lunes, 22 de noviembre de 2010

Apologistas y detractores

Para los apologistas de la Revolución Mexicana lo importante son las causas. Para los detractores, en cambio, lo crucial son las consecuencias. Los primeros piensan la historia de atrás para adelante, del Porfiriato a la Revolución, en clave de lucha popular. Los segundos piensan la historia de adelante para atrás, del régimen posrevolucionario a la Revolución, en clave de fracaso nacional.

Los apologistas argumentan que el carácter autocrático del régimen de Don Porfirio no dejó otra alternativa más que el levantamiento armado. Los detractores, por su parte, consideran que era posible una evolución pacífica. Si para unos la Revolución fue inevitable y, en esa medida, justa; para otros la vía reformista era factible y, por lo tanto, deseable. Unos creen que la historia es lo que fue y nada más; otros, que la historia debió ser, sin embargo, distinta.

Los apologistas ponen el énfasis en las transformaciones: no sólo del antiguo régimen porfirista a la Revolución sino, además, de la Revolución al régimen posrevolucionario. Por un lado, pregonan que la Revolución Mexicana destruyó el sistema porfiriano y reivindicó múltiples reclamos sociales largamente postergados (la democracia, el nacionalismo, la reforma agraria, la educación, el sindicalismo). Pero, por el otro lado, deploran que los herederos del movimiento armado no culminaran la obra, que los dirigentes posrevolucionarios “no estuvieran a la altura”, “interrumpieran”, “corrompieran”, “abandonaran” o “traicionaran” el proyecto. Para ellos, la Revolución rompió con el Porfiriato pero los posrevolucionarios rompieron con la Revolución.

Los detractores ponen el acento en la persistencia: del porfirismo al priísmo, advierten, hubo poco de “revolucionario” en la supuesta “Revolución”. Su idea, de hecho, es que más que una revolución lo que hubo fue una guerra civil; más que emancipación y libertad, destrucción y pillaje; más que conquistas populares, nuevos instrumentos de control. La Revolución, insisten, no hizo más que convertir al México de un solo hombre en el México de un solo partido, llevarnos de la dictadura imperfecta de Porfirio Díaz a la “dictadura perfecta” del PRI. Para ellos, la Revolución no fue más que la continuación del Porfiriato más muchos muertos.

Así, entre las causas inmaculadas que celebran unos y las consecuencias nefastas que lamentan los otros, la integridad de la Revolución Mexicana como proceso histórico queda irremediablemente escindida: su génesis de sus efectos, sus rupturas de sus continuidades, sus promesas de sus decepciones. La historia, pues, deja de ser historia y transmuta, apologistas y detractores mediante, en caricatura.

-- Carlos Bravo Regidor

La Razón, lunes 22 de noviembre de 2010

lunes, 8 de noviembre de 2010

Optimismo clasemediero

Mucho ha dado de que hablar el librito de Luis de la Calle y Luis Rubio, Clasemediero. Pobre no más, desarrollado aún no (México, CIDAC, 2010). Su argumento, en una nuez, es que durante los últimos años México experimentó una transformación que no hemos sabido registrar, a saber, que la mayoría de los mexicanos ya es –o está próxima a ser– de “clase media”.

Se trata de un texto apresurado, de conceptos imprecisos, sin mayor rigor analítico, pero repleto de datos y comparaciones, de frases enfáticas y, sobre todo, de mucho optimismo: “la democracia empata, de forma natural, con las características de la clase media”; “las sociedades exitosas dependen de que la creciente clase media opte por la estabilidad como precondición para el cambio”; “aunque exista pobreza extendida, México ya no es un país pobre”; “el anhelo de movilidad social se refleja en los nombres extranjeros para los hijos e instituciones educativas”; “no hay nada más importante para el futuro del país –para su desarrollo y estabilidad—que fortalecer y engrandecer la clase media mexicana”.

No me ocupo de las cifras, que pueden interpretarse de maneras muy distintas, sino del optimismo con que De la Calle y Rubio las reportan: como si la clase media fuera por definición –y siempre hubiera sido– un ejemplo de compromiso democrático, de ímpetu meritocrático, de virtud cívica; como si históricamente la clase media no hubiera tenido nada que ver con el ascenso de los fascismos en Europa, de las dictaduras militares en América del Sur o, más cerca de casa, con la estabilidad del régimen posrevolucionario en México.

Y es que contra las fórmulas de una vieja teoría de la modernización (pienso, sobre todo, en el influyente trabajo de Seymour M. Lipset ), la expansión de las clases medias no necesariamente se traduce endemocracias más sólidas, en valores más liberales, ni en economías más dinámicas. Antes al contrario, en contextos de incertidumbre, de inseguridad, de desigualdad, de amenaza o desorden (real o imaginario), las clases medias suelen mostrar un talante bastante más autoritario, más intolerante y “paternalista”, de lo que parece dispuesto a admitir el indulgente diagnóstico de nuestros autores.

¿O qué la nostalgia por las mayorías absolutas; la creciente hostilidad contra las elecciones, los partidos políticos, el Congreso; las cada vez más frecuentes convocatorias públicas a “aplicar mano dura”, a “limpiar la política”, a “refundar la república”; la relativa confianza que, según las encuestas, todavía le inspiran al ciudadano instituciones tan escasamente democráticas como la Iglesia o el Ejército; en fin, ese malestar en la pluralidad, ese ánimo tan impaciente e histérico que impera en nuestra conversación pública… no son, precisamente, los de nuestra “clase media”?

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 8 de noviembre de 2010