lunes, 26 de agosto de 2013

Reforma educativa y resistencia magisterial

El miércoles pasado, en su artículo de La Jornada, Claudio Lomnitz propuso un ejercicio de imaginación pública al que vale la pena volver, sobre el que hace falta insistir, a propósito de la reforma educativa y la lucha magisterial. No se trata de una apología ni de una diatriba sino de un genuino intento de re-describir el problema en cuestión: de hacer crítica como una forma de crear solidaridad.

No resumo los argumentos de Lomnitz. Mejor remito directamente a la versión en línea de su artículo (http://bit.ly/14Wi3WP) y acto seguido me subo, ya en marcha, al tren de su reflexión.

En general, la resistencia magisterial ha sido muy susceptible de ser deslegitimada. Por buenas o malas razones, los maestros no han sabido explicarla, las autoridades no han podido solventarla y la población afectada por las movilizaciones no ha querido más que repudiarla. La cobertura mediática del conflicto se ha reducido, así, a representar a quienes protestan como “violentos” que buscan defender sus “privilegios”.

Los métodos de la lucha magisterial son, desde luego, condenables. Pero también deberían ser igual de condenables las condiciones en las que los maestros, particularmente los de estados pobres como Michoacán, Guerrero, Oaxaca o Chiapas, tratan de ejercer su improbable labor educativa: el hambre y la desnutrición infantil, la infraestructura miserable, el rezago y la marginación social, la falta de capacitación, el abandono institucional.

Asimismo, el hecho de que haya muchos y muy buenos motivos para estar a favor de la creación de un servicio profesional que elimine el control de las cúpulas sindicales sobre la carrera docente no obsta para reaccionar como si todo reparo u oposición al respecto constituyera, ineludiblemente, una defensa del statu quo educativo. Porque la iniciativa de Ley General del Servicio Profesional Docente presentada por el Ejecutivo tiene, como han señalado críticos como Ricardo Raphael (http://j.mp/1dhlkdu) o Jorge Javier Romero (http://j.mp/17dFobB), varios defectos significativos: confunde profesionalización con evaluación, es muy poco clara en cuanto a la distribución de competencias entre autoridades federales y estatales, no crea un servicio nacional sino apenas reglas de operación para que cada gobierno local gestione las plazas, etcétera. 

Finalmente, convendría saber separar lo urgente de lo importante. La reforma educativa apremia, pero su éxito no se medirá de un día para otro ni se agotará, en última instancia, en el cambio normativo. Tendrán que pasar muchos años, quizás décadas, para observar sus resultados. Y habrá que seguir haciendo ajustes, probablemente muchos, durante su proceso de implementación. Todo lo cual requerirá de negociaciones, paciencia, aprendizaje, constancia.

El éxito de la reforma educativa no significa, no puede significar, la derrota del magisterio. Los problemas políticos no se resuelven llamando a la policía.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 26 de agosto de 2013

lunes, 19 de agosto de 2013

El Pacto y la “consolidación de la transición”

El viernes pasado Macario Schettino (http://j.mp/18Ay4Wn) escribió que con los acuerdos alcanzados durante los ocho meses de existencia del Pacto por México “hemos avanzado más que en los 15 años previos”. A este paso, aventuró, si el Pacto procesa con éxito las reformas política y energética, para 2014 tendremos una suerte de nueva Constitución: “porque eso es exactamente lo que está haciendo el Pacto por México: es una especie de Congreso Constituyente, es la consolidación de la transición”.

Se trata de un argumento francamente conmovedor, no por persuasivo sino porque su esforzado entusiasmo en nada compensa su escasez de fundamentos. Y porque al final, sin advertirlo, se resume en una curiosa expresión al mismo tiempo equívoca y exacta. Me explico.

Ninguna de las dos reformas derivadas del Pacto por México, ni la educativa ni la de telecomunicaciones, ha rendido frutos. Es muy pronto todavía para valorar su impacto, falta tiempo no sólo para conocer varios aspectos cruciales que tendrán que resolverse en la legislación secundaria sino también para evaluar qué tan efectiva resulta su implementación. ¿Conforme a qué criterio, con base en qué evidencia, se puede sostener entonces que con las reformas del Pacto “hemos avanzado más” que con todas las de los 15 años previos?

Recordemos además que entre 1997 y 2012 se aprobaron un total de 69 reformas constitucionales, 83% de las cuales contaron con los votos conjuntos del PRI, el PAN y el PRD, en temas tan sustantivos como transparencia y acceso a la información (2007), justicia (2008), derechos humanos (2004 y 2011) o juicio de amparo (2011). No es, pues, que antes del Pacto no hubiera acuerdos políticos ni avances constitucionales –véase María Amparo Casar e Ignacio Marván, “Pluralismo y reformas constitucionales en México: 1997-2012”, http://j.mp/14QW6PW.

De hecho, si hoy cabe la posibilidad de hablar de una “nueva Constitución” no es por las reformas derivadas o por derivarse del Pacto, sino porque desde 1970, y sobre todo a partir de 1982, México ha experimentado una profunda reinvención de su infraestructura jurídica. Reinvención, por cierto, que se explica menos como producto de la voluntad política de una u otra generación que como respuesta al cambio social de las últimas décadas –véase Sergio López Ayllón y Héctor Fix-Fierro, “¡Tan cerca, tan lejos! Estado de Derecho y cambio jurídico en México, 1970-2000”, http://j.mp/18BlxlK.

¿En qué sentido puede ser el Pacto, finalmente, la “consolidación de la transición”? La expresión es, de entrada, equívoca. Porque “consolidar” es fijar, arraigar, afianzar; mientras que “transición” es flujo, desplazamiento, un momento provisional mientras transcurre el movimiento de un punto a otro. “Consolidación de la transición” significa, tal cual, darle fijeza a un estado de cosas provisional –véase Jesús Silva-Herzog Márquez, “Consolidadores de la transición”, http://j.mp/1bDHVN0.

Sin embargo, no por equívoca la expresión es inexacta. Porque eso es lo que ha hecho, a su manera, el Pacto por México. No hacernos avanzar más en ocho meses que en quince años, no darnos una “nueva Constitución”, sino prolongar en el tiempo la coyuntura postelectoral: darle nueva vida a dirigentes partidistas cuyo ciclo ya estaba agotado, mantener débil y dividida internamente a la oposición, institucionalizar normalizar como normal democrático un mecanismo de negociación excepcional sin representatividad.

Hay confusiones que, a pesar de sí mismas, son de lo más elocuente.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 19 de agosto de 2013

Coda. La respuesta de Macario Schettino puede leerse aquí.

lunes, 12 de agosto de 2013

Salud pública y libre mercado

A fines de julio pasado, una corte de apelaciones de Nueva York confirmó el fallo de un juez local contra la medida, impulsada por el alcalde Michael Bloomberg, de prohibir la venta de refrescos en vasos de más de medio litro. El alcalde ha perdido ya en dos instancias, pero su batalla legal contra la epidemia de obesidad continuará ya sea por la vía judicial, por la legislativa o por ambas, en lo que promete convertirse en otro caso paradigmático del creciente conflicto entre la salud pública y el libre mercado.

En los tribunales el litigio ha gravitado en torno a aspectos más o menos formales: al principio de legalidad (i.e., ¿tiene el alcalde la facultad para decretar una medida así?), a la división de poderes (i.e., ¿puede enmendarse el Código de Salud de Nueva York sin la aprobación del poder legislativo de la ciudad?) y al principio de igualdad ante la ley (i.e., ¿qué tan equitativa es la medida al prohibir envases de cierto tamaño para cierto tipo de bebidas azucaradas pero no para otras, afectando a cierto tipo de establecimientos comerciales pero no a otros?). 

Pero fuera de los tribunales la discusión ha sido más sustantiva. Para quienes adoptan la perspectiva de salud pública, el problema es que el aumento en el consumo de refrescos parece ser el factor más importante en el crecimiento de los índices de obesidad durante las últimas décadas. Y que los cada vez mayores costos sociales asociados a la obesidad (i.e., enfermedades, recursos para darles tratamiento, muertes) demandan una decidida intervención de las autoridades. Para quienes adoptan la perspectiva del libre mercado, el problema es permitir la interferencia del Estado para limitar la libertad de los consumidores. Que Bloomberg se asuma, pues, como una suerte de “nana” que sabe mejor que los propios individuos qué les conviene o no consumir. Llevadas al extremo, advierten, ese tipo de medidas erosionan la libertad y la responsabilidad de los individuos.

Hay mucho en los argumentos de los partidarios del libre mercado que resulta un tanto aéreo. Primero, porque ver en la regulación del tamaño de los envases de refresco una amenaza a la libertad es tener, digamos, un concepto totalmente Coca-Cola de la libertad. Segundo, porque argumentar al extremo es una forma de rechazar lo posible por temor a lo improbable. Y tercero, porque a final de cuentas hay más lógica en que el Estado proteja a los consumidores contra el consumo excesivo de un producto que es nocivo para su salud que en proteger a los consumidores de la intervención estatal para que puedan seguir decidiendo libremente ser obesos.

David Brooks, columnista conservador del New York Times, trató de empatar la discusión hace unos días, alegando que la perspectiva del libre mercado ganaba en lo teórico pero la perspectiva de salud pública ganaba en lo empírico. Habría que preguntarle, sin embargo, cómo puede “ganar” una teoría cuando la evidencia empírica apunta en la dirección contraria…

Acaso sea por la llamada “magia del libre mercado”.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 13 de agosto de 2013

lunes, 5 de agosto de 2013

Politizar la pobreza

Hoy se cumple una semana de que el CONEVAL dio a conocer su última medición sobre la pobreza en México (http://j.mp/16JpIdA). Aparte del retroceso con respecto a las cifras de hace dos, cuatro o seis años, de los detalles en la información desagregada o de múltiples precisiones metodológicas, hay un dato de largo alcance, escueto y brutal, que se impone sin mayores elaboraciones: los niveles de pobreza en el 2012 fueron prácticamente idénticos a los de 1994 (http://j.mp/17Wf9Fo).

La conversación pública ha respondido, básicamente, en tres sentidos. El primero ha sido reclamar  al gobierno y a la clase política. El segundo, lamentar el magro crecimiento económico de las últimas décadas. Y el tercero, criticar el fracaso de las políticas públicas en la materia.

Pero, ¿podemos de veras suponer que otro partido en el poder u otros políticos, de los realmente existentes, hubieran producido resultados muy distintos? ¿No es absurdo asumir, como recién lo advirtió Gerardo Esquivel (http://j.mp/1cvS8wl), que un mayor crecimiento se hubiera traducido automáticamente en menos pobreza? ¿Cuáles serían las cifras, acaso serían mejores, si no hubiera programas como Oportunidades?

Hace falta discutir en otros términos. Porque la pobreza tiene poco que ver con quién es el Presidente o qué partido tiene mayoría en el Congreso, con el tamaño de la economía o con cuál es la política social en turno. La pobreza es un fenómeno, en todo caso, más relacionado con la estructura social que con la voluntad de los gobernantes; que se refiere no sólo a la capacidad de generar riqueza sino también a la de redistribuirla; y que en última instancia se explica menos por la política social del gobierno que por la economía política del régimen.

Desde hace tiempo, sin embargo, nos hemos acostumbrado a discutir la pobreza desde los estrechos confines de discursos francamente despolitizadores. Por un lado, como sugería hace unos días Soledad Loaeza (http://j.mp/13LdCOa), admitiéndola como un costo de “la empeñosa preservación de los equilibrios macroeconómicos sostenidos en un principio de austeridad y contracción del gasto público”. Por el otro, en función de esa prédica filo-cristiana en la que a veces recala la izquierda, reivindicándola simbólicamente como una reserva moral contra la codicia, la corrupción y la pérdida de valores.

Así, embalada entre un discurso neoliberal que la relativiza y un discurso redentorista que la enaltece, la pobreza queda desprovista de sus antagonismos concretos, desactivada como conflicto y finalmente domesticada como una suerte de mercancía noticiosa de la que nos enteramos de vez en cuando, cada que se dan a conocer nuevas cifras. Suenan entonces reproches, lamentos, críticas… y nada, la pobreza sigue sin disminuir significativa ni sostenidamente.

El tema es pensar más allá de éste o aquel  personaje público, de a cuánto asciende el PIB o de cambiar la política social. El tema es ampliar las fronteras de lo político, de lo que es susceptible de ser articulado políticamente.


El tema, en suma, es politizar la pobreza.  

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 5 de agosto de 2013.