lunes, 9 de agosto de 2010

Esperando el tercer acto

Hay una rutina, una especie de obra absurda en el teatro de nuestra vida pública, que desde hace algún tiempo se repite con cierta frecuencia. Primer acto: personajes de distintas filiaciones políticas (jefes de bancada, gobernadores, secretarios de Estado, líderes partidistas, profesionales de la opinión, etcétera) coinciden en reconocer la existencia de un problema. Segundo acto: los mismos personajes interpretan ese problema como evidencia de que es necesario revisar tal o cual política, modernizar este o aquel sector, modificar uno u otro marco jurídico; en suma, hacer “los cambios que el país necesita”. Tercer acto: no pasa nada.

Es decir que se elaboran estudios, se celebran reuniones, se pronuncian discursos, se presentan propuestas, se negocian posiciones, se invierten recursos, se generan expectativas y, al final, todo parece quedar igual que como estaba al principio —o, si acaso, en cambios menores que bien a bien no constituyen una solución al problema en cuestión.

Se trata de una rutina que, a fuerza de repetirse una y otra vez, engendra cada vez más impaciencia. Algunas voces en los medios de comunicación han querido explicarla como consecuencia de un “arreglo institucional” que no genera los incentivos adecuados (que no fomenta la cooperación, que no integra mayorías, que no produce resultados); otras, como prueba de que la “clase política” como conjunto no está a la altura de las circunstancias (que carece de visión, de compromiso, de responsabilidad, de voluntad, de liderazgo); y, otras más, como resultado de que múltiples “grupos de interés” (consorcios empresariales, sindicatos del sector público, cárteles del narcotráfico) emplean su capacidad de influencia para impedir reformas que les afecten. De ahí expresiones críticas como “la máquina de lo mismo”, “la generación del fracaso”, o “la captura del Estado”: hijas de distintos diagnósticos pero de una idéntica molestia con la rutina en cuestión.

Ocurre, sin embargo, que ahora son los propios medios de comunicación los que están a punto de sucumbir a esa misma rutina. Primer acto: decenas de periodistas asesinados, desaparecidos o secuestrados; incontables atentados y actos de intimidación o amenaza por parte del crimen organizado; inquietantes expresiones de autocensura. Segundo acto: múltiples reconocimientos de que urge “una reflexión sobre las condiciones en que se realiza el trabajo” (Salvador Camarena); imaginar “protocolos de reacción y comportamiento gremial que garanticen la vida de los periodistas” (Dennise Maerker); hacer “mucha autocrítica” (Ricardo Trotti); establecer “criterios para el tratamiento de la violencia” (Mario Campos); etcétera. Tercer acto: ¿? 

Y es que, como escribió Javier Darío Restrepo hace unos días, en un entorno de violencia como el actual, “la experiencia aconseja […] que entre medios haya colaboración y unidad de políticas informativas, pues no se trata de la usual competencia comercial, sino de la defensa conjunta de una sociedad bajo amenaza”.

--Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 9 de agosto de 2010

1 comentario:

  1. La mejor prueba de que hasta nuestros periodistas son comodinos y agachones es que, siendo corresponsales de guerra de facto, tengan la cara dura de pedir "la protección del Estado." ¿Alguien se imagina a algún reportero del NYT o del País pidiendo "la protección del estado" en Iraq o Afganistán? No, porque en EUA y los otros países serios se entiende que el periodista debe ser independiente del poder hasta en las situaciones de alto riesgo.
    Además, si el estado mexicano no es capaz de garantizar la seguridad de sus ciudadanos de a pie, no veo por qué los periodistas deban recibir un trato especial. La prensa (los abajo-firmantes de la marcha, en cualquier caso), ese poder que nadie elige, que está condenado a una race to the bottom por vender periódicos, y en el que no existe el honor, está equivocada en esta ocasión.

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