¿Cuál
es el lugar de la protesta social en una democracia? ¿Cuáles sus alcances y sus
límites? ¿De qué se trata, para qué sirve, por qué ocurre? ¿Cómo la muestran
los medios de comunicación, cómo la procesan las autoridades? ¿Qué sentido
tiene para quienes participan en ella? ¿Por qué algunos ciudadanos la apoyan, a
otros les es indiferente y otros la rechazan? ¿Cómo la encaran o la rehúyen,
qué le responden los actores contra los que va dirigida?
El problema con la protesta social,
según escribió Brian Martin en un viejo artículo al que vale la pena volver en
estos días (http://bit.ly/XeTmXe), es precisamente que nos hemos
acostumbrado —buena parte de los medios, del gobierno, de la academia— a representarla
como un “problema”: como una forma de actividad política que altera el curso
normal de nuestra vida colectiva, que constituye una amenaza a la democracia,
que pone en entredicho la convivencia pacífica.
Y al representar la protesta social
de ese modo hacemos, implícita o explícitamente, como si otras formas de
actividad política –llámense, por ejemplo, la decisión de adoptar políticas de
austeridad radical, el cabildeo de grupos poderosos para resistirse a toda
forma de regulación o recaudación que los afecte, la orden de sacar al ejército
de sus cuarteles o el empeño de ciertas autoridades de ocultar o manipular
información pública– constituyeran, esas sí sin mayor problema, la normalidad
de nuestra convivencia democrática.
Así, a fuerza de estigmatizar la
protesta social, de excluirla del catálogo de actividades políticas aceptables
o normales, terminamos asumiendo una concepción de la ciudadanía perfectamente
domesticada: en el que cualquier tipo de desacuerdo, cuestionamiento, crítica o
desobediencia es susceptible de ser deslegitimado como expresión de odio,
rijosidad, subversión o incluso de violencia.
Ocurre, sin embargo, que no puede
haber tal cosa como un orden mínimamente democrático si no hay lugar para la
protesta, es decir, para la expresión pública de diferencias, de antagonismos,
de descontentos, de rechazos y denuncias. No hace falta estar de acuerdo con
ninguna de ellas. Hace falta admitir más bien que sin ellas, nos gusten o no,
no habría democracia.
Luego de los reprobables actos
violentos que ocurrieron el sábado pasado en la ciudad de México durante la
toma de posesión de Enrique Peña Nieto, multitud de voces que se han apresurado
a equiparar la protesta con la violencia, a hacer como si la primera fuera un
llamado a la segunda o como si hubiera un nexo causal inequívoco entre una y
otra. No es así.
Hay que rechazar el recurso a la violencia
pero, al mismo tiempo, hay que reivindicar el derecho a la protesta. Equipararlos no es defender la democracia: es
atentar, inadvertida o deliberadamente, en contra de ella.
-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 3 de diciembre de 2012
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