lunes, 29 de abril de 2013

La vieja y la nueva escuela

Hace cosa de un mes Fernando Escalante escribió, aquí en La Razón, una columna (http://j.mp/10k4mOO) sobre la vitalidad que aún conserva lo que denominó “la vieja escuela de la oposición”. Se refería con ello a las inercias demagógicas, a las ínfulas de pureza, a las carencias programáticas que caracterizaron tanto al PAN como al PRD durante los años de la transición a la democracia y cuyo representante más exitoso fue, sin duda, Vicente Fox.
           
Ser oposición en aquellos años consistía, fundamentalmente, en saber agitar la matraca del antipriísmo. No había matices, complicaciones ni complejidades: el partido en el poder era la encarnación de todos los vicios; la oposición, la suma de todas las virtudes. De ahí que una de las primeras expresiones de insatisfacción con Fox fuera aquella de que su sexenio parecía haber terminado el 2 de julio del 2000, tras “sacar al PRI de Los Pinos”…

Buena parte de aquella vieja escuela opositora sigue viva hoy en lo poco que queda del calderonismo y, sobre todo, en muchas de las posiciones que el lopezobradorismo asume contra, básicamente, todo lo que haga o diga el gobierno de Peña Nieto. Y es así porque aunque sea una manera muy pobre de hacer oposición democrática se trata de una alternativa, advierte Escalante, que “sigue dando frutos”.

Con todo, a esa crítica de la vieja escuela habría que agregar otra crítica de “la nueva escuela de la oposición” que se ha creado a raíz del Pacto por México.

Una nueva escuela en la que ser oposición consiste, básicamente, en no oponerse. En apoyar reformas sin informar ni deliberar públicamente las razones. En intercambiar votos en el Poder Legislativo por reconocimiento e interlocución con el Poder Ejecutivo. En montar una suerte de gobierno de coalición a la mexicana a cambio no de espacios en el gabinete ni de incluir políticas específicas en la agenda gubernamental sino de que el Presidente ofrezca a las dirigencias de los partidos de oposición el oxígeno que no les dieron los electores ni les dan sus militantes.
           
Esta nueva escuela, cuyo mejor representante es quizás Jesús Zambrano, tampoco sirve como contrapeso, no tiene un programa ni ideas claras que doten de significado su labor como oposición, ni tampoco brinda una imagen que haga reconocible su identidad vis-à-vis el gobierno. Es, en más de un sentido, tan estéril para la democracia como la de la vieja escuela: si López Obrador parece dispuesto a decir que no a todo por sistema, Zambrano parece dispuesto a decir que sí a lo que sea por supervivencia.

Ni una ni otra son, estrictamente, oposiciones democráticas. La “vieja” es, hoy, más negación que oposición. Y la “nueva”, más que oposición, es comparsa.

-- Carlos Bravo Regidor                                      
La Razón, lunes 29 de abril de 2013

lunes, 22 de abril de 2013

De liderazgos e instituciones


En un artículo publicado hace casi veinte años, Alan Knight propuso un par de metáforas muy eficaces para dar cuenta de la paradójica historia de la presidencia de Lázaro Cárdenas (http://j.mp/11askhL). Por un lado, escribió, fue una “aplanadora”: impulsó una agenda de reformas radicales bajo un liderazgo de enorme determinación y con apoyos populares de mucho peso. Pero, por el otro, fue una “carcacha”: un vehículo que avanzó con lentitud, que sucumbió ante múltiples resistencias y no logró llegar a su destino.

Al final, advertía Knight, la carrocería del cardenismo sobrevivió (el partido, la presidencia, los ejidos, las organizaciones obreras y campesinas, Petróleos Mexicanos, etc.) pero con nuevos conductores que subieron a otros pasajeros, le cambiaron el motor y emprendieron el camino en una dirección distinta.

Una de las lecciones del cardenismo es, pues, que ni los liderazgos fuertes, ni el compromiso ideológico, ni un considerable respaldo social bastan para darle viabilidad a un proyecto reformista de largo aliento. Y es que, como supo resumirlo Patrick Iber en un comentario sobre la dinastía política de los Cárdenas (http://j.mp/ZAe8Ai), “parte de construir un Estado progresista robusto está en crear instituciones que mantengan su carácter progresista aun y cuando los progresistas ya no estén en el poder”. Ni las intenciones ni la integridad ni la popularidad de ningún dirigente son garantía de que sus políticas funcionen o perduren.

La semana pasada nos regaló una lección similar, aunque en sentido inverso. El Senado estadounidense rechazó la iniciativa del presidente Barack Obama para establecer controles más estrictos a la venta de armas. A pesar de la indignación y el duelo nacional que siguieron a la masacre ocurrida en la escuela Sandy Hook el 14 de diciembre pasado, de que una amplia mayoría de los estadounidenses estaban a favor de la medida (http://j.mp/Zcy1hm) y de que ésta no tocaba la segunda enmienda, es decir, el derecho constitucional de tener y portar armas, la reforma fue derrotada conforme a una aritmética legislativa de muy cuestionables credenciales democráticas.

Y es que, para aprobar la propuesta y evitar el filibusterismo (una táctica parlamentaria que consiste alargar la discusión para demorar o de plano evitar una votación), se necesitaban 60 votos a favor, pero sólo se consiguieron 54. Más aún, los 46 senadores que votaron en contra representan a estados que aglutinan apenas al 37.7% de los estadounidenses. Las reglas del Senado impidieron, en suma, que una mayoría de 54 senadores, representando a una mayoría del 62.3% de la población, autorizara una modificación legislativa de orden secundario (http://j.mp/12xVMRL). ¿Seguimos hablando de una democracia cuando las instituciones representativas adoptan reglas y defienden intereses contrarios a la voluntad de las mayorías?

Los casos de Cárdenas y Obama, a pesar de sus diferencias, coinciden en un punto: ambos constatan que los liderazgos tienen límites… y que las instituciones importan.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 22 de abril de 2013

lunes, 15 de abril de 2013

¿Adiós a todo aquello?


La semana pasada murió Margaret Thatcher. Pero la disputa con respecto a su legado, tanto en Inglaterra como a nivel internacional, está quizás más viva que nunca.

En Inglaterra, por ejemplo, en tanto que un historiador conservador como Niall Ferguson escribía en las páginas del Financial Times que Thatcher “tuvo razón en casi todo” y que sus críticos “le deben no sólo el respeto que merece una gran líder, sino una disculpa”; una disidente del nuevo laborismo como Glenda Jackson pronunciaba un discurso en la Cámara de los Comunes repudiando el “atroz daño social” que provocaron sus políticas y caracterizando al thatcherismo como un periodo en el que su país “conoció el precio de todo pero el valor de nada”.

A nivel internacional, asimismo, al tiempo que el ministro de relaciones exteriores polaco Radek Sikorski recordaba la extraordinaria popularidad que la “dama de hierro” tuvo del otro lado del muro de Berlín y la inspiración que representó para toda una generación de líderes opositores al comunismo en Europa del Este; el periodista Jon Lee Anderson recordaba a su vez la alianza que Thatcher mantuvo con la dictadura militar de Augusto Pinochet en Chile y el apoyo que le brindó públicamente en Londres cuando estuvo bajo arresto domiciliario por el proceso que en su contra siguió el juez Baltazar Garzón. Otro tanto se podría decir de su estrecha afinidad con Ronald Reagan y Juan Pablo II, de su ambiguo papel en la caída del régimen del apartheid en Sudáfrica, de su oposición a la reunificación alemana, de su vehemente negativa a adoptar una única moneda europea, de su curiosa relación con Mijaíl Gorbachov, de su carambola a varias bandas en la guerra de las Malvinas…

Y es que Thatcher es, en más de un sentido, nuestra contemporánea. Una figura emblemática del desmantelamiento del Estado benefactor, del fin de la Guerra Fría, de lo que se ha dado en llamar la “era neoliberal”. Para sus paladines encarna la defensa a ultranza del individuo contra el “colectivismo” –llámese la Unión Soviética, el Estado, la burocracia, los sindicatos, la comunidad. Para sus detractores, en cambio, personifica un ataque feroz contra cualquier noción de un “nosotros” –de vínculos sociales, de vida en común, de responsabilidades compartidas, de obligaciones que nos unen, de solidaridad los unos para con los otros.

Todavía hay mucho de interés coyuntural y poco de perspectiva histórica en la representación del personaje y sus tiempos. A sus detractores les falta hacerse cargo de las causas que propiciaron su ascenso. A sus paladines, en cambio, les urge habérselas con las consecuencias.

Thatcher ha muerto, pero le sobrevive mucho del mundo en el que habitamos hoy en día. Todavía no podemos decirle adiós a todo aquello.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 15 de abril de 2013

lunes, 8 de abril de 2013

Un empujoncito


La Secretaría de Salud del Distrito Federal acaba de anunciar el programa Menos sal, más salud: un conjunto de medidas que buscan reducir la ingesta de sal entre la población. Entre dichas medidas está la de promover que los restaurantes de la capital retiren los saleros de sus mesas. Y es que, según el secretario Armando Ahued, muchos comensales tienen el hábito de echarle sal a la comida sin siquiera haberla probado. De lo que se trata, dijo, es de hacer conciencia sobre el riesgo a la salud que implica el abuso de dicho condimento.

Aclaremos: no se prohibió la sal ni dejará de haber saleros en los restaurantes. Lo que pasa, más bien, es que ahora ya no estarán al alcance de la mano sino que habrá que pedirlos explícitamente como se pide un vaso de agua, más limones o la cuenta. No es una medida obligatoria, no habrá sanción contra quien la incumpla, no viola ningún derecho ni es expresión de una biopolítica totalitaria (como escribió, en el colmo del azote, Ramón Cota Meza).

La medida, que también se ha ensayado en la provincia de Buenos Aires, en un  distrito de la zona metropolitana de Manchester (en donde también se redujo el número de hoyitos en los saleros) y en la cadena estadounidense Boston Market, parece inspirada en las premisas de la economía conductual --conocida en inglés como behavioral economics. Dicha disciplina (que en la academia estadounidense suele considerarse un híbrido entre economía y psicología) enseña que buena parte de nuestras decisiones no son siempre racionales, voluntarias, ni egoístas, sino que dependen de factores emocionales, cognitivos y sociales más amplios. Por ejemplo, nuestro estado de ánimo, el orden en el que se nos presentan las opciones a elegir, nuestra capacidad para procesar la información disponible, la presión de grupo, el peso de las costumbres…

La mala noticia es que la influencia de ese tipo de factores puede llevarnos a tomar decisiones cuyos resultados sean ineficientes según un análisis costo/beneficio. La buena noticia es que muchos de esos factores son susceptibles de ser más o menos manipulados para tratar de inducirnos a tomar mejores decisiones. La ciencia demostrando lo primero e impulsando lo segundo está muy bien explicada en el recomendable libro de Richard Thaler y Cass Sunstein Nudge: Improving Decisions About Health, Wealth, and Hapiness (Penguin Books, 2009).

Retirar los saleros de las mesas es, en principio, un empujoncito en el sentido correcto: una medida no coercitiva y de bajo costo que puede reducir la ingesta de sal (cómo evaluarla como política pública es una pregunta que el  secretario Ahued todavía no ha respondido) y llamar la atención con respecto a la estrecha asociación que existe entre el exceso en su consumo y las enfermedades cardiovasculares que cobran cada vez más vidas y en cuya atención los servicios de salud gastan cada vez más recursos.

¿Cuál es el problema?

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 8 de abril de 2013

lunes, 1 de abril de 2013

Espejitos


Fue a principios del 2009, luego de que la revista Forbes le dedicara a México un artículo de portada muy adverso, que a Felipe Calderón se le ocurrió decir que nuestro principal problema no era la recesión económica ni la “guerra” contra el crimen organizado, sino la falta de una buena estrategia de relaciones públicas que cambiara la percepción internacional sobre México.


¿Cómo fue que la percepción internacional sobre México dio semejante bandazo? ¿Qué cambió? ¿Cómo?

Reviso lo que se ha publicado en la prensa “internacional” –que en México, ya sabemos, se refiere a lo que se publica en inglés más un periódico español: Forbes, The Economist, The New York Times, Financial Times, Foreign Affairs, The Miami Herald, Time, The Washington Post, The Wall Street Journal y El País. Y lo que encuentro es que, salvo en un par de notas (Tim Padgett en Time y Ron Buchanan en FT), esa nueva percepción se basa, fundamentalmente, en impresiones demasiado entusiastas, en tendencias que no son nuevas y en una coyuntura todavía muy verde como para inspirar semejante revuelo.


Repasemos, en todo caso, las tendencias –bien conocidas, insisto, desde hace tiempo: estructura demográfica favorable, estabilidad macroeconómica, sostenido aumento de los costos de producción en China, previsible crecimiento de las importaciones mexicanas en Estados Unidos, mayor cobertura de los servicios de salud pública, nuevos patrones de consumo, declive de la ola migratoria

Y reparemos, finalmente, en la coyuntura: en el regreso del PRI a la Presidencia; en las reformas educativa y en telecomunicaciones que todavía falta reglamentar e implementar; en el tan celebrado Pacto por México; en el encarcelamiento de Elba Esther Gordillo; en que el nuevo gobierno ha decidido hacer como si la violencia se acabara dejando de hablar de ella…

En fin, entiendo la sensación de contraste entre la desesperanza que contagiaba el gobierno de Felipe Calderón y la disciplina que proyecta el de Enrique Peña Nieto. Y reconozco también que este gobierno ha sabido darle su importancia a las primeras impresiones, a cuidar las apariencias, a administrar las percepciones. Pero, aún así, ¿no es muy prematura tanta euforia? ¿No está el presidente Peña Nieto, todavía, apenas empezando? ¿No convendría distinguir entre el tiempo largo de las transformaciones y el tiempo corto de las apariencias?

¿O acaso nos vamos a creer eso de que México pasó de ser “el próximo Irak o Afganistán” a “la nueva China” en un abrir y cerrar de ojos? ¿De veras?

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 1 de abril de 2013