Vuelvo
a un tema del que ya me he ocupado en un par de entregas anteriores; a ese
fenómeno que, a falta de un mejor término, propuse denominar “estado de derechismo”:
una visión de lo público en la que se conjugan conciencia de clase y afán
punitivo; una idea del derecho que lo reduce, básicamente, a poca regulación y muchas
cárceles; un modelo que ofrece mano invisible en las cuestiones económicas y
mano dura en la cuestión social.
Vuelvo por dos motivos. El primero
es la reforma laboral recientemente aprobada en la Cámara de Diputados; el
segundo, el libro más reciente de Pedro Salazar, Crítica de la mano dura. Cómo enfrentar la violencia y preservar
nuestras libertades (Océano, 2012).
La iniciativa de reforma laboral
enviada por el Presidente Calderón se dividía, fundamentalmente, en dos partes:
la económica, que buscaba la flexibilización del mercado de trabajo; y la
política, que buscaba la democratización de los sindicatos. La económica terminó
aprobándose prácticamente como llegó, pero de la política no quedó prácticamente
nada. Y ni en la versión original ni en la final hubo una parte social,
digamos, que procurara ampliar o mejorar los derechos de los trabajadores (creando,
por ejemplo, un seguro de desempleo, un nuevo sistema de justicia laboral o disposiciones
para contrarrestar la precarización del trabajo). El resultado será, entonces,
un mercado laboral no necesariamente más flexible, pues como ha argumentado
Ciro Murayama en la práctica ya lo es, sino más desregulado; dirigencias
sindicales tan poco democráticas y tan opacas como antes pero ahora además crecidas
por haber derrotado el embate; y una clase trabajadora que queda más a la
intemperie del libre mercado pero no por ello liberada de “líderes” que ni
responden a sus intereses ni le rinden cuentas.
El
libro de Pedro Salazar ofrece una inquietante
reflexión sobre cómo la sensación de inseguridad, el miedo al crimen y la
impotencia ante la impunidad han engendrado entre nosotros una doble pulsión
autoritaria: por un lado, una furiosa exigencia de demostrar fuerza antes que
de respetar derechos; por el otro, una franca intolerancia que equipara
cualquier crítica a la estrategia de combate a la delincuencia con una apología
del delito. El resultado, argumenta Salazar, es una política de “excepción
institucionalizada”, pensada más en términos bélicos que jurídicos, que plantea
la seguridad pública exclusivamente en términos de restaurar orden, no de
impartir justicia, y cuya principal objetivo es tener mejores policías, no
contar, además, con mejores juzgados.
En lo laboral, más mercado y mismo
sindicalismo. En seguridad pública, más policías y mismo sistema de justicia. Ese
es el estado de derecho de la derecha: uno en el que, salvo por los derechos de
propiedad, no importan los derechos.
-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 1 de octubre de 2012
No hay comentarios:
Publicar un comentario