Hay
una paradoja en el hecho de que una forma de gobierno tan complicada como la
democracia dependa de un instrumento tan modesto como el voto; en que un sistema
que supone la gestión pacífica del conflicto, la representación de una amplia
pluralidad de intereses e ideas, la toma de decisiones en un marco
institucional de pesos y contrapesos, encuentre su fundamento en el acto de formarse
en una fila, marcar un papel y meterlo en una caja.
Digamos, pues, que la complejidad inherente
a la dinámica de un régimen democrático contrasta con lo rudimentario del voto
como dispositivo para expresar preferencia.
Un ejemplo. Hace unos días se
presentó “Brújula Presidencial” (en la dirección electrónica http://www.brujulapresidencial.mx/) un cuestionario que ubica
las preferencias políticas de quien lo contesta en relación con las de los
candidatos presidenciales. El resultado es esclarecedor y, al mismo tiempo,
desconcertante. Uno puede ser lopezobradorista en temas de seguridad, ley y
orden; peñanietista en temas de economía y finanzas; quadrista en temas de
sociedad, religión y cultura; y vazquezmotista en temas de economía y trabajo. Es
decir que el cuestionario sirve para identificar con claridad las posiciones
con las que uno coincide o discrepa pero, al mismo tiempo, para caer en la
cuenta de las dificultades que supone ponderar unas y otras a la hora de decidir
por quién votar.
Ocurre que ese tipo de incongruencias (estar, por
decir, más a la izquierda en temas de bienestar, familia y salud; pero más a la
derecha en temas de economía y nacionalismo) no son un problema en sí, ni de
uno ni de los partidos ni de los candidatos ni de la política mexicana, sino un
rasgo saludable de la coexistencia democrática en una sociedad diversa. Pero
ocurre también que el voto, como tal, no ofrece la posibilidad de expresarlas.
Uno no vota por un candidato en ciertos temas y por otro en otros. Y el voto de
un elector entusiasta vale exactamente lo mismo que el voto de un elector
escéptico.
Cada que hay elecciones, sin embargo, resurge la
queja de quienes no saben por quién votar porque nadie los convence. Se trata
de una queja legítima pero problemática, pues supone que votar es una forma de
afirmar resueltamente nuestras convicciones, no de habérnoslas honestamente con
nuestras incongruencias --las propias, las de los partidos, las de los
candidatos, las del país.
Quizás hace falta decir, pues, que tiene sentido
votar aún y cuando ningún candidato nos convenza. Uno puede votar, en todo
caso, por el candidato que mejor se avenga con el conjunto de sus muy
particulares incongruencias. En lugar de esperar que haya un candidato que no
nos genere dudas, votar por el candidato que nos genere las dudas con las que
estamos más dispuestos a convivir.
-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 12 de junio de 2012.
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