lunes, 13 de enero de 2014

Optimismo cruel

La idea de “el cambio” que circula en la conversación pública mexicana desde hace dos o tres décadas acusa un rasgo, entre irónico y trágico, muy susceptible de ser descrito con la expresión acuñada por Lauren Berlant para referirse a experiencias afectivas en las que la estabilidad que genera el apego a una promesa que nunca se cumple termina por normalizar la precariedad que supone vivir permanentemente a la espera de que se cumpla: optimismo cruel.

La fórmula predilecta de Berlant para ilustrar dicho fenómeno es la de un romance destructivo, una relación en la que “aquello que creíste que te traería felicidad se convierte en aquello que deteriora tu capacidad de ser feliz. Pero dado que esa relación representa la posibilidad misma de la felicidad, darla por terminada puede considerarse peor que ser destruido por ella”.

Berlant encuentra ejemplos de optimismo cruel en multitud de ámbitos: la familia, el consumo, la sexualidad, el trabajo, la política, el mercado, etc. Pero en todos ellos la cuestión, de un modo u otro, es la misma: la dificultad de renunciar a algo que nos provoca daño pero, aún así, da cierto sentido a nuestra existencia.  

Creo que algo así ha ocurrido no con los cambios que México efectivamente ha experimentado sino más bien con la idea de “el cambio” en sí. Es una idea que ha producido (y probablemente siga produciendo) incontables costos, malentendidos y decepciones, pero a la que seguimos apegados afectivamente porque le hemos invertido mucho y buena parte del sentido de nuestra vida política contemporánea depende de ella. 

Es una idea en función de la cual hicimos, durante el foxismo, como si la democracia se tratara de echar al PRI de Los Pinos, como si los problemas públicos se resolvieran nombrando personas provenientes de la iniciativa privada, o como si la transparencia fuera lo mismo que la rendición de cuentas.

Y ahora hacemos, en el peñanietismo, como si reformar lo que dice la Constitución equivaliera a transformar el país, como si la celebración de un pacto entre las oligarquías partidistas implicara que la democracia es más eficaz, o como si el hecho de que la imagen de México en la prensa internacional sea distinta a la que predominó durante el sexenio anterior quisiera decir que México ya es otro.

Esa idea de “el cambio” es optimista en tanto que invita a la acción, supone que hay esperanza y propone futuro. Pero es cruel porque la acción a la que invita no produce los resultados esperados, torna entonces la esperanza en desesperación y el futuro propuesto no llega nunca.

No es que haya que renunciar a la posibilidad del cambio. Es que hace falta imaginar otra idea –más compleja, menos impaciente– de lo que significa cambiar.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 13 de enero de 2014

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