lunes, 28 de diciembre de 2009

Recuerdo de Flandrau

Charles M. Flandrau, residente norteamericano en el México de Don Porfirio, solía hacer muchas preguntas sobre los horarios, la política o las costumbres de los mexicanos. Las respuestas de sus interlocutores, sin embargo, solían parecerle inexactas, incoherentes, ineficaces. “No es”, decía, “que sepan muy poco. Es que saben demasiado. El México teórico –el de las constituciones, las leyes de reforma, los estatutos o los libros de viajes– hace tiempo que dejó de importarles. Es el México de cada día, más bien, el que les interesa […] Y ese México cotidiano, práctico, es un México enteramente distinto, infinitamente más misterioso y fascinante”.

En alguna ocasión, de paso por un pueblo en la sierra veracruzana, Flandrau le preguntó a una señora “¿llueve aquí en el verano tanto como en el invierno?”. Luego de un breve silencio, la señora se encogió de hombros y contestó “no hay reglas fijas, señor”. Semejante respuesta constituyó, para Flandrau, una revelación que marcaría el inicio de su romance con el país: “En eso, estoy seguro, yace mucho del indisputable encanto de México. No hay reglas fijas. La experiencia de cada quien es diferente y cada quien, en cierto sentido, es un pionero abriéndose brecha –como Cortés en su prodigiosa marcha desde la costa. Uno nunca sabe, desde la más amplia hasta la más insignificante circunstancia de la vida, qué esperar, no hay una verdad última. Esto no es así porque los mexicanos sean mentirosos fáciles e instintivos, sino porque no emplean los métodos habituales para determinar y difundir la información. En casa (quería decir en Estados Unidos) demandamos y obtenemos hechos. En México se subsiste con rumores y nunca se demanda nada más. Una persona rigurosa, sistemática y precisa siempre detestará México y muy rara vez sabrá decir nada amable sobre él, ni siquiera sobre el paisaje. Pero si uno no es proclive a exagerar la importancia de la exactitud y se muestra perpetuamente interesado en lo casual, en lo exuberante y en lo problemático, entonces México se le presenta como una larga novela, escrita con descuido pero cautivadora” (traduzco libremente de la edición de 1910 de su libro Viva Mexico!, publicado en Nueva York por D. Appleton and Company).

Hago memoria de las noticias que colmaron los periódicos durante el 2009, leo los resúmenes que aparecen en algunas columnas de opinión, repaso mis notas y subrayados sobre nuestra conversación pública y me asalta, de repente, el dichoso recuerdo de aquella vieja lectura de Flandrau. Será porque, cansado del entusiasmo de los teóricos y de la solemnidad de los quejumbrosos, echo de menos esa capacidad de mirar a México con afecto y, al mismo tiempo, con ironía: esa empatía ajena a toda condescendencia, esa crítica sin afán de pontificar.

-- Carlos Bravo Regidor
(La Razón, lunes 28 de Diciembre de 2009)

lunes, 21 de diciembre de 2009

El “personaje periodístico” del 2009

Pregunta Leopoldo Gómez en Tercer Grado, de Televisa, cuáles fueron los “personajes periodísticos” del 2009. Joaquín López Dóriga contesta que él hubiera preferido quedarse con José Emilio Pacheco “y sus dos grandes premios, el Cervantes y el Reina Sofía” pero “ni modo, tengo que decirlo, es Juanito”. Respuesta interesante: no tanto por lo que dice del 2009 sino por lo que dice, más bien, de lo que se entiende por “periodístico” hoy en México.

De entrada, que el conductor del noticiario con mayor audiencia en la televisión sienta la necesidad de distinguirse de su propia elección, de hacer un deslinde entre su preferencia personal (un poeta galardonado en España) y la periodística (un vendedor ambulante metido a jefe delegacional en Iztapalapa) ofrece un primer indicio: que lo “periodístico”, en este caso, resultó algo tan indecoroso que hasta el señor que nos da las noticias todas las noches se toma sus distancias.

Pero hay más. Ciro Gómez Leyva, al igual que el resto de los integrantes del programa, coincidió con López Dóriga en darle el primer lugar a Juanito, mas agregó que en el segundo sitio estaría... Javier Aguirre. “Luego, el abismo” remató. Carlos Marín intervino para matizar: “encima de Javier Aguirre estaría, pero a una distancia abismal de Juanito, Barack Obama. Después Aguirre […] Obama pero muy debajo de Juanito”. En serio, eso dijo. Otro indicio: lo “periodístico” no requiere ningún sentido de las proporciones.

Finalmente, la discusión perdió todo el entusiasmo inicial cuando sus participantes recalaron en los nombres de algunos integrantes del gabinete y en los de otros figurones de la vida política. Tercer indicio: lo “periodístico” tiene que ser escandaloso o no es.

En cierto sentido, la malograda historia de Rafael Acosta en Iztapalapa es un elocuente comentario sobre la clase política perredista. Sobre sus pleitos de familia, su estratificación interna, su relación con la legalidad, sus bastiones clientelares, sus astucias y malas artes, en fin, sobre sus múltiples miserias y contradicciones. Que no son nada insólitas ni exclusivamente suyas, por cierto, pero que no todos los días se despliegan, como esta vez, con tanta franqueza y tan al aire libre.

La fascinación con Juanito, sin embargo, va mucho más allá de ese tema. Digamos, para abreviar, que retrata de cuerpo entero la “altura de miras” (¡como se les llena la boca cuando pronuncian esa frase!) que impera en nuestros medios. Señalarlo como el “personaje periodístico” del año que termina es un ilustrativo comentario sobre la calidad del periodismo que tenemos.
-- Carlos Bravo Regidor
(La Razón, lunes 21 de Diciembre de 2009)

lunes, 14 de diciembre de 2009

La otra violencia

Hay una violencia que satura nuestra conversación pública. Es una violencia explícita, directa, deliberada, muy visible por lo que hay en ella de transgresión al orden establecido, por cómo altera el curso esperado de las cosas, y que por más o menos frecuente que sea no podemos representárnosla salvo como un fenómeno escandaloso, excepcional, aberrante.

Es la violencia de la que hablamos cuando hablamos de la inseguridad.

Hay otra violencia, sin embargo, que no figura en nuestra conversación pública. Es una violencia implícita, silenciosa, involuntaria, que lejos de representar una perturbación constituye el propio orden establecido, que no trastoca sino que es en sí misma el curso esperado de las cosas. Es una violencia a la que estamos perfectamente acostumbrados, que no vemos porque hemos aprendido a convivir con ella todos los días, que forma parte de nuestra idea de la normalidad.

Es la violencia de la que no hablamos cuando hablamos de la pobreza.


Pienso, por ejemplo, en la cobertura que hacen los medios de comunicación. En que dar las noticias sobre la inseguridad significa relatar robos, asaltos, secuestros, ejecuciones, tratar de identificar a los perpetradores, entrevistar a víctimas o testigos, fotografiar las escenas del crimen, denunciar a las autoridades negligentes o coludidas, mientras que dar las noticias sobre la pobreza es, si acaso, reportar los cálculos más recientes del CONEVAL.

Así, la inseguridad son historias de todos los días; la pobreza, estadísticas de vez en cuando.

El resultado es un clima de opinión muy susceptible ante la inseguridad, incrédulo o incluso hostil contra los intentos de medir esa violencia o de ponerla en perspectiva, pero muy indiferente al crecimiento de la pobreza, impasible ante el drama de esa otra violencia que son el hambre, las carencias, la falta de oportunidades. Un clima de opinión que oscila, selectivamente, entre gritos de sobresalto y bostezos de desinterés, y en el que encuentran mucha más resonancia la oferta Verde de restaurar la pena de muerte o los coqueteos paramilitares del alcalde de San Pedro que la propuesta Levy de crear un sistema de seguridad social universal.

Un clima de opinión, en resumidas cuentas, más propicio para una política del miedo que para políticas de redistribución.

En esas estamos.

-- Carlos Bravo Regidor

(La Razón, lunes 14 de Diciembre de 2009)

lunes, 7 de diciembre de 2009

Ironía de la reelección

Es muy común escuchar que los representantes en el Congreso no nos representan, que miran por sus intereses particulares antes que por el bien del país, que la nuestra más que una democracia es una “partidocracia”, etcétera. Son frases hechas, que no comunican una idea clara sino acaso una confusa sensación de malestar, pero que a fuerza de repetirse una y otra vez se han convertido en una muletilla, casi en un mantra, de nuestra conversación pública.

También es muy común escuchar que el remedio estriba en modificar la Constitución para permitir la reelección inmediata, que de ese modo los representantes se verían obligados a rendir cuentas sobre sus decisiones para intentar permanecer en el cargo, a tratar satisfacer las expectativas de los ciudadanos, y que éstos contarían así con un instrumento para premiar o castigar en las urnas el desempeño individual de sus legisladores. Se trata de una medida que, teóricamente, crearía un incentivo para resolver el supuesto déficit de representación que padece nuestro régimen político.

Tras las elecciones de julio pasado, la Fundación Este País, el IPN y el ITAM organizaron una encuesta sobre el “sentir ciudadano” en estos asuntos (Este País, no. 222, septiembre 2009). Los resultados confirmaron lo que predica la muletilla: que 47% de los que votaron por un partido, y 62% de los que anularon su voto o se abstuvieron de votar, no se sienten representados por sus legisladores. Sin embargo, a la sesgada pregunta “¿qué tan de acuerdo estaría usted con que se apruebe una ley que permita a los diputados que hayan cumplido con sus electores volver a ser candidatos en la siguiente elección?”, sólo el 49% de los que votaron por un partido, el 43% de los que anularon su voto y el 45% de los abstencionistas, estuvieron de acuerdo con la posibilidad de permitir la reelección.

El jueves pasado, Reforma publicó otras dos encuestas. En la primera, el 74% de los diputados federales respondió que estaba a favor de permitir la reelección legislativa. En la segunda, el 68% de los ciudadanos se manifestó en desacuerdo con ella. Es decir que en este tema, efectivamente, las preferencias de los representantes no corresponden con las de sus representados.

La ironía, pues, es que quienes apuestan por la reelección como fórmula para hacer más representativa, para “mejorar la calidad” de nuestra democracia, están promoviendo, al hacerlo, una reforma que no refleja la voluntad de la mayoría de los ciudadanos, sino la voluntad de la mayoría de esos legisladores que, según la muletilla, no nos representan.

-- Carlos Bravo Regidor
(La Razón, Lunes 7 de Diciembre)