La
semana pasada murió Margaret Thatcher. Pero la disputa con respecto a su
legado, tanto en Inglaterra como a nivel internacional, está quizás más viva que
nunca.
En Inglaterra, por ejemplo, en tanto que un
historiador conservador como Niall
Ferguson escribía en las páginas del Financial
Times que Thatcher “tuvo razón en casi todo” y que sus críticos “le deben
no sólo el respeto que merece una gran líder, sino una disculpa”; una disidente
del nuevo laborismo como Glenda
Jackson pronunciaba un discurso en la Cámara de los Comunes repudiando el
“atroz daño social” que provocaron sus políticas y caracterizando al
thatcherismo como un periodo en el que su país “conoció el precio de todo pero
el valor de nada”.
A nivel internacional, asimismo, al tiempo que el
ministro de relaciones exteriores polaco Radek
Sikorski recordaba la extraordinaria popularidad que la “dama de hierro” tuvo
del otro lado del muro de Berlín y la inspiración que representó para toda una
generación de líderes opositores al comunismo en Europa del Este; el periodista
Jon
Lee Anderson recordaba a su vez la alianza que Thatcher mantuvo
con la dictadura militar de Augusto Pinochet en Chile y el apoyo que le brindó públicamente en Londres cuando estuvo
bajo arresto domiciliario por el proceso que en su contra siguió el juez
Baltazar Garzón. Otro tanto se podría decir de su estrecha
afinidad con Ronald Reagan y Juan Pablo II, de su ambiguo
papel en la caída del régimen del apartheid
en Sudáfrica, de su oposición a la reunificación
alemana, de su vehemente negativa a adoptar una única moneda europea, de su curiosa
relación con Mijaíl Gorbachov, de su carambola
a varias bandas en la guerra de las
Malvinas…
Y es que Thatcher es, en más de un sentido, nuestra
contemporánea. Una figura emblemática del desmantelamiento del Estado
benefactor, del fin de la Guerra Fría, de lo que se ha dado en llamar la “era
neoliberal”. Para sus paladines encarna la defensa a ultranza del individuo
contra el “colectivismo” –llámese la Unión Soviética, el Estado, la burocracia,
los sindicatos, la comunidad. Para sus detractores, en cambio, personifica un
ataque feroz contra cualquier noción de un “nosotros” –de vínculos sociales, de
vida en común, de responsabilidades compartidas, de obligaciones que nos unen,
de solidaridad los unos para con los otros.
Todavía hay mucho de interés coyuntural y poco de
perspectiva histórica en la representación del personaje y sus tiempos. A sus
detractores les falta hacerse cargo de las causas que propiciaron su ascenso. A
sus paladines, en cambio, les urge habérselas con las consecuencias.
Thatcher ha muerto, pero le sobrevive mucho del
mundo en el que habitamos hoy en día. Todavía no podemos decirle adiós a todo
aquello.
-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 15 de abril de 2013
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