron los ratones;
a pesar de su fama de ladinas
por la zorra votaron las gallinas;
la paloma inocente,
inocente votó por la serpiente;
las moscas, nada hurañas,
querían que reinaran las arañas;
el sapo ansía, y la rana sueña
con el feliz reinar de la cigüeña;
con un gusano topo
que a votar se encamina por el topo;
el topo no se queja,
más da su voto por la comadreja;
los peces, que sucumben por su boca,
eligieron gustosos a la foca;
el caballo y el perro, no os asombre,
votaron por el hombre,
y con profundo dolor
por no poder encaminarse al trote,
arrastrábase un asno moribundo
a dar su voto por el zopilote.
Caro lector que inconsecuencias notas,
dime: ¿no haces lo mismo cuando votas?

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 16 de abril de 2012

lunes, 2 de abril de 2012

El kitsch electoral

Ofrezco, para empezar, tres definiciones del concepto de kitsch. Un ideal estético que afirma el imperio de los buenos sentimientos sobre la razón y que, al hacerlo, esquiva la mirada frente a cualquier aspecto desagradable de la existencia (M. Kundera). Una visión del mundo como un espejo autocelebratorio, que nos devuelve una imagen de nosotros mismos carente de inconvenientes, conflictos o contradicciones (H. Broch). Un arte deliberadamente previsible que trata, ante todo, de agradar: que no enfrenta, no arriesga, no cuestiona (H. Rosenberg).
            
Aunque el kitsch sea un concepto proveniente de la teoría del arte bien puede servir para analizar otros fenómenos, digamos, ajenos al ámbito de la creación artística. Por ejemplo, las campañas electorales. Y es que hay mucho de kitsch en la imagen que proyectan los candidatos, en lo que dicen que harían si llegan al poder, en la forma que se imaginan a los votantes.
            
Todos los candidatos procuran encarnar un papel que los haga atractivos, encuestas y grupos de enfoque mediante, para sus electores. Ser candidato es, pues, aprender a representar un personaje reconocible con quien los votantes puedan identificarse y sentirse cómodos. Es saber apelar a sus valores, sus anhelos, sus miedos, para hacer que vean en la imagen del candidato aquello que quieren ver en una figura de autoridad. Ser candidato es, en suma, tratar incesantemente de agradar.

Cada campaña intenta construir, asimismo, un relato sobre el país basado en buenas intenciones y fuerza de voluntad. Que promete resolver esto o aquello como si fuera sólo cuestión de querer el bien y echarle ganas. Cuenta una historia en la que, en caso de ganar, la nobleza de “nuestras” aspiraciones se impone por encima de cualquier consideración sobre su viabilidad. En el cuento que cuentan del futuro no hay dificultades, ni costos, ni consecuencias contraproducentes.

Y por último, ¿qué idea de los electores revelan las campañas al repetir sus spots millones de veces; al ubicar por todas partes esos pendones en que los candidatos exhiben orgullosos sus caras y pulgares; al insistir en demostrar, con cada discurso y cada entrevista, que no saben ni les interesa hilar tres ideas coherentes? ¿Qué clase de seres de ínfima inteligencia imaginan que son los votantes al tratar de comunicarse con ellos de esa manera? Seres, aparentemente, que sólo existen para celebrarlos y aplaudirlos.        

Como ha escrito Martín Plot en un recomendable librito sobre el tema (El kitsch político, Buenos Aires, Prometeo, 2003), “lo único que la política kitsch logra en el mismo momento de su acción es proscribirse a sí misma la posibilidad de convertirse en una acción plenamente política”. Es decir, en una acción que proponga algo. En todo caso, el kitsch electoral propone proponer y, al hacerlo, no propone nada.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 2 de abril de 2012