lunes, 19 de octubre de 2009

1982 entre nosotros

Hay años que expresan épocas enteras. Que no siempre tienen la suerte (o la desgracia) de colarse en el calendario cívico, de convertirse en instrumentos para forjar patria, pero cuya influencia sobre el presente a veces es más palpable que la de aquellos cuyo aniversario conmemoramos con días de asueto, monumentos, desfiles, discursos o minutos de silencio.

1982 es, en la historia reciente de México, uno de esos años. No fue el último del milagro mexicano (que hizo agua desde fines de la década del sesenta) ni el primero de las privatizaciones (que arrancarían un par de años después), mas terminó convirtiéndose en el año emblemático de ese tránsito, digamos, entre el “desarrollo estabilizador” y el “neoliberalismo”.

Annus horribilis según cualquier indicador (PIB, tipo de cambio, inflación, deuda externa, desempleo, déficit público, precio del petróleo, etc.), quizás la imagen que mejor lo representa es la del presidente López Portillo en su último informe de gobierno: furioso, desesperado, patético, advirtiendo “no vengo a vender paraísos perdidos”, decretando la nacionalización de la banca porque “ya nos saquearon, no nos volverán a saquear” y pidiendo perdón, con lágrimas en los ojos y dando un puñetazo sobre el pódium, “a los desposeídos y marginados […] por no haber acertado a hacerlo mejor”.

Fue el año cero de la crisis, término que desde entonces empezó a significar no sólo una coyuntura difícil, una fase de inestabilidad económica, una encrucijada entre la recuperación o el colapso sino además, como lo ha explicado Claudio Lomnitz, “un grave obstáculo para la producción de imágenes creíbles sobre un futuro deseable”. Y eso que, en ese momento, todavía no sabíamos lo que nos depararía el sexenio del presidente Salinas.

Con todo, en los últimos años nos hemos empeñado en interpretar el desencanto ciudadano en clave democrática, como si fuera resultado del encuentro entre las abultadas expectativas que generó la alternancia en el poder y los resultados, más bien modestos, que ha reportado. Seguramente hay algo de eso en la antipatía que inspira hoy, como conjunto, la clase política.

Puede ser, sin embargo, que ese desencanto tenga que ver también con el legado de 1982. Que nuestra imposibilidad para imaginar el porvenir sea, pues, previa a la “transición”. Menos la consecuencia de una alternancia decepcionante que de una falta de credibilidad incubada, durante las últimas tres décadas, en la progresiva erosión de lo público, es decir, de la capacidad de habitar y darle sentido a un mundo en común. A que vivimos, desde hace más tiempo del que parecemos dispuestos a reconocer, en el país del sálvese quien pueda.

-- Carlos Bravo Regidor
(
La Razón, Lunes 19 de Octubre de 2009)

2 comentarios:

  1. Bueno, pero no es muy acertado igualar "desencanto ciudadano" con "imposibilidad de imaginar el provenir". Tienen que ver en este caso, pero no son la misma cosa, como aparece en tu texto. El desencanto de este tiempo es por las expectativas y los resultados que mencionas, no deberia haber duda. Ese desencanto se ha sumado a lo anterior, a lo otro que dices, y lo actualiza.

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