lunes, 3 de septiembre de 2012

López Obrador: el político

Quizás nos vendría bien dejar de hablar como hablamos de Andrés Manuel López Obrador. Quiero decir, dejar de hablar de él en términos de su mesianismo o su carisma, de si encarna un regreso al pasado o un cambio verdadero, de si al desconocer la sentencia del Tribunal se convierte en un enemigo o en un defensor de la democracia…

Ocurre que casi siempre hablamos desde las pasiones que despierta su figura, no desde una valoración estrictamente política de su desempeño. Y hace falta esa valoración no para redimirlo ni para deturparlo sino, más bien, para tratar de entenderlo como lo que es: un político.

La estrategia postelectoral de López Obrador en 2006 representó un costo en el corto plazo pero una ganancia en el largo. El costo estuvo en el deterioro de su imagen pública y en la caída de la fuerza electoral de las izquierdas. Pero la ganancia estuvo en su capacidad de mantener movilizadas a sus bases y, así, seguir vivo políticamente. Sus “negativos” se dispararon y el voto de las izquierdas cayó; pero a pesar de haber perdido una elección que tenía ganada, de no ocupar un puesto en la administración pública ni en el Congreso ni en ningún partido y de que un grupo contrario al suyo (los llamados “Chuchos”) se hizo del control burocrático del PRD, López Obrador mantuvo su liderazgo dentro de las izquierdas. Al grado de que, a fines del 2011, logró ganarle la candidatura al Jefe de Gobierno en funciones.

Su campaña presidencial de 2012 fue un éxito: López Obrador comenzó en un distante tercer lugar y terminó en segundo, a menos de 7 puntos del candidato ganador. La “opinión efectiva” sobre él repuntó, su intención de voto volvió a niveles competitivos y las izquierdas obtuvieron un muy buen saldo electoral.

La pregunta, entonces, no es por qué opta ahora por un camino tan parecido, aunque no idéntico, al de hace seis años. La pregunta, en todo caso, es por qué no habría de hacerlo, sobre todo cuando ya sabe que los costos pueden revertirse y las ganancias consolidarse. Mientras haya un electorado que lo vote como lo votó en julio pasado, ¿es realmente razonable esperar que adopte una estrategia distinta?

La presidencia constitucional dura sólo seis años. Pero la “legítima”, con el veredicto de las urnas mediante, puede durar varios sexenios.

-- Carlos Bravo Regidor 
La Razón, lunes 3 de septiembre de 2012

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