lunes, 17 de mayo de 2010

Nostalgia

Dice Svetlana Boym que la nostalgia es la hija natural del encuentro entre un naufragio y una fantasía, la añoranza de una historia sin responsabilidad, una visión del pasado liberada de cualquier culpa o consecuencia. Advierte, sin embargo, que no todas son iguales, que hay de nostalgias a nostalgias. Por un lado las hay reflexivas, nostalgias que se reconocen como anhelos utópicos por escapar a la implacable tiranía del tiempo y que habitan en las ruinas de lo que fue. Por otro lado las hay restauradoras, nostalgias que se conciben como remedios urgentes contra los malestares de la actualidad y que buscan recuperar lo perdido erigiendo monumentos a lo que no pudo ser.

Entre la sensación de extravío que se instaló en la vida pública poco después del 2000 y la efervescencia política por el próximo proceso de sucesión presidencial en 2012, asistimos en México al surgimiento de una nostalgia que tiene algo de ambas: es reflexiva por lo que hay en ella de desilusión, es restauradora por su afán de hacerse nuevas ilusiones.

Pienso, por ejemplo, en la cantaleta de que hace falta un “proyecto de nación”, una especie de sustituto funcional del nacionalismo revolucionario, imponer por encima de nuestras discordias “mitos cohesionadores de repuesto” (Héctor Aguilar Camín). O pienso, también, en la idea de que el problema con el sistema político es que no produce “gobiernos de mayoría”, que ninguna fuerza puede mandar por sí sola, que la fórmula vigente para integrar el Congreso permite a las minorías “despojar al partido más grande de su eventual derecho a legislar” (José Córdoba). Y pienso, finalmente, en el desdén con que se minimiza el desprestigio del modelo económico, en la arrogancia con que se puede decir en un foro de reflexión sobre financiamiento y desarrollo que “no hay que hablar de cosas populares, hay que hablar de cosas importantes” (Pedro Aspe).

No se trata de una etérea nostalgia por el ideal democrático que había en los orígenes de la transición sino, más bien, de una nostalgia muy tangible por el programa de modernización autoritaria que quedó trunco en el pasado inmediato: por la épica del “liberalismo social”, por las mayorías absolutas previas a la reforma electoral de 1996, por la reputación de la tecnocracia hasta antes de la crisis de 1994.

He ahí, quizás, una de las mayores ironías de la alternancia: lograr la transfiguración del pasado, como si los problemas de hoy no tuvieran historia, en una esperanza para el porvenir.

-- Carlos Bravo Regidor

La Razón, lunes 17 de mayo de 2010

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