lunes, 11 de octubre de 2010

Pasado inmediato

En cierto sentido, dos fechas definen las coordenadas de nuestro espectro político actual: 1982 y 2006. Ambos son, cada uno a su manera, momentos que señalan un antes y un después, puntos de no retorno, años que engendraron épocas. Son fechas cuyo legado organiza, para bien o para mal, buena parte de nuestros antagonismos; fechas emblemáticas, preñadas de polémica, en torno a las cuales gravitan muchas de los rencores, temores y frustraciones que dicen la historia de nuestro presente.

Digamos, para empezar, que cada fecha tiene su alarde autoritario, un gesto a un tiempo de poder y de impotencia: en el caso de 1982, es la decisión del presidente López Portillo de nacionalizar la banca; en el del 2006, es la decisión del candidato López Obrador de no admitir su derrota en las elecciones presidenciales. La primera quiso ser un golpe de timón para controlar una crisis económica que parecía ingobernable; la segunda, una patada en el tablero del juego democrático para deslegitimar un resultado desfavorable.

Cada fecha marca, así, una ruptura fundamental: en 1982, la del modelo económico; en 2006, la del arreglo electoral. La ruptura de 1982 conduce, a la larga, al programa de reformas que en aquel entonces se denominó “ajuste estructural”. La ruptura de 2006 deriva, al año siguiente, en la remoción de varios consejeros del IFE y nuevas reformas al sistema electoral.

Pero el saldo de unas y otras reformas resultó, por llamarlo de algún modo, contradictorio. Las primeras, que proponían darle dinamismo a una economía postrada, resultaron en recesiones recurrentes (1982-1983, 1986, 1995, 2001, 2009) y tasas de crecimiento que promedian apenas un 2% anual; las segundas, que respondían a la necesidad de reencauzar institucionalmente el conflicto, terminaron debilitando aún más a una ya de por sí maltrecha autoridad electoral.

Por un lado, 1982 significa el agotamiento del “milagro mexicano” (inflación, deuda, fuga de capitales), significa “la crisis” (precariedad, inestabilidad, incertidumbre), significa “neoliberalismo” (privatizaciones, corrupción, informalidad). Significa, pues, un legado de contracción de lo público, de incredulidad tras la experiencia de la liberalización económica, de dificultad para imaginar futuro.

Por el otro lado, 2006 significa el fin de la “era Woldenberg” (sospechas, acusaciones, desprestigio), significa multitud de agravios y resentimientos (“nacos” vs. “pirruris”, “cállate chachalaca”, “un peligro para México”, “no al pinche fraude”, “haiga sido como haiga sido”). Significa, pues, un legado de baja política, de polarización social, de desconfianza en la competencia democrática.

Decir 1982 y 2006 es decir, en suma, dos años cuyas sombras nos envuelven.

-- Carlos Bravo Regidor 

La Razón, lunes 11 de octubre de 2010 

1 comentario:

  1. Es un caso curioso y triste de reduccionismo histórico. 1982 y 2006 no fueron hechos aislados. Cuando dejemos de pensar en efemérides y lo hagamos en términos de procesos históricos habremos dado un gran avance. Me explico. La crisis económica de 1982 no se explica sin el despilfarro brutal de la docena trágica (sexenios de Echeverría y López Portillo) de la misma forma que el 2006 no se explica sin la concertacesión PRI - PRD de 1997, la polarización por parte de presidencia y del GDF entre 2000 y 2006, entre otros acontecimientos.

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