La narrativa de la transición mexicana siempre
fue una narrativa fundamentalmente antipriísta. En la historia que nos contamos
sobre el cambio político de los últimos veinte o treinta años el PRI, más que
un actor o un espacio dentro del sistema, era el sistema mismo: la corrupción,
el clientelismo, la negligencia, el corporativismo, la ilegalidad, el abuso, la
opacidad, en fin, el PRI encarnaba todo aquello que aprendimos a identificar
con ese “antiguo régimen” que el proceso de democratización prometía dejar
atrás.
La experiencia
democrática ha sido, sin embargo, poco congruente con dicha narrativa. Primero,
porque muchas de esas prácticas que quisimos creer propias del autoritarismo han
subsistido, hasta hoy, con un régimen bien que mal democrático. Segundo, porque
la democracia nos ha obsequiado numerosos ejemplos de que, lejos de ser exclusivas
del PRI, dichas prácticas pueden ser las de cualquier partido en el poder. Y
tercero, porque si en la narrativa de la transición “la sociedad” solía ser caracterizada
como una víctima más o menos inerme, ahora sabemos que “la sociedad” también es
cómplice activa de esas prácticas cuya responsabilidad no podemos achacar sólo
a los políticos –priístas o de cualquier otro partido.
Con todo, la alta
probabilidad de que el PRI gane las
próximas elecciones presidenciales (y, además, con mayoría absoluta en el Congreso) representa algo más que una incongruencia: constituye
un auténtico corto circuito entre la narrativa de la transición y la
experiencia democrática. La narrativa decía que la democratización mexicana
pasaba por echar al PRI del poder; la experiencia apunta a que el PRI está por
volver al poder por la vía democrática.
Lo bueno de este corto
circuito es que, ciertamente, confirma que las fuerzas autoritarias del pasado
están apostando por el juego democrático, que el otrora “brazo electoral” del
Estado posrevolucionario supo convertirse en un partido político como los demás:
que participa, que compite, que a veces gana y a veces pierde elecciones.
Lo malo es que esa
conversión en lo relativo a la forma de acceder
al poder no parece incluir una conversión en lo relativo a la forma de ejercer el poder. Véanse, si no, casos recientes
en Coahuila, Veracruz o
el Estado de México. Que el PRI esté dispuesto a competir
democráticamente no significa que esté dispuesto a gobernar democráticamente: a rendir cuentas, a respetar la libertad
de expresión, a promover la transparencia y el acceso a la información,
etcétera. Y menos si tiene mayorías absolutas.
Lo feo es que a
sabiendas de lo anterior, de que el PRI no ha renovado su manera de gobernar,
hoy son mayoría los mexicanos decididos a llevarlo de regreso al poder.
-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 30 de abril de 2012
No hay democracia sin demócratas. Eso dijo Fukuyama en El Fin de la Historia y todo mundo dijo que era un imbécil.
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