¿Cuál
es la mejor manera de tutelar el valor de la igualdad? ¿Cuál es el papel de los
poderes públicos en ese sentido? ¿Qué tipo de sociedad es más igualitaria: la
que trata como iguales en principio a quienes son desiguales en la práctica; o
la que trata como desiguales en la práctica a quienes son iguales en principio?
¿Quién gana y quién pierde con una u otra solución?
La semana pasada la Suprema Corte de Estados Unidos
votó tres casos que evocan los dilemas de la igualdad en las sociedades
contemporáneas y la creciente tensión que existe entre dos formas de
concebirla.
En el primer caso, United States v. Windsor, la Suprema Corte
resolvió declarar inconstitucional una disposición federal que definía el
matrimonio como la unión legal exclusivamente entre un hombre y una mujer. Y es
que al permitir que el gobierno federal negara a los matrimonios entre personas
del mismos sexo, sancionados o reconocidos legalmente por un estado de la
Unión, los beneficios fiscales que otorga a los matrimonios heterosexuales,
dicha disposición resultaba contraria al principio constitucional de igual
protección ante la ley. Tratarlos como si no fueran iguales en principio era
una forma, pues, de producir desigualdad en la práctica.
En el segundo caso, Shelby County v. Holder, la Suprema Corte
declaró inconstitucional una disposición que obligaba a varios estados a
obtener la aprobación de la autoridad federal antes de reformar sus procedimientos
para registrar electores. Y es que esa disposición, creada como parte del
movimiento por los derechos civiles para evitar que ciertas autoridades locales
incurrieran en prácticas discriminatorias que redujeran la participación
electoral de la población afroamericana, resultaba contraria al principio
constitucional de igual soberanía de los estados. Tratarlos como si fueran
desiguales en la práctica era una forma, pues, de vulnerar su igualdad en
principio.
En el tercer caso, Fisher v. University of Texas at
Austin, la Suprema Corte ordenó revisar la constitucionalidad de la política
de acción afirmativa de una universidad pública en su proceso de admisiones. Y
es que dicha política, que considera la pertenencia de los estudiantes a
minorías raciales desfavorecidas como un factor positivo en la evaluación de
sus solicitudes, tiene que ser compatible, por un lado, con el principio
constitucional de igual protección ante la ley y, por el otro, con el interés
legítimo —reconocido por la propia Corte— de procurar el beneficio de la
diversidad racial en las comunidades estudiantiles. ¿Qué es más equitativo?
¿Ponderar favorablemente la pertenencia a una minoría racial desfavorecida o no
ponderarla en lo absoluto?
Estamos, como escribió hace unos días Adam Liptak en
el New York Times, ante casos que
configuran un interesante enfrentamiento entre dos conceptos de igualdad: el
“formal”, que propone tratar a las personas como iguales en principio; y el
“dinámico”, que propone tratar a las personas como desiguales en la práctica.
Eso en Estados Unidos. ¿Y aquí?
-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 1 de julio de 2013
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