lunes, 30 de septiembre de 2013

Reformas como “productos milagro”

Exagerar los beneficios que acarrearía la aprobación de tal o cual reforma hasta el punto de promoverla como si se tratara de un “producto milagro”, de esos que prometen curar simultáneamente todo tipo de dolencias u obtener resultados inmediatos sin hacer mayores esfuerzos, es una de las rutinas retóricas más desgastantes de nuestra conversación pública. Porque en su afán de suscitar adhesiones dicha rutina termina condenando las reformas no a que fracasen sino, en todo caso, a que decepcionen.

Desde hace ya tiempo (¿ 1994? ¿1997? ¿2000? ¿2006? ¿2012?) que en México existe un clima de opinión muy propicio para la inflación de expectativas: en el que suelen imperar ánimos más precipitados que reflexivos, tonos más exaltados que esperanzados, voluntades más preocupadas por mostrarse muy convencidas de que hay que cambiar que ocupadas en hacerse cargo de los cambios posibles.

Así, cada elección presidencial, cada periodo de sesiones en el Congreso, cada negociación importante entre los partidos tendemos a representárnosla como “la hora de la verdad”, como una disyuntiva en la que hay que elegir “entre el pasado y el futuro”, como la última oportunidad para hacer “las reformas que el país necesita”, para lograr “el cambio verdadero”, etcétera.

No se me oculta que hay de reformas a reformas, que habrá algunas que puedan hacer diferencias significativas y otras que no tanto. Tampoco ignoro que hay intereses muy concretos que ganan cuando nos relatamos la vida pública en un registro, digamos, de tan corto horizonte y tanta intensidad.

Lo que me pregunto, en todo caso, es cuál será el efecto acumulado de esa manera de contarnos nuestra historia contemporánea como la historia de una crisis sin fin, como una sucesión interminable de coyunturas perenetorias. ¿Qué tipo de propuestas tienen mayor probabilidad de éxito cuando el electorado espera resultados rápidos y contundentes? ¿Qué clase de figuras políticas saben canalizar mejor la impaciencia, la frustración, la furia? ¿Qué noción de futuro puede engendrar un presente tan volcado sobre sí mismo, tan falto de perspectiva?

Quizás convendría replantear la manera en que nos hemos acostumbrado a pensar las reformas. Dejar de concebirlas como actos e imaginarlas más como procesos; poner el énfasis no tanto en quién las promulga sino en cómo se ejecutan.

Hay un punto en el que la responsabilidad no es ya solamente de quienes venden “productos milagro”. Es, también, de quienes insisten en seguirlos comprando... 

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, 30 de septiembre de 2013

lunes, 23 de septiembre de 2013

Reformas y capacidades

Una de las causas más frecuentes del fracaso de proyectos reformistas, sobre todo en los países en desarrollo, es la falta de capacidades institucionales. No basta con que los diagnósticos sean certeros, con que haya voluntad y dinero, ni siquiera con que las reformas susciten amplio consenso. Lo más importante, lo fundamental, es que existan instituciones que ejecuten exitosamente las reformas en cuestión, que conviertan las buenas intenciones en buenos resultados.

El ímpetu reformista del gobierno de Enrique Peña Nieto acusa un notable déficit en ese sentido. Plantea transformaciones muy ambiciosas en distintos ámbitos, pero no se hace cargo de la necesidad de contar con los capacidades institucionales para hacerlas viables, para encauzar y sancionar esas transformaciones. Y es que hay una gran diferencia entre tener ganas de cambiar las cosas y tener capacidad de cambiarlas.

Aunque, visto el modus operandi del peñanietismo, lo que habría que preguntar es más bien si de veras hay ganas de cambiar cuando no hay ganas de construir capacidad de cambio. Dos ejemplos:

1)   La reforma fiscal aspira a recaudar más recursos y elevar la carga impositiva sobre los grupos de mayores ingresos. Sin embargo, no fortalece la magra capacidad redistributiva del Estado mexicano (véase la famosa gráfica de la OCDE en http://j.mp/1agjDYx) ni modifica sustantivamente la estructura del presupuesto. Es decir, se trata de una reforma que busca aumentar los ingresos pero sin comprometer al gobierno a gastar mejor.

2)   La reforma energética promete elevar la producción de hidrocarburos a un menor costo para ampliar la renta petrolera y promover un mayor desarrollo económico. Sin embargo, entre 2001 y 2012 los  excedentes petroleros (i.e., los ingresos derivados de la diferencia entre el precio fijado en la ley de ingresos y el precio promedio de la mezcla mexicana) ascendieron a 955 mil millones de pesos (véanse el análisis de datos de D4 en http://j.mp/14xC1eI) sin que esa renta petrolera adicional se tradujera en un gasto mejor orientado para promover el desarrollo. Es decir, se trata de una reforma que busca aumentar la extracción de riqueza del subsuelo pero sin mejorar la capacidad del gobierno para disponer de esa riqueza de un modo más transparente y productivo.

¿De qué sirve reformar para dotar al gobierno de mayores recursos si no se reforma, a su vez, la forma en que el gobierno gasta?

Que en la agenda presidencial no tengan prioridad ni la rendición de cuentas ni el combate a la corrupción dice mucho, lo dice todo, sobre la falta de capacidades institucionales con la que tarde o temprano se toparán las reformas…

Al tiempo.

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 23 de septiembre de 2013

lunes, 9 de septiembre de 2013

Reformar es implementar

Las dificultades que para la reforma educativa representa no sólo la oposición de la CNTE, sino el debilitamiento de liderazgos locales del SNTE en varios estados de la República (e.g. Aguascalientes, Campeche, Chihuahua, Nuevo León, Quintana Roo, Veracruz, Yucatán), no parecen haber hecho mella en el ímpetu reformista del gobierno de Enrique Peña Nieto.

Al contrario, favorecido por la mala imagen pública que –justa o injustamente– tiene el gremio magisterial, el Presidente desdeñó las protestas como obra de “grupos minoritarios” y celebró que la reforma ya fue aprobada. Más aún, aprovechó para mandar el siguiente recado: “con respecto a las reformas […] es natural que se den resistencias, que las minorías sean escuchadas, que se han abierto mesas de diálogo y de atención. Y agotaremos la vía del diálogo, precisamente, para evitar la toma de otras acciones que están en las atribuciones del Estado mexicano”. Segunda llamada, segunda.

Hay un problema en que el deteriorado prestigio social de los maestros se haya convertido en la punta de lanza de la reforma educativa. En que la evaluación se haya pensado más como un mecanismo punitivo que como un instrumento que contribuya a la profesionalización docente. En que mientras la dirigencia del SNTE ha sido silenciada y sometida, la disidencia magisterial ha adoptado una estrategia conservadora de rechazo a la reforma en lugar de una estrategia progresista que contrarreste su mala imagen pública y proponga una reforma alternativa. Hay un problema, pues, en el hecho de que la batalla por la reforma educativa se esté configurando como una batalla en la que el gobierno parece concebir a los maestros como un obstáculo a vencer y los maestros al gobierno como una fuerza a la que hay que plegarse (el SNTE) o contra la que hay que resistirse (la CNTE).

Porque las modificaciones constitucionales y legislativas son apenas el principio. Reformar no es sólo cambiar lo que digan las normas; es, sobre todo, implementar esos cambios: convertir las nuevas normas en planes de acción, los planes de acción en acciones, las acciones en resultados. Lo que sigue, en suma, es un largo y escarpado proceso, lleno de imprevistos y complicaciones.

En ese proceso los maestros no deberían concebir al gobierno como una fuerza a la que hay que plegarse o contra la que hay que resistir sino como su principal aliado para liberar la carrera docente del control de las cúpulas sindicales. Y el gobierno no debería concebir a los maestros como un obstáculo a vencer sino como el principal agente para la transformación del sistema educativo. Pues si no es con ellos, ¿con quién?

No es lo mismo ganar una coyuntura que lograr un cambio estructural.

-- -- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 9 de septiembre de 2013 

lunes, 2 de septiembre de 2013

¿Libre tránsito vs. libre manifestación?

Plantear el problema de las afectaciones viales provocadas por las protestas de la CNTE como un problema que contrapone dos derechos irreconciliables, el derecho al libre tránsito de los automovilistas contra el derecho a la libre manifestación de los maestros, es llevar las cosas a un punto muerto que sólo admite una salida autoritaria: poner los derechos de unos por encima de los derechos de otros.
           
¿Que eso es precisamente lo que han hecho los agremiados de la CNTE durante los últimos días, poner su derecho a protestar por encima del derecho a transitar de los capitalinos afectados por sus protestas?

Pues bien, de ser así –y hay mucha gente que lo ve así–, entonces habría que preguntar si la solución está sólo en invertir los términos del problema, es decir, en poner el derecho al libre tránsito por encima del derecho a la libre manifestación, o si, más bien, la solución pasa por renunciar a poner el problema en esos términos.

Porque lo primero equivale a suponer que entre los derechos hay niveles, que unos valen más que otros. Pero ¿quién decide ese valor y conforme a qué criterio? ¿Las mayorías o las minorías, los activistas o los apáticos, los que usan el espacio público para trasladarse o los que lo usan para protestar, los organizados o los dispersos? ¿Y de lado de quién debe estar la fuerza pública? ¿Por qué?

Lo segundo, en cambio, equivale a asumir que entre los derechos no hay, no puede haber, jerarquías. El problema deja de ser entonces un juego de suma cero, donde la afirmación de un derecho implica la negación de otro, para convertirse en un problema de convivencia democrática, donde el papel de la fuerza pública no es estar del lado de nadie sino tratar de concertar en la medida de lo posible los derechos de todos.

La negligencia de la autoridad para mitigar las afectaciones provocadas por las protestas de los últimos días es enteramente condenable. Pero igual de condenable sería que la autoridad interviniera, con tal de que no hubiera afectaciones, para impedir las protestas.

Vivir en un régimen de libertades entraña costos. Y entre ellos está admitir que nuestros derechos no son absolutos, que no podemos imponerlos por encima de los de los demás.

La democracia, a fin de cuentas, es una forma de organizar el conflicto. No de ignorarlo… pero tampoco de erradicarlo. 

-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 2 de septiembre de 2013