Fue hace casi veinte años que Felipe
Calderón, entonces Presidente del Comité Ejecutivo Nacional del PAN, hizo suya
aquella expresión de “hay que ganar el poder sin perder el partido”. Era más
que una frase ingeniosa, pues daba cuenta de las tensiones internas entre las
que se debatía el panismo desde las décadas de los setenta y ochenta. Por un
lado estaban los panistas históricos, acostumbrados a hacer política desde la
oposición. Por el otro estaban los neopanistas, ávidos de hacer política desde
el gobierno.
Los
panistas históricos eran fundamentalmente universitarios de clase media urbana,
abogados más o menos liberales en lo político pero conservadores en lo demás,
gente de doctrina que se preciaba mucho de sus valores y su rectitud. Los
neopanistas eran sobre todo hombres de negocios de los estados del norte,
administradores e ingenieros liberales en lo económico pero conservadores en lo
social, gente de empresa que no conocía la doctrina pero se preciaba mucho de
su valentía y sus ambiciones. Los primeros eran como una aristocracia que veía
la política como labor de generaciones; los segundos, como una burguesía que
asumía la política como proyecto personal.
Los
triunfos locales del PAN durante los años noventa y el triunfo de Vicente Fox en
las elecciones del 2000 parecieron implicar la victoria del neopanismo. El
desempeño de Fox como Presidente (frívolo, errático, improvisado) y la fuerza que
durante su gestión adquirieron los grupos de ultraderecha identificados como
“el Yunque” fueron, sin embargo, su derrota.
El ascenso de
Felipe Calderón, primero como candidato y luego como Presidente, por momentos
daba la impresión de significar una victoria del panismo histórico. Su estilo
personal de gobernar (más de arrebatos que de audacia, más de manías que de ideas,
más de lealtades que de capacidad), aunado a la abultada cosecha de derrotas
que tuvo el PAN durante su presidencia, mostraron lo equivocado de aquella
primera impresión.
En cualquier
caso, de aquel PAN dividido entre históricos y neopanistas ya no queda casi
nada. El saldo acumulado durante los últimos dos sexenios ha cambiado,
profundamente, al partido.
Primero, porque
el PAN pasó de representar una alternativa electoral competitiva para una
sociedad cada vez más plural a no saber habérselas, luego de ganar las elecciones,
con esa misma pluralidad social.
Segundo, porque
si con Fox el PAN no supo convertirse de ser oposición a ser gobierno, Calderón
sí supo convertirlo: pero no en un partido en el poder sino, más bien, en el
partido de su gobierno.
Y tercero, porque
luego de su fracaso en las pasadas elecciones, lejos de renovarse el PAN parece
encaminado hacia una “refundación”… ¡encabezada por los principales responsables del desastre en que se
encuentra!
A casi veinte
años de aquel “hay que ganar el poder sin perder el partido”, el calderonismo
quiere ganar el partido tras haberlo arruinado desde el poder.
Como dicen en
Estados Unidos: you gotta love politics.
-- Carlos Bravo Regidor
La Razón, lunes 24 de julio de 2012
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