A fines de julio pasado, una corte de apelaciones de
Nueva York confirmó el fallo de un juez local contra la medida, impulsada por
el alcalde Michael Bloomberg, de prohibir la venta de refrescos en vasos de más
de medio litro. El alcalde ha perdido ya en dos instancias, pero su batalla
legal contra la epidemia de obesidad continuará ya sea por la vía judicial, por
la legislativa o por ambas, en lo que promete convertirse en otro caso paradigmático
del creciente conflicto entre la salud pública y el libre mercado.
En los
tribunales el litigio ha gravitado en torno a aspectos más o menos formales: al
principio de legalidad (i.e., ¿tiene
el alcalde la facultad para decretar una medida así?), a la división de poderes
(i.e., ¿puede enmendarse el Código de
Salud de Nueva York sin la aprobación del poder legislativo de la ciudad?) y al
principio de igualdad ante la ley (i.e.,
¿qué tan equitativa es la medida al prohibir envases de cierto tamaño para
cierto tipo de bebidas azucaradas pero no para otras, afectando a cierto tipo
de establecimientos comerciales pero no a otros?).
Pero
fuera de los tribunales la discusión ha sido más sustantiva. Para quienes adoptan
la perspectiva de salud pública, el problema es que el aumento en el consumo de
refrescos parece ser el factor más importante en el crecimiento de los índices
de obesidad durante las últimas décadas. Y que los cada vez mayores costos
sociales asociados a la obesidad (i.e.,
enfermedades, recursos para darles tratamiento, muertes) demandan una decidida
intervención de las autoridades. Para quienes adoptan la perspectiva del libre
mercado, el problema es permitir la interferencia del Estado para limitar la
libertad de los consumidores. Que Bloomberg se asuma, pues, como una suerte de
“nana” que sabe mejor que los propios individuos qué les conviene o no
consumir. Llevadas al extremo, advierten, ese tipo de medidas erosionan la
libertad y la responsabilidad de los individuos.
Hay
mucho en los argumentos de los partidarios del libre mercado que resulta un
tanto aéreo. Primero, porque ver en la regulación del tamaño de los envases de
refresco una amenaza a la libertad es tener, digamos, un concepto totalmente
Coca-Cola de la libertad. Segundo, porque argumentar al extremo es una forma de
rechazar lo posible por temor a lo improbable. Y tercero, porque a final de
cuentas hay más lógica en que el Estado proteja a los consumidores contra el
consumo excesivo de un producto que es nocivo para su salud que en proteger a
los consumidores de la intervención estatal para que puedan seguir decidiendo
libremente ser obesos.
David Brooks, columnista conservador del New
York Times, trató de empatar la discusión hace unos días, alegando que la
perspectiva del libre mercado ganaba en lo teórico pero la perspectiva de salud
pública ganaba en lo empírico. Habría que preguntarle, sin embargo, cómo puede
“ganar” una teoría cuando la evidencia empírica apunta en la dirección
contraria…
Acaso sea
por la llamada “magia del libre mercado”.
-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 13 de agosto de 2013
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