lunes, 24 de agosto de 2009

Profesionales de la opinión

Una de las consecuencias más visibles de la “transición” en nuestros medios de comunicación ha sido el surgimiento de un nuevo tipo de figura pública: el profesional de la opinión.

Se trata de una figura híbrida, un tanto camaleónica, en la que se reúnen la solemnidad de una autoridad clerical (que pontifica desde el púlpito del deber ser), el prestigio de un intelectual moderno (que acusa, que denuncia, que le dice sus verdades al poder) y la ubicuidad de la popularidad mediática (que les da la fama por la fama misma). Es una figura que conjuga, en suma, algo de sacerdote, algo de agitador y algo de celebridad. 

Algunos provienen de la academia, aunque entre más éxito cosechan en el oficio de opinar menos suelen ejercer la investigación y la docencia. Otros se formaron en la propia prensa, eran reporteros o redactores o corresponsales que crecieron hasta volverse, digamos, periodistas de altos vuelos. Y otros más han gravitado en la intersección de la política y los negocios, ya sea porque fueron funcionarios o asesores, ya porque tienen sus consultorías, ya porque conocen a quien hay que conocer.  

Como sea, están en todos los medios (radio, periódicos, televisión, revistas, internet), incluso varias veces a la semana. La profesión les exige estar al día, aprender a pensar de botepronto, mucha improvisación y hartas tablas.

En ocasiones, no deja de sorprender su capacidad para decir cosas interesantes sobre temas que parecen aburridísimos, para hacer análisis muy lúcidos o críticas certeras. Pero en otras ocasiones, no deja de decepcionar que no tengan nada que aportar, que su opinión sea tan poco original o que de plano repitan lo que ya han dicho en otro lado u otras veces. Cuando lo primero, se les notan la destreza de pensamiento, el buen juicio y la agilidad verbal. Cuando lo segundo, sin embargo, también se les nota que no tienen tanta idea de lo que hablan, que creen que el público no se da cuenta o que simplemente no se cansan de escucharse a sí mismos.     

Su ascenso sobrevino durante los años noventa, su auge ocurre en la década que está por terminar. En cierto sentido, son heraldos de la incertidumbre, voces que supieron multiplicarse en tiempos de crisis, de cambio, de esperanzas y desilusión.  

Tengo la impresión, no obstante, de que comienzan a perder el lustre que tuvieron: que su nicho ya se saturó, que ya no se les toma tan en serio, que la  figura como la hemos conocido ya no tiene mucho más que dar. Será que las condiciones ambiente que les permitieron desarrollarse ya no son lo que eran, que la autocomplacencia les está ganando, que la creatividad se les acaba, o que la serpiente se les desencantó. 

--Carlos Bravo Regidor (La Razón, Lunes 24 de Agosto de 2009)

1 comentario:

  1. Creo que en algún punto opinión y editorial se mesclaron. Perdieron fronteras de significado. El editorial era marcar una línea entre lo importante y lo olvidable; aquello que se debe profundizar.
    La línea se traza en cada cabeza; cada medio editorializaba según lo que piensa. La opinión no discrimina, luego no distingue, entonces banaliza. Su mescla a veces es buena: al despintar la raya de lo importante, la Opinión Editorializada encuentra temas que parecen aburridos a primera vista, pero resultan interesantes: amplia el rango de temas discutibles. Aunque tiene otra consecuencia: reduce a una medida todos los temas posibles.

    Lo apasionante es cazar el origen de esta nueva costumbre. Nace en los medios pero no por ellos, ni por voluntad (decreto entre unos cuantos) o por nuevas tecnologías. La explicación estándar es simplona: por intereses económicos, pero ese interés económico por la opinión viene de un país que no le importa mucho la política, a menos que sea desde la óptica del folclor. Un folclor antiguo. Hay una tradición muy mexicana de leer los chismes del poder como si fueran desplegados de la bolsa de valores, donde ciertos grupos adquieren mayor valor -rentabilidad- en el mercado de la servidumbre.

    Esa tradición ha cambiado un poco porque ya no es bien visto el descaro de acomodarse según las amistades; pero la costumbre se impone: aún se lee la política, no como recurso comunal, sino como acciones en la bolsa: mira cuanto se roban, mira que el va a ser el candidato, mira que quién lo habría creído. Una generación que se educó en trepar burocracias debe transitar por un lógico desconcierto: ¿Cómo entender la política de otra manera que no sea el beneficio próximo? ¿Cómo puedo interesarme de una que jamás he experimentado? La política tiene que pasar por el necesario resquemor del empleado despedido. La inercia de años de prácticas clientelares hace que la política sea inentendible sin la promesa de un puesto; digerible sólo desde el chisme, la murmuración, la sospecha: la opinión.

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