lunes, 30 de noviembre de 2009

Para pensar los centenarios

En septiembre de 1910, como parte de las celebraciones del centenario de la independencia en la Ciudad de México, el Presidente Porfirio Díaz inauguró el Hemiciclo a Juárez, un complejo escultórico en mármol de Carrera que adorna, desde entonces, el flanco sur de la Alameda Central.

Con ese monumento Díaz honraba a Juárez por partida doble: primero, como líder del partido liberal que impulsó las leyes de reforma entre 1859 y 1860; segundo, como segundo padre de la patria luego de su heroico papel en la “segunda guerra de independencia” (así se llegó a denominar, por un tiempo, a la guerra de intervención francesa que tuvo lugar entre 1862 y 1867).

Las múltiples pugnas entre los hombres de aquella generación, y más específicamente entre Díaz y Juárez a partir de la restauración de la República en 1867, así como el fallido levantamiento armado que el propio Díaz encabezó contra el presidente Juárez en 1871 (conocido como “rebelión de la Noria”), quedaban convenientemente sepultadas bajo el peso del mármol que inmortalizaba al prócer Juárez.

La posteridad, en la pax porfiriana, los reconciliaba.

Durante esas mismas festividades el Presidente Díaz encabezó otra ceremonia, esta para colocar la primera piedra de un nuevo Palacio Legislativo. A los pocos meses, la estructura de acero que sostendría la cúpula central estaba casi terminada. Sin embargo, tras el estallido de la revolución mexicana y la renuncia de Díaz a la presidencia (en mayo de 1911), la construcción quedó suspendida.

Y así permaneció, como un espectral esqueleto, por más de veinte años. Hasta que en 1933 el arquitecto Carlos Obregón Santacicilia propuso readaptar el proyecto para hacer, aprovechando el armazón metálico que ya estaba edificado, un monumento a la gesta revolucionaria. De modo que el recinto originalmente destinado al espacio parlamentario que Don Porfirio nunca pudo inaugurar terminó convertido, en 1938, en monumento a la revolución que lo había derrocado.

Con los años, los restos de Venustiano Carranza, Francisco I. Madero, Plutarco Elías Calles, Lázaro Cárdenas y Pancho Villa, varios aliados y varios enemigos en vida, serían reunidos en el mausoleo que se encuentra en su interior.

La posteridad, ahora en la pax posrevolucionaria, a todos volvía a reconciliar.

Aprendamos, pues, del pragmatismo de aquellas conmemoraciones, de su capacidad para imaginar una posteridad en la que cupieran todos: no para rendirle pleitesía al pasado ni para reprocharle al presente que no encontramos nada que celebrar, sino para convocar al porvenir que podemos darnos.

Será el de una pax democrática o no será.

-- Carlos Bravo Regidor
(La Razón, Lunes 16 de Noviembre)

lunes, 23 de noviembre de 2009

¿Adiós al PRI?

Fue hace casi veinticinco años que Gabriel Zaid escribió aquella frase magnífica, simultáneamente serena y perturbadora, de complejísima sencillez, que inauguraba un horizonte hasta entonces inexplorado en nuestra reflexión política: “sería muy extraño que el PRI fuera eterno”.

Así comenzaba “Escenarios sobre el fin del PRI” (Vuelta, no. 103, junio de 1985), un ensayo en el que Zaid supo desafiar los límites de la imaginación histórica y perfilar lo que en ese momento era un futuro inminente pero inconcebible: no el fin del PRI como organización partidista sino el fin de su ciclo hegemónico, de su virtual monopolio del sistema político mexicano.

Y es que durante los años previos, todavía bajo la presión de la crisis de 1982, el PRI había reconocido su derrota en varios comicios municipales pero, al mismo tiempo, había recurrido al fraude para imponerse en otros. El partido-sistema parecía debatirse, titubeante, entre admitir las victorias de la oposición o atrincherarse a como diera lugar. Era en ese contexto, y en la víspera de las elecciones para gobernador en Chihuahua (en las que se anticipaba que el PAN daría una batalla sin precedentes), que Zaid lanzaba su desafío: habrá vida más allá del PRI, es decir, habrá futuro.

Su pregunta no era cuándo, sino cómo. Descartaba, por exaltadas y quiméricas, las soluciones escatológicas: un golpe de Estado, una revolución, el súbito encumbramiento de un “ayatola” que purifique la vida pública, un terremoto que devore a la clase política, una traición o un asesinato que rompan todos los equilibrios. “Hacen falta”, decía, “escenarios de fin por maduración, que también son posibles y quizás más probables, a través de cambios graduales, invisibles, acumulativos, de esos que acaban con un imperio, una tradición o simplemente un negocio”.

La respuesta empezaba, para Zaid, en la política local, en respetar la voluntad de los electores en los estados, en “democratizar la provincia”. Así, concluía que “bastarían unas cuantas gubernaturas reconocidas a la oposición para que la reacción en cadena fuera incontenible, para dar esperanzas y reanimar decisivamente a toda la sociedad, para desencadenar la madurez política del país”.

Entre entonces y ahora, dieciocho estados y el Distrito Federal han experimentado la alternancia. En seis de ellos (Chihuahua, Nuevo León, Nayarit, Yucatán, Querétaro y San Luis Potosí), los electores han decidido devolverle, con sus votos, el poder al PRI. Ya vimos lo que pasó con la negociación del presupuesto este año, ya sabemos quién es el precandidato que encabeza las intenciones de voto para la próxima elección presidencial…

Tenía razón Zaid en aquello de que después del PRI-sistema no vendría la catástrofe. Lo que vino, tras asentarse los polvos de la alternancia, son los gobernadores del PRI.

-- Carlos Bravo Regidor

(La Razón, Lunes 23 de Noviembre de 2009)

lunes, 9 de noviembre de 2009

Modernidad, modernidad

Hay una figura retórica, bastante común en nuestra conversación pública, que consiste en explicar las dificultades del presente como resabios de una época anterior que no se resigna, digamos, a sucumbir. Es un recurso del que se echa mano para expresar inconformidad con algún aspecto del estado de cosas que no responde a nuestros deseos o expectativas, una manera de decir la frustración que nos provoca el hecho de que el país insista en no ser como quisiéramos que fuera.

Se trata de una forma de interpretar la realidad típicamente moderna: optimista, muy segura de sí misma, ostentosamente convencida de que hace falta rehacerlo todo conforme a los dictados de su razón. Una mirada para la que México siempre ha sido un lugar sin mucho oficio ni beneficio, un vasto depósito de atavismos, herencias e inercias de los que hay que desprenderse para levantar el vuelo hacia la tierra prometida de la modernidad, es decir, al futuro.

Esa ha sido, en cierto sentido, nuestra historia. De los Austrias a los Borbones, de la independencia al Porfiriato, del nacionalismo revolucionario al neoliberalismo, de la transición al desencanto con la democracia, el verbo se repite una y otra vez: reformar, reformar y reformar.

Leo la prensa de los últimos meses y me encuentro, aquí y allá, con nuevos brotes de ese viejo voluntarismo, con abundantes diagnósticos sobre lo que haría falta cambiar para ser, ahora sí, “verdaderamente” modernos. En algunos casos el fardo son los partidos y la clase política; en otros, una sociedad sin cultura cívica; en algunos, la oligarquía empresarial y sus privilegios; en otros, las empresas paraestatales y sus sindicatos; en algunos, que los impuestos son demasiados; en otros, que los impuestos no son suficientes; en algunos, que las reglas que tenemos ya no sirven; en otros, que las reglas nunca se hacen respetar; etcétera.

No pongo en duda la existencia ni la gravedad de nuestros problemas. Me pregunto, más bien, si esa esquizofrenia reformadora no será, de hecho, síntoma de que ya accedimos a la modernidad. O de que siempre hemos habitado en ella. O de que queremos “los beneficios de la modernidad pero no la modernidad misma” (Edmundo O’Gorman). O de que la nuestra ha sido más bien una desmodernidad, “una aniquilación de tensiones por exceso de modernidad” (Roger Bartra).

No lo sé. Pero si tuviera que tomar partido, me quedaría con lo que dijo Henri Meschonnic: que la modernidad es una obra de teatro cuya trama consiste en no tener fin, una batalla que siempre está comenzando de nuevo, un eterno volver a empezar.

-- Carlos Bravo Regidor
(
La Razón, Lunes 9 de Noviembre de 2009)

lunes, 2 de noviembre de 2009

Seriedad parlamentaria

Hay algo inquietante en el perfil que adquirió la discusión sobre la ley de ingresos para el próximo año, en la impresión general que dejan las negociaciones.

Está, en principio, el hecho de que ninguna de las partes involucradas en el proceso legislativo supo articular una propuesta puntual para hacerse cargo de la contracción en la actividad económica. Que a pesar de una caída del PIB estimada entre el 7 y el 8%, una tasa de desempleo que se calcula alrededor del 6.4% y una de subempleo que ronda el 9%, el grueso de los desacuerdos se concentró en cómo tapar el “boquete” en las finanzas públicas, es decir, en responder como si el problema fuera sólo fiscal.

Pero está, además, la absoluta falta de argumentos, la nula necesidad que tuvieron los partidos políticos de siquiera pretender que estaban considerando algún criterio de equidad o eficiencia recaudatoria. Que no hubo, pues, ningún esfuerzo de deliberación pública, de salir a explicar los pros y contras de las alternativas disponibles o las razones para votar de una u otra manera, sino apenas un duelo de declaraciones destinadas a achacarle los “costos” al adversario.

Todo lo cual, a fin de cuentas, nos regaló perlas de seriedad parlamentaria como “debemos actuar responsablemente […] hoy, aquí, nuestra fracción ha dado muestras de que anteponemos nuestros intereses partidarios por el bienestar del país” (diputado Francisco Rojas); “el PAN es el que está en el gobierno, y el paquete es del gobierno […] no es el paquete del PRI. Que lo defiendan, que lo voten, etcétera. No es responsabilidad nuestra, salvo en lo que estamos en contra” (senador Carlos Jiménez Macías); “nosotros no medimos lo que hacemos en función de costos y menos de costos políticos. Medimos lo que hacemos en función del beneficio del país” (diputado Francisco Rojas); “el gobierno tiene que tener claro que gobernar implica costos y los deben de asumir, y no tienen por qué buscar que los asuman otros” (senador Carlos Jiménez Macías); “la cerrazón y la negativa de la mayoría del PRI a la propuesta de Calderón no dejó otra alternativa, la cual es insuficiente e incompleta” (diputado César Nava); “las diferencias que pudiésemos tener con el PRI no valían para interrumpir la aprobación del paquete fiscal. El país es más importante” (senador Santiago Creel); “¿por qué no suben a la tribuna a responderme si son tan hombrecitos?” (diputado Gerardo Fernández Noroña); “lo suyo no fue una abstención, fue una aprobación maricona” (senadora Beatriz Zavala); “es como cuando alguien tiene una amante: se quieren, hacen cosas juntos, pero las tienen que hacer a escondidas” (senador Federico Döring).

Así razonan nuestros legisladores ante la crisis económica: que la recesión se arregle sola, somos muy machos, la culpa es de los otros, es por el bien de la patria.

-- Carlos Bravo Regidor
(La Razón, Lunes 2 de Noviembre de 2009)