Hace cosa de un mes Fernando Escalante escribió, aquí en La Razón, una columna (http://j.mp/10k4mOO) sobre la vitalidad que aún conserva lo que
denominó “la vieja escuela de la oposición”. Se refería con ello a las inercias
demagógicas, a las ínfulas de pureza, a las carencias programáticas que
caracterizaron tanto al PAN como al PRD durante los años de la transición a la
democracia y cuyo representante más exitoso fue, sin duda, Vicente Fox.
Ser oposición en aquellos años consistía, fundamentalmente, en saber
agitar la matraca del antipriísmo. No había matices, complicaciones ni
complejidades: el partido en el poder era la encarnación de todos los vicios;
la oposición, la suma de todas las virtudes. De ahí que una de las primeras
expresiones de insatisfacción con Fox fuera aquella de que su sexenio parecía
haber terminado el 2 de julio del 2000, tras “sacar al PRI de Los Pinos”…
Buena parte de aquella vieja escuela opositora sigue viva hoy en lo
poco que queda del calderonismo y, sobre todo, en muchas de las posiciones que
el lopezobradorismo asume contra, básicamente, todo lo que haga o diga el gobierno
de Peña Nieto. Y es así porque aunque sea una manera muy pobre de hacer
oposición democrática se trata de una alternativa, advierte Escalante, que
“sigue dando frutos”.
Con todo, a esa crítica de la vieja escuela habría que agregar otra crítica
de “la nueva escuela de la oposición” que se ha creado a raíz del Pacto por
México.
Una nueva escuela en la que ser oposición consiste, básicamente, en no
oponerse. En apoyar reformas sin informar ni deliberar públicamente las
razones. En intercambiar votos en el Poder Legislativo por reconocimiento e interlocución
con el Poder Ejecutivo. En montar una suerte de gobierno de coalición a la
mexicana a cambio no de espacios en el gabinete ni de incluir políticas específicas
en la agenda gubernamental sino de que el Presidente ofrezca a las dirigencias
de los partidos de oposición el oxígeno que no les dieron los electores ni les
dan sus militantes.
Esta nueva escuela, cuyo mejor representante es quizás Jesús Zambrano,
tampoco sirve como contrapeso, no tiene un programa ni ideas claras que doten
de significado su labor como oposición, ni tampoco brinda una imagen que haga
reconocible su identidad vis-à-vis el
gobierno. Es, en más de un sentido, tan estéril para la democracia como la de
la vieja escuela: si López Obrador parece dispuesto a decir que no a todo por
sistema, Zambrano parece dispuesto a decir que sí a lo que sea por
supervivencia.
Ni una ni otra son, estrictamente, oposiciones democráticas. La
“vieja” es, hoy, más negación que oposición. Y la “nueva”, más que oposición,
es comparsa.
-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 29 de abril de 2013