lunes, 31 de mayo de 2010

De historia y futuro

Mi generación accedió a la mayoría de edad más o menos entre 1994 y 2000: por un lado, la entrada en vigor del TLC con Estados Unidos y Canadá, el levantamiento del EZLN en Chiapas, el asesinato de Luis Donaldo Colosio y la “crisis de diciembre”. Por el otro, las elecciones en las que el PRI perdió la Presidencia de la República. En cierto sentido somos la generación que cosechó la aspiración democrática que, a golpe de crisis y reformas electorales, cultivaron nuestros padres. Somos hijos e hijas, a fin de cuentas, de la generación de 1968.

Con todo, cuando procuramos ponderar las transformaciones que México ha experimentado en los últimos años, cuando tratamos de buscarle sentido al momento que nos tocó vivir, da la impresión de que no sabemos hacerlo más que en clave de desesperanza: como si habitáramos en un presente a la deriva entre un pretérito que no nos dice nada y un porvenir que no logramos imaginar. No es que seamos reos de la inercia ni que estemos atorados, como si no hubiera ninguna novedad en nuestra circunstancia, en las redes del pasado. Es, más bien, que tantos cambios en tan poco tiempo parecen habernos despojado de perspectiva histórica.

Múltiples factores se han combinado para producir esta sensación de desarticulación entre el ayer del que venimos y el mañana al que quisiéramos ir. Uno de los más significativos es, sin duda, la ausencia de narrativas que interpreten el pasado a la luz de los problemas y las inquietudes del presente, la falta de relatos que ofrezcan un horizonte temporal a los ciudadanos de un país que dejó de ser el que era. Y es que las viejas certezas de la historia (nacionalistas, revolucionarias, modernizadoras o, incluso, revisionistas) ya no sirven para encarar nuestras nuevas incertidumbres democráticas.

Todo proyecto de futuro requiere de un proyecto de pasado. Ocurre, sin embargo, que extraviados en el desencanto con la democracia, en un presente saturado de expectativas insatisfechas, no hemos sabido reconocer el hecho fundamental de que desmitificar la historia no es lo mismo que reescribirla. Denunciar las falsedades de la llamada “historia oficial”, desmentir las hazañas de los “héroes que nos dieron patria” o cuestionar qué motivos hay para celebrar doscientos años de ser “orgullosamente mexicanos” son ejercicios necesarios, más no suficientes, para reorientar nuestros destinos.

Porque la historia no puede limitarse a refutar las verdades de otro tiempo. Tiene, además, que arriesgarse a proponer otras más propicias para el nuestro.

Derribar monumentos no basta para construir futuro.

-- Carlos Bravo Regidor

La Razón, lunes 31 de mayo de 2010 

lunes, 24 de mayo de 2010

Un problema de percepción



El martes pasado, como parte de su gira de trabajo por España, el Presidente Felipe Calderón concedió una entrevista al programa “Los Desayunos de Televisión Española”. Fue una entrevista de poco más de veinte minutos en la que el Presidente pudo hablar a sus anchas, responder preguntas relativamente blandas, hacer un repaso general de la actualidad de México y el mundo. Calderón se veía cómodo, seguro, sereno. Lo que dijo, sin embargo, fue un tanto confuso.

Sobre la crisis económica se congratuló de que “hicimos la tarea”: por un lado, “tuvimos una política anticíclica muy activa, muy agresiva”; por el otro, “evitamos la tentación de seguir ampliando el gasto”, “liquidamos empresas públicas”, “tuvimos que incrementar la recaudación” y “eso ha permitido a México reducir su déficit”. O sea que fuimos buenos bomberos porque nuestra política para apagar el incendio consistió en… ahorrar agua.

Sobre la lucha contra el narcotráfico, en un principio comentó que “estamos avanzando y golpeando muy fuerte a la delincuencia. Claro que eso se asocia a un debilitamiento estructural y a una inestabilidad interna de los cárteles mexicanos que desde hace algunos años se han comenzado a pelear entre ellos, y debilitados por la acción del gobierno, han exacerbado su inestabilidad, sus divisiones internas, y eso genera la mayor cantidad de casos de violencia”. Pero tres minutos después sostuvo lo contrario: “El noventa por ciento de los homicidios son precisamente efecto de la lucha que libran unos cárteles contra otros. Eso es independiente de la acción del gobierno. Hay quienes equivocadamente dicen que la acción del gobierno es la que ha provocado la violencia. No es así. La violencia entre los cárteles es lo que, entre otras cosas, motiva la acción del gobierno”. La lógica del razonamiento es redonda: la prueba del éxito de la estrategia es que desestabiliza a los cárteles, de ahí que haya más violencia… pero esa violencia no es consecuencia sino causa de la estrategia. 

Finalmente, el Presidente rechazó “la propuesta absurda que hacen mis críticos”, a saber, “que el gobierno mexicano debe simplemente replegarse, como si por arte de magia los criminales se conviertan en santos barones --se les aparezca, como a San Pablo, Jesucristo, y se conviertan en buenos”. Es decir que cuando sus críticos cuestionan la falta de trabajo de inteligencia para desmantelar las redes financieras y logísticas del crimen organizado, o la falta de programas de largo aliento para recomponer el llamado “tejido social”, Calderón sólo escucha de repliegues, santos barones y Jesucristo.

Con todo, lo anterior es testimonio de que tiene razón el Presidente: sí, tenemos “un problema de percepción”… pero empieza en los Pinos.


-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 24 de mayo de 2010



lunes, 17 de mayo de 2010

Nostalgia

Dice Svetlana Boym que la nostalgia es la hija natural del encuentro entre un naufragio y una fantasía, la añoranza de una historia sin responsabilidad, una visión del pasado liberada de cualquier culpa o consecuencia. Advierte, sin embargo, que no todas son iguales, que hay de nostalgias a nostalgias. Por un lado las hay reflexivas, nostalgias que se reconocen como anhelos utópicos por escapar a la implacable tiranía del tiempo y que habitan en las ruinas de lo que fue. Por otro lado las hay restauradoras, nostalgias que se conciben como remedios urgentes contra los malestares de la actualidad y que buscan recuperar lo perdido erigiendo monumentos a lo que no pudo ser.

Entre la sensación de extravío que se instaló en la vida pública poco después del 2000 y la efervescencia política por el próximo proceso de sucesión presidencial en 2012, asistimos en México al surgimiento de una nostalgia que tiene algo de ambas: es reflexiva por lo que hay en ella de desilusión, es restauradora por su afán de hacerse nuevas ilusiones.

Pienso, por ejemplo, en la cantaleta de que hace falta un “proyecto de nación”, una especie de sustituto funcional del nacionalismo revolucionario, imponer por encima de nuestras discordias “mitos cohesionadores de repuesto” (Héctor Aguilar Camín). O pienso, también, en la idea de que el problema con el sistema político es que no produce “gobiernos de mayoría”, que ninguna fuerza puede mandar por sí sola, que la fórmula vigente para integrar el Congreso permite a las minorías “despojar al partido más grande de su eventual derecho a legislar” (José Córdoba). Y pienso, finalmente, en el desdén con que se minimiza el desprestigio del modelo económico, en la arrogancia con que se puede decir en un foro de reflexión sobre financiamiento y desarrollo que “no hay que hablar de cosas populares, hay que hablar de cosas importantes” (Pedro Aspe).

No se trata de una etérea nostalgia por el ideal democrático que había en los orígenes de la transición sino, más bien, de una nostalgia muy tangible por el programa de modernización autoritaria que quedó trunco en el pasado inmediato: por la épica del “liberalismo social”, por las mayorías absolutas previas a la reforma electoral de 1996, por la reputación de la tecnocracia hasta antes de la crisis de 1994.

He ahí, quizás, una de las mayores ironías de la alternancia: lograr la transfiguración del pasado, como si los problemas de hoy no tuvieran historia, en una esperanza para el porvenir.

-- Carlos Bravo Regidor

La Razón, lunes 17 de mayo de 2010

lunes, 10 de mayo de 2010

El espejo de Arizona



Más allá de la condena de rigor y de los gestos de solidaridad, buena parte de la opinión pública mexicana ha reaccionado a la ley SB1070 de Arizona oscilando, a grandes rasgos, entre dos impulsos: rasgarse las vestiduras y darse golpes de pecho. Han sido, en general, reacciones entre furibundas y masoquistas, entre gruñonas y culpígenas, que dicen mucho sobre las rutinas mentales que todavía imperan en nuestra idea de la relación México-Estados Unidos.

El grueso de las reacciones comparte tres características. La primera es una perspectiva estrictamente nacionalista, casi diría que narcisista, del problema; que sólo sabe considerarlo, pues, desde el punto de vista de México. La segunda es un craso desinterés por tratar de entender la aprobación de la ley SB1070 en sus propios términos, es decir, por pensarla en función de la coyuntura electoral en Arizona. Y la tercera es una evidente incapacidad para reconocer, dentro del limitado margen de acción que tiene el gobierno mexicano en este caso, las respuestas concretas y plausibles que ya está instrumentando nuestra red consular.

Dos ejemplos. Por un lado, Rosario Green: “Llegó la hora de responderles en los mismos términos. Cerremos la frontera, echemos a los arizonenses que pisen tierra mexicana, hagamos un boicot comercial. La dignidad no tiene precio”. Y, por el otro lado, Salvador Camarena: “A mí no me preocupa Arizona. No me preocupa su ley racista, retrógrada. Ni sus líderes extremistas. Ni la gobernadora Brewer, ni el alguacil Arpaio, ni los Minutemen, ni las redadas. Ni su grilla electoral. Ni el apoyo de la gente, de los arizonenses, a la ley que criminaliza la inmigración. A mí me preocupa México […] Me preocupa que ni la amenaza externa nos une […] Que los mexicanos no hayamos encontrado aún los medios para presionar a la clase política a romper su pacto de conveniencia, que parezca inexistente el sentido de urgencia, que la indignación sea estéril, que encojamos los hombros ante la partida de primos, sobrinos, padres, amigos y desconocidos”.

Ocurre, sin embargo, que precisamente por lo que tiene de grotesco el desplante de Rosario Green --¡de la embajadora Rosario Green!-- es que tendría que importarnos, y mucho, lo que no le importa a Salvador Camarena: porque, hoy por hoy, es en el ámbito de la política interna estadounidense, no en el de la mexicana, donde se decide el futuro de los inmigrantes indocumentados --donde se “acaba el futuro”, como dice la desgarradora crónica de Pablo Ordaz en El País de ayer. Agotar nuestra legítima indignación en exabruptos y lamentaciones sirve para recoger los aplausos de la tribuna local pero es, a fin de cuentas, otra manera de no hacernos cargo de ellos. Mucho más escandalosa pero igual de estéril que encogernos de hombros.

--Carlos Bravo Regidor

La Razón, lunes 10 de mayo de 2010