lunes, 15 de febrero de 2010

Malestar en la crítica

En México no estamos acostumbrados a la crítica abierta, directa, franca, con respecto a quienes se dedican, precisamente, a ejercer la crítica. Los intelectuales, los expertos, los periodistas, los profesionales de la opinión, gozan de una especie de fuero mediático que les permite decir lo que sea sin asumir mayores costos, sin que haya el hábito de hacerlos responsables por lo que dicen.

Son raras, rarísimas, las ocasiones en que alguno de nuestros figurones vuelve sobre sus pasos para hacerse cargo de una incongruencia, para corregir algún error o explicar un cambio de opinión. No se trata de un detalle menor sino de un rasgo característico de eso que se ha dado en llamar nuestra “comentocracia”: que casi nadie llama a cuentas a casi nadie más. El resultado es una conversación pública en la que todo vale, en la que reinan la improvisación, la vanidad, la estridencia, la frivolidad. Una conversación pública que como eso, como conversación, a duras penas existe.

Ahí está, por ejemplo, la legión de eufemismos que se emplean todos los días en la prensa para no referirse por su nombre y apellido a personas concretas (“algunos sostienen”, “se ha dicho”, “no faltan quienes aseguran”), como si las ideas a las que se alude de ese modo se hubieran pensado solas. Ahí está, asimismo, la rutina de hacer oídos sordos, de no responder a las críticas cuando las hay, para no dignificarlas ni reconocer como interlocutor (“hay niveles”) a quien las formula. Y ahí están, también, las inagotables variaciones de la falacia ad hominem, es decir, el manido recurso de descalificar personalmente al crítico (insultándolo, imputándole “mala leche”, pretendiendo que sus simpatías o afiliaciones ponen en entredicho la validez de lo que dice) en lugar de rebatir, con argumentos, la crítica en cuestión.

Tan ajena nos resulta la crítica de la crítica que cuando alguien la ejerce explícitamente tendemos a interpretarla como si se tratara de un “ataque”, un “ajuste de cuentas”, una “marcaje personal”, una forma de “intolerancia” o un intento de “censura”. Es decir, como todo menos como crítica: nada más, pero nada menos.

En esa dificultad para admitir que los críticos también son susceptibles de ser criticados, en ese ostensible malestar de la crítica en la crítica, hay un resabio, me parece, de aquella vieja representación autoritaria que por tanto tiempo imperó (¿o impera aún?) en nuestra cultura política: la del intelectual, en su sentido más general, como portavoz de los sentimientos de la nación, como aquella figura sacerdotal que convertía el espacio público en su púlpito particular y, al hacerlo, hablaba más por que para los ciudadanos.

-- Carlos Bravo Regidor
(La Razón, lunes 15 de febrero de 2010)

2 comentarios:

  1. ¿¡Qué no sabemos recibir críticas!? Cómo te atreves eres... Ah, ya entedí, sí, tienes razón.

    Hace tiempo leí en Milenio semanal un encabezo que se titulaba algo así como: “Una cosa es mentarle la madre al Presidente y otra es hacer crítica”. Era una entrevista a el Caballa Rojas.

    El juicio era tan de sentido común que me sorprendió la sensatez de parte de alguién que hace teatro con Juanito. Pero si se piensa bien no podría ser de otra forma.

    No poder reírse y tomar distancia con uno mismo hace de cada conflicto un dilema con la patria. El Caballo Rojas trabaja en la sátira política y tiene más entrenamiento en la mofa y detección de estupideces públicas que, digamos, el grupo editorial de la revista El Chamuco.

    Así que, por un lado tenemos la tradición de los intelectuales misioneros, y por el otro, una competencia de manifiestos estridentes.

    Lo que pasa es que no hay un agora sino una ecclesia: no hay una charla de café sino una Gran Plaz Pública donde para ser escuchado hay que gritar con violencia. A pocos o nadie le interesa los temas menores a los Grandes Temas Nacionales.

    Esa fue la otra herencia autoritária: la solemnidad. Habría que sacarla de las calles y ponerla en un museo donde su gran seriedad pueda ser admirada.

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  2. Muy lúcido el comentario de Carlos Bravo Regidor y no menos brillante el de Román Manuel. Apenas ahora se escuchan las voces que denuncian la "plutocracia" que domina los medios masivos desde la víspera de la elección del 2006.

    Un "círculo rojo" que señala con índice flamígero hasta la más pequeña equivocación de los personajes opuestos a su agenda pero que no admite crítica a sus puntos de vista sin importar que éstos carezcan del más elemental rigor metodológico.

    Día tras día nuestros sesudos analistas inundan la prensa, el micrófono y la pantalla con una colección de lugares comunes apenas decorados con un puñado de inocuas aportaciones originales del autor.

    "En México la gente se muere de hambre" Vítores para el autor, aunque no sea capaz de presentar algún dato duro que respalde la hipérbole (si las personas realmente murieran de hambre el problema tendería a disminuir). "La estrategia contra el narco no funciona" Aplausos para la prensa comprometida, aunque sea incapaz de delinear los ejes de la estrategia y bajo qué parámetros dictamina su fracaso.

    Y aún así estos distinguidos personajes se ponen la vestidura de la voz del "pueblo bueno", sensores infalibles del ánimo popular y conocedores de sus más profundos anhelos. Pobre de aquel que se atreva a criticarlos, es un sensor, un "facho", un enemigo de la prensa libre contra el que se debe de dirigir toda la batería verbal.

    Nadie cree sin embargo que esta estirpe plateada tenga algún papel en la transición democrática ni que alguien deba pedirle alguna explicación al respecto.

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