En México nos hemos acostumbrado a que ser de izquierda signifique preocuparse
mucho por la justicia pero poco por el derecho; a que ser de izquierda suponga
aglutinarse en torno a un liderazgo carismático antes que articular una agenda
de reformas institucionales; a que ser de izquierda implique más quejarse de
las leyes y protestar contra los funcionarios que las interpretan que hacerse
cargo de haber apoyado esas mismas leyes y a esos mismos funcionarios.
Es una costumbre que
tiene sus razones, desde luego, pero que cada vez tiene menos razón de ser. No
porque la izquierda tenga que dejar de hacer oposición sino, más bien, porque ya
tendría que hacerse cargo de que también ha sido y es gobierno.
Primero, porque ya es
hora de que la izquierda asuma que puede haber derecho sin justicia pero no
justicia sin derecho. Es cierto que en demasiadas ocasiones el imperio de la
ley sirve como coartada para proteger intereses oligárquicos; pero es
igualmente cierto que el imperio de la ley resulta indispensable para darle
institucionalidad, continuidad y autonomía, a cualquier proyecto democrático de
transformación social. El derecho puede ser un instrumento de clase o un recurso
para la emancipación. Que la izquierda lo siga criticando cuando sea lo uno,
pero que se lo tome en serio cuando pueda ser lo otro.
Segundo, porque una
izquierda que apuesta más por la fuerza de sus figuras personales que por el
potencial de sus propuestas de reforma es una izquierda que subordina la
posibilidad de implementar su programa a la popularidad de su caudillo en
turno. Dicho de otro modo, una izquierda que pone el énfasis en cambiar a las
personas que nos gobiernan y no en cambiar la estructura gubernamental, es una
izquierda que aspira a gobernar pero que difícilmente podrá cambiar la forma en
que se gobierna. Porque ese cambio no depende, no puede depender, de que nos
gobierne “gente buena”; depende, en todo caso, de que contemos con los
mecanismos y las capacidades institucionales para hacer que quienes nos
gobiernen se “porten bien” –es decir, de que si se “portan mal” haya sanciones
efectivas.
Y tercero, porque de nada
sirve que la izquierda participe en el proceso legislativo o que tenga voz y
voto en los órganos que nombran, por ejemplo, consejeros del IFE o magistrados
del TEPJF o ministros de la SCJN, si la izquierda luego no se asume al menos corresponsable
ni de las designaciones ni de las leyes por las que ella misma ha votado.
Se vale criticar, se vale
impugnar, se vale protestar. Lo que no se vale es que la izquierda haga como si no tuviera nada
que ver con aquello que critica, que impugna o que protesta. El derecho es de
quien lo trabaja. Un poquito de… por favor.
-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 17 de septiembre de 2012
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