lunes, 20 de enero de 2014

Expectativas malogradas: acusar recibo (y despedida)

Entre los saldos que dejaron los sexenios panistas hay un par de expectativas malogradas que todavía sobreviven en nuestra vida pública. La primera es que la corrupción se resuelve nombrando a personas honestas en el gobierno. La segunda, que las fuerzas armadas sirven para restaurar el orden público en los territorios cuyo control disputa el crimen organizado.

Por un lado, con motivo del escándalo de los moches en la Cámara de Diputados, hace unos días Soledad Loaeza (http://j.mp/1adqbvG) reparaba en el craso contraste entre la reputación de incorruptibles que por décadas tuvieron los panistas y la decepción que, en ese sentido, representaron las administraciones de Vicente Fox y Felipe Calderón. Los panistas de antaño podían preciarse, a diferencia de los priístas, de su honestidad; pero “si se trata de denunciar la corrupción, los panistas de ahora no pueden tirar la primera piedra”.

Puede ser que los panistas que llegaron al poder no hayan sido realmente honestos o que el poder los haya corrompido. Pero puede ser, también, que plantear la corrupción sólo como un déficit de honestidad –tal cual ocurre, por ejemplo, en la órbita del lopezobradorismo– sea un problema. Porque la corrupción no es un atributo individual: es una relación social. De modo que la cuestión quizás no sea tanto si las personas son honestas o deshonestas sino, más bien, si hay o no capacidades institucionales para producir soluciones colectivas que afirmen el bienestar general por encima de los beneficios particulares.

Por el otro lado, la sorprendente expansión de las autodefensas en Michoacán forzó al Presidente a hacerse cargo de una situación de la que se había esmerado en permanecer al margen y con respecto a la cual, tras un año de despachar en Los Pinos, no había articulado un discurso, no había delineado un proyecto, vaya, ni siquiera había propuesto un objetivo. Con todo, las circunstancias finalmente terminaron obligándolo a dar una respuesta. Y eso quiere decir que, como apuntó Alejandro Hope durante la semana, ahora sí esta ya es la guerra de Peña Nieto.

Puede ser que la designación de un comisionado y el envío de fuerzas armadas sean indispensables en este momento. Pero el hecho de que hayan sido reacciones ante una emergencia --que, por cierto, se gestó a plena luz pública durante meses-- y no acciones producto de una estrategia deliberada, indica que el gobierno de Peña Nieto está improvisando sobre la marcha. Ya ocupa el territorio terracalentense, como ya lo había ocupado en mayo del 2013, y como antes el gobierno de Calderón ocupó a su vez otros territorios en Baja California, Guerrero, Nuevo León, Sinaloa, Tamaulipas, Chihuahua, Durango, Veracruz… ¿Y luego? La prueba de si se ha restaurado o no el orden público no ocurre cuando llegan las tropas sino cuando se van.

Ni la corrupción se resuelve eligiendo a personas con reputación de honestas, ni el orden público se restaura tan solo ocupando territorios. Acusemos recibo.

Despedida
Con esta columna llega a su fin un ciclo de casi cinco años de Conversación Pública en La Razón. Agradezco entrañablemente a don Ramiro Garza y a Pablo Hiriart por  haberme invitado a colaborar, así como por la absoluta libertad con la que siempre pude ejercer la crítica (y la crítica de la crítica) en estas páginas. Mi gratitud también para Tere Chávez, Nancy Escobar, Ángel Salinas y todo el equipo del diario por sus atenciones y su profesionalismo. Y para los lectores, desde luego, por el favor de su lectura. De mi paso por La Razón me llevo la feliz experiencia de haber formado parte de un exitoso proyecto periodístico que ha sabido, como anticipaba el Caminante allá por mayo del 2009, hacer camino al andar. Muchas gracias.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 20 de enero de 2014

lunes, 13 de enero de 2014

Optimismo cruel

La idea de “el cambio” que circula en la conversación pública mexicana desde hace dos o tres décadas acusa un rasgo, entre irónico y trágico, muy susceptible de ser descrito con la expresión acuñada por Lauren Berlant para referirse a experiencias afectivas en las que la estabilidad que genera el apego a una promesa que nunca se cumple termina por normalizar la precariedad que supone vivir permanentemente a la espera de que se cumpla: optimismo cruel.

La fórmula predilecta de Berlant para ilustrar dicho fenómeno es la de un romance destructivo, una relación en la que “aquello que creíste que te traería felicidad se convierte en aquello que deteriora tu capacidad de ser feliz. Pero dado que esa relación representa la posibilidad misma de la felicidad, darla por terminada puede considerarse peor que ser destruido por ella”.

Berlant encuentra ejemplos de optimismo cruel en multitud de ámbitos: la familia, el consumo, la sexualidad, el trabajo, la política, el mercado, etc. Pero en todos ellos la cuestión, de un modo u otro, es la misma: la dificultad de renunciar a algo que nos provoca daño pero, aún así, da cierto sentido a nuestra existencia.  

Creo que algo así ha ocurrido no con los cambios que México efectivamente ha experimentado sino más bien con la idea de “el cambio” en sí. Es una idea que ha producido (y probablemente siga produciendo) incontables costos, malentendidos y decepciones, pero a la que seguimos apegados afectivamente porque le hemos invertido mucho y buena parte del sentido de nuestra vida política contemporánea depende de ella. 

Es una idea en función de la cual hicimos, durante el foxismo, como si la democracia se tratara de echar al PRI de Los Pinos, como si los problemas públicos se resolvieran nombrando personas provenientes de la iniciativa privada, o como si la transparencia fuera lo mismo que la rendición de cuentas.

Y ahora hacemos, en el peñanietismo, como si reformar lo que dice la Constitución equivaliera a transformar el país, como si la celebración de un pacto entre las oligarquías partidistas implicara que la democracia es más eficaz, o como si el hecho de que la imagen de México en la prensa internacional sea distinta a la que predominó durante el sexenio anterior quisiera decir que México ya es otro.

Esa idea de “el cambio” es optimista en tanto que invita a la acción, supone que hay esperanza y propone futuro. Pero es cruel porque la acción a la que invita no produce los resultados esperados, torna entonces la esperanza en desesperación y el futuro propuesto no llega nunca.

No es que haya que renunciar a la posibilidad del cambio. Es que hace falta imaginar otra idea –más compleja, menos impaciente– de lo que significa cambiar.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 13 de enero de 2014