Muchos países democráticos limitan la libertad de
expresión para impedir el discurso de odio, esto es, cualquier manifestación
pública que implique hostilidad hacia algún grupo por motivo de su raza,
religión, nacionalidad, género, orientación sexual, etcétera. Dicha limitación
se justifica por considerar que ese tipo de discurso constituye una forma de discriminación.
Y porque la discriminación es incompatible con un valor fundamental de la
democracia: la igualdad.
En Estados Unidos ocurre lo contrario. La primera
enmienda garantiza a los ciudadanos el derecho a manifestarse sin ninguna
restricción. Dicha ausencia de límites se justifica porque sancionar cualquier
tipo de discurso, por ofensivo u hostil que pueda resultar para algún grupo, es
considerado una forma de censura. Y porque la censura es incompatible con un
valor fundamental de la democracia: la libertad de expresión.
Ambos esquemas son problemáticos. Uno le da al
Estado demasiado poder al permitirle decidir qué se vale y qué no se vale
decir; otro abandona a grupos vulnerables a su propia suerte al permitir la
expresión pública de hostilidad en su contra. Se trata, pues, de una “paradoja
de los derechos”: si el Estado censura el discurso de odio atenta contra la libertad
de expresión, pero si garantiza la libertad de expresión deja que otros atenten
contra la igualdad. ¿Cómo preservar ambos valores sin que se amenacen el uno al
otro?
Invitado por el Seminario
Internacional de Ética y Asuntos Públicos del CIDE hace unos
días estuvo en la ciudad de México Corey Brettschneider, autor de Cuándo el Estado
habla, ¿qué debería decir? Cómo las democracias
pueden proteger la expresión y promover la igualdad (Princeton University Press,
2012), un libro en el que plantea una tercera alternativa para evitar los
excesos tanto del “Estado invasivo” como de la “sociedad odiosa”.
Un Estado no puede llamarse plenamente democrático
si censura la libertad de expresión; pero tampoco si permanece indiferente
cuando un grupo vulnerable es víctima de quienes, ejerciendo su libertad de
expresión, promueven un discurso de odio en su contra.
La solución que propone Brettschneider se basa en distinguir
entre los poderes coercitivos y los no coercitivos del Estado. Los primeros
implican la fuerza (e.g., prohibir,
encarcelar, multar); los segundos, la persuasión (e.g., hablar, educar, gastar).
Un Estado plenamente democrático, entonces, sería
aquel que rechazara usar la fuerza contra la libertad expresión pero, al mismo
tiempo, usara decididamente la persuasión contra el discurso de odio. Por
ejemplo, haciendo declaraciones que condenen toda expresión de hostilidad
contra algún grupo, adoptando políticas y emprendiendo campañas que promuevan
la igualdad, distribuyendo recursos o beneficios sólo entre organizaciones que
no discriminan, etcétera.
En este, como en tantos otros temas, es urgente
entender que en democracia el Estado es mucho más que sólo poder coercitivo.
-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes
12 de noviembre de 2012
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